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EL GUERRERO DEL ALMA

Filosofía Vikinga para Transformarte

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


📜 CAPÍTULO I — EL VACÍO DEL NORTE Y EL ALIENTO DEL PRIMER AMANECER

Dicen los antiguos que antes de que el primer cuerno resonara, antes de que un solo dios respirara y antes de que una runa fuera tallada en el hueso del mundo, sólo existía el Silencio.

No era un silencio manso, sino profundo como la noche sin estrellas.

Lo llamaban Ginnungagap, el Abismo Abierto, donde no había tiempo ni destino, ni forma alguna que pudiera pronunciar su propio nombre.

Allí no gobernaba la luz ni reinaba la oscuridad; sólo flotaba la promesa de lo que aún no había nacido.

En los bordes de ese vacío dormían dos reinos opuestos, Niflheim, el de los hielos eternos, y Muspelheim, el de los fuegos indomables.

No eran mundos aún: eran impulsos, fuerzas primarias, ideas sin cuerpo esperando el momento de encontrarse.

Y un día —si es que puede llamarse día a lo que surgió sin sol—

el frío avanzó desde el Norte como una marea silenciosa,

y el fuego rugió desde el Sur como un animal jamás visto.

Y al encontrarse en el centro del Abismo,

el hielo lloró y el fuego suspiró.

De esa lágrima congelada y ese aliento ardiente nació la primera vibración,

un latido que rompió el silencio infinito.

Ese latido tomó forma.

Tomó hambre.

Tomó nombre.

Así surgió Ymir, el Primordial.

Gigante sin maestro, padre sin linaje, criatura nacida de la contradicción.

De sus pies brotaron los primeros seres del caos,

y de su sombra nacieron los sueños que alguna vez serían mundos.

A su alrededor, el vacío tembló,

porque la existencia había comenzado.

Pero el Abismo no quedó quieto.

En las gotas del deshielo, allí donde el hielo se rendía a la calidez del fuego, surgió Audhumla, la gran vaca cósmica, la Nutridora.

Con sus cuatro corrientes de leche alimentó a Ymir,

y con su lengua lamió el hielo para liberar aquello escondido en su interior.

Durante tres días lamió la sal helada.

Y al tercer día, algo despertó bajo su lengua.

Primero surgió un cabello,

después una cabeza completa,

y luego un cuerpo entero, luminoso como metal recién forjado.

Había nacido Búri, el Primero entre los dioses.

De él descenderían Odín, Vili y Vé, los que más tarde disputarían el mundo al Gigante Primordial.

Así, en medio del caos, de un combate que aún no había ocurrido,

los hilos del destino comenzaron a tejerse por sí mismos,

invisibles pero ya tensos.

Porque el Vacío había sido quebrado.

La existencia ya no podía ser detenida.

Y las runas —esas semillas de lo oculto— empezaron a murmurar entre las corrientes del cosmos recién nacido.

Los antiguos decían que aquel primer susurro del universo todavía puede escucharse en la respiración del viento ártico,

que cuando el Norte ruge,

lo que oímos no es el viento, sino el eco del momento en que

todo comenzó a ser.

Y así empieza esta saga:

con el Abismo,

con el Fuego,

con el Hielo,

y con un latido que rompió la nada.

El latido que aún resuena en los que buscan comprender

la Metafísica Vikinga,

el sendero secreto que une el espíritu humano con el Árbol del Mundo.

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