El Tio Alberto
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
CAPÍTULO 5 — LA REGLA DE LAS 6
A las seis de la mañana el mundo todavía no tiene excusas.
No hay teléfonos sonando, no hay visitas, no hay opiniones. A esa hora la vida está cruda: frío, oscuridad y lo que vos hagas con tu cuerpo. La primera vez que Alberto se levantó a las seis fue porque su padre lo despertó. La vez número cien ya no hizo falta nadie.
Se despertaba solo.
Y ese fue el verdadero cambio: cuando la disciplina deja de ser obligación y se convierte en identidad. Alberto no decía “me levanto temprano”. Alberto decía, sin decirlo: yo soy el que se levanta temprano. Y cuando eso pasa, todo lo que no encaja empieza a parecer sospechoso.
El descanso, por ejemplo.
Para Alberto, descansar era parecido a mentir.
Se levantaba, se lavaba la cara con agua fría como si se estuviera castigando por dormir, se calzaba las botas y salía. No había reflexión matinal. No había “hoy quiero”. Había rutina. La rutina era una manera de no pensar en lo que dolía.
Porque el soplo seguía ahí. El diagnóstico seguía existiendo. La humillación también. Alberto no la lloraba más; la convertía en horario.
A las seis ya estaba en Granja Ana. Alimentaba, limpiaba, revisaba. Anotaba. Ajustaba. Si algo fallaba, no se quejaba: lo corregía. Y cuando el sol empezaba a asomar, él ya sentía una superioridad siliconada, transparente: la superioridad de haber trabajado mientras otros dormían.
Esa superioridad es peligrosa. Te hace creer que merecés más.
Pero Alberto no lo llamaba mérito. Lo llamaba justicia.
Con el tiempo, la regla de las seis se extendió a todo. A comer. A decidir. A hablar. Alberto se volvió un hombre de horarios internos. Si alguien lo sacaba de ritmo, se convertía en amenaza.
—¿Vamos más tarde? —decía alguien.
Alberto lo miraba como si la frase fuera un insulto.
—Más tarde ya es tarde.
No era una exageración. Era doctrina. Porque la regla de las seis tenía un corazón escondido: si paro, vuelvo a ser el que lloró. Y Alberto se juró que nunca más.
De lunes a sábado, siempre.
El domingo era un hueco. Un día extraño. Un día que en teoría era “descanso”, pero en Alberto era vigilancia: vigilaba que nadie lo viera aflojar. A veces igual trabajaba. O se inventaba algo: arreglar, ordenar, “revisar cuentas”. Cualquier cosa con forma de propósito.
La granja empezó a rendir más. No por magia: por repetición. Alberto encontraba formas de reducir pérdidas, de mejorar, de vender mejor. Empezó a hablar con proveedores, con vecinos, con compradores. Le gustaba ese universo porque hablaba el idioma que él entendía: intercambio y resultado.
En ese mundo nadie te pedía certificado médico. Te pedían entrega.
Y Alberto entregaba.
Un día apareció un hombre para comprar algo —animales, alimento, lo que fuera— y le dijo una frase que quedó clavada:
—Vos no sos de granja. Vos sos de comercio.
Alberto no sonrió. Pero lo escuchó como se escucha un diagnóstico diferente. Uno que, esta vez, no lo expulsaba.
Desde entonces, empezó a mirar la granja como escalón, no como destino. La granja era buena, pero no era suficiente. Alberto no quería sobrevivir. Quería ganar.
Y cuando un tipo quiere ganar, el trabajo se vuelve obsesión.
Empezó a llevar cuentas más finas. Cuánto entraba, cuánto salía. Cuánto costaba un error. Cuánto costaba confiar en alguien. Cuando un número no cerraba, Alberto no pensaba “bueno, ya fue”. Pensaba “¿quién se está equivocando?”
Y esa pregunta, con el tiempo, se volvió venenosa. Porque siempre alguien está equivocado. Y Alberto necesitaba que fuese otro.
En la casa lo empezaron a sentir raro. No solo frío: filoso. Como si siempre estuviera evaluando.
—Estás serio —le decían.
—Estoy ocupado —contestaba.
Era su respuesta favorita. “Ocupado” era una forma elegante de decir: no jodas. Pero también era una forma de decir: no sé cómo estar de otra manera.
Su padre lo miraba en silencio. A veces, en esos silencios, parecía orgulloso. A veces parecía preocupado. Pero no intervenía. Porque el padre había abierto una puerta y ahora veía al hijo construir un pasillo entero con esa puerta como excusa.
La regla de las seis fue armando otra cosa: un aura.
En el barrio, Alberto empezó a ser “el laburador”. El que siempre está. El que no para. El que no se enferma. El que no se queja. Eso genera respeto. Y el respeto genera miedo. Y el miedo genera obediencia. Alberto aprendió esa cadena sin leerla en ningún lado.
Cuando contrató a alguien para ayudar en cosas puntuales, no le salió ser jefe “bueno”.
Le salía ser jefe exacto.
—A las seis —decía.
—Pero…
—A las seis.
No subía el tono. No hacía falta. Su tono era la regla.
El que llegaba seis y diez era un problema. El que preguntaba demasiado era un problema. El que se cansaba era un problema. Alberto no insultaba. Alberto etiquetaba.
Sirve / no sirve.
Granja Ana funcionaba como laboratorio de carácter. Y Alberto estaba saliendo perfecto: duro, constante, eficiente. Y socialmente… disminuido. Porque para él las personas eran un factor de riesgo.
Entonces las reducía a una cosa: rendimiento.
El primer salto comercial serio empezó con algo simple: un pedido grande.
Alguien necesitaba una cantidad importante de mercadería —un lote, un abastecimiento, algo que superaba lo “normal”— y Alberto vio una oportunidad que no era solo plata: era validación. Era demostrar que podía manejar volumen, plazos, exigencia.
Para cumplir, tuvo que moverse como nunca. Gestionó, compró, revendió, ajustó. Se quedó sin dormir. Se levantó a las seis como siempre, pero ese día no se acostó.
Cuando lo logró, cuando entregó, cuando cobró, sintió algo en el cuerpo que no era alegría. Era más frío: era poder.
Ese poder tenía sabor.
Y el sabor pedía más.
Alberto volvió a su habitación esa noche y se quedó sentado en la cama con la ropa puesta. Miró el cuaderno de notas. Números, nombres, tachaduras. Había un orden nuevo ahí, un orden que ya no era solo granja.
Era negocio.
No lo dijo en voz alta, pero lo pensó con una claridad que asusta:
yo no voy a estar toda la vida en el barro.
Ese pensamiento fue el comienzo del resto.
Porque después de la regla de las seis, lo siguiente fue inevitable: la regla de crecer.
Y crecer, en Alberto, no era un deseo.
Era una obligación.
Como si el mundo todavía lo estuviera mirando con aquel papel en la mano, esperando que fracase.
Alberto no iba a hacerle ese favor.