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El Tio Alberto

Novela basada en hechos reales

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


CAPÍTULO 6 — EL PRIMER SALTO

El primer salto no se ve cuando pasa.

Después, con los años, la gente lo cuenta como si hubiera sido inevitable: “Alberto estaba destinado”, “Alberto tenía cabeza”, “Alberto era un animal para los negocios”. Mentira. Nada es inevitable. El primer salto es siempre una mezcla de oportunidad, hambre y una crueldad necesaria: dejar de sentir culpa por querer más.

Alberto empezó a querer más cuando entendió una cosa simple: en la granja trabajaba como un condenado… para ganar como un sobreviviente.

Eso lo ofendía.

No porque la granja fuera poco digna. Al contrario. La granja lo había salvado. Pero Alberto no quería salvarse. Quería imponerse. Quería que el “no te van a tomar” se volviera ridículo, algo que los demás repitieran como chisme: “¿sabías que a Alberto no lo tomaba ninguna fábrica?”

Y se rieran.

Se rieran de la fábrica.

La oportunidad llegó envuelta en algo cotidiano: un pedido grande y una urgencia ajena.

Un hombre apareció una tarde con la cara apurada de los que no tienen plan B. Habló rápido, mirando alrededor como si el tiempo fuera un perro mordiéndole los tobillos.

—Necesito mercadería. Para ya. Mucha.

Alberto lo escuchó sin sonreír. No se apuró a hacer preguntas emocionales. Preguntó detalles.

—¿Cuánta?

—Más de lo que tenés.

Alberto asentía despacio, como si estuviera pensando, pero en realidad estaba calculando riesgo.

Riesgo era la palabra que lo excitaba.

Porque el riesgo era lo contrario del rechazo. En el rechazo, vos no tenés control. En el riesgo, el control depende de vos.

—¿Pagás contado? —preguntó.

El hombre dudó.

Alberto lo miró fijo. Sin agresión, pero con ese filo que no te deja elegir.

—Si no, no.

La frase fue un portazo rápido. El hombre tragó saliva.

—Te puedo dar una parte ahora y el resto cuando entregue.

Alberto negó con la cabeza.

—Contado. O no existe.

Era brutal, pero era claro. Alberto había aprendido temprano que la ambigüedad se paga. Y él no quería pagar.

El hombre miró para el costado, incómodo. Respiró hondo.

—Contado.

Alberto no se alegró. No celebró. Anotó.

—Bien. Mañana.

Cuando el hombre se fue, alguien en la casa dijo lo obvio:

—¿Y de dónde vas a sacar todo eso?

Alberto no respondió al “cómo”. Respondió al “qué”.

—Lo voy a sacar.

Esa noche no durmió. No porque estuviera nervioso. Porque estaba despierto por dentro. La cabeza le corría como una cinta: proveedores, precios, tiempos, camionetas, favores, préstamos cortos, negociación dura.

Alberto no era simpático, pero sabía hablar cuando había plata. Y sabía algo mejor que hablar: sabía insistir.

Al día siguiente salió temprano. A las seis ya estaba en pie, como siempre, pero esa vez no fue al barro. Fue al mercado del comercio. A la parte humana, sucia, donde se negocia y se miente con sonrisa.

Visitó proveedores. Tocó puertas. Algunos lo conocían “del campo”. Otros lo miraban con desconfianza. Alberto no se ofendía. La desconfianza era parte del juego.

—Necesito esto, esto y esto —decía, directo.

—¿Y vos quién sos? —preguntó uno.

Alberto lo miró sin pestañear.

—Soy el que paga.

El proveedor se rió.

—¿Pagás?

—Contado.

La palabra “contado” abría puertas como una llave. Alberto lo entendió ahí con claridad: el dinero no es solo dinero. Es permiso. Es acceso. Es velocidad.

Consiguió mercadería, ajustó precios, apretó márgenes. Subió cosas a camionetas prestadas. Cargó con otros hombres, pero era claro que el dueño de la operación era él. Nadie mandaba. Nadie opinaba.

Se entregaba lo prometido o se moría con la vergüenza.

Y Alberto no negociaba con la vergüenza.

Cuando llegó el momento de entregar, el hombre del pedido estaba esperando, ansioso, como quien apuesta algo grande sin saber si el otro va a aparecer.

Alberto apareció.

La mercadería llegó.

Completa.

En tiempo.

El hombre lo miró como se mira a alguien que acaba de salvarte y, al mismo tiempo, de dominarte.

—Sos un hijo de… —dijo, medio riéndose, medio admirado.

Alberto no se rió. Estiró la mano.

—La plata.

Cobró.

Y en el bolsillo no sintió alegría. Sintió otra cosa: confirmación.

Esa tarde volvió a la habitación y abrió el cuaderno. Anotó lo que había pasado con precisión de cirujano: cuánto compró, cuánto vendió, cuánto ganó, quién respondió, quién dudó, quién falló.

Esa última parte era importante.

Porque Alberto no olvidaba las fallas.

A partir de ese día, algo se corrió. La granja dejó de ser el centro. La granja fue quedando como base, como respaldo, como pasado útil. Alberto empezó a buscar oportunidades que ya no fueran barro y animales.

Buscó volumen.

Buscó movimiento.

Buscó rotación.

Buscó poder.

Ahí aparece la idea del primer local. No como sueño de almacenero simpático, sino como herramienta. Un lugar donde la plata entrara todos los días. Donde el esfuerzo se transformara en sistema.

Un lugar que no dependiera del clima.

El primer local fue humilde. Podría haber sido un almacén, un supermercadito inicial. Pero Alberto no lo vivió como “chico”. Lo vivió como palanca.

Trabajó como un animal para armarlo. Pintó, acomodó, negoció con proveedores, consiguió estanterías usadas, aprendió a ubicar productos para que se vendan solos. Alberto no le decía “marketing”. Le decía “sentido común con malicia”.

Cada decisión tenía filo.

Si la gente compraba pan, lo ponía al fondo.

Así caminaban, miraban, compraban otras cosas.

Si el azúcar se movía, lo ponía visible.

Si algo no se movía, lo sacaba.

Sirve o no sirve.

El local empezó a funcionar.

Y con el local llegó el primer empleado.

Ese fue el verdadero salto: pasar de hacer todo con tus manos a hacer que otros hagan.

El primer empleado era un pibe. Buen tipo, quizás. Con ganas. Con respeto.

Alberto no quiso ser buen jefe. Quiso ser eficaz.

—A las seis —dijo.

—Pero el local abre a las ocho…

Alberto lo miró como si el pibe hubiera dicho una estupidez peligrosa.

—A las seis se ordena, se limpia, se repone, se revisa. A las ocho se vende.

El pibe asintió.

—Sí, Don Alberto.

Ahí aparece el “Don”. El “Don” es otro síntoma de poder: cuando la gente te pone título sin que lo pidas.

Alberto lo aceptó sin emoción. Como si fuera natural.

El pibe llegó a las seis… dos días. Al tercer día llegó seis y cuarto. Un error mínimo. Humano.

Alberto no gritó. No insultó. No amenazó.

Hizo algo peor: lo miró con decepción.

—Llegaste tarde.

—Perdón, Don Alberto, el colectivo—

Alberto levantó la mano.

—No me cuentes tu vida. Llegaste tarde.

El pibe tragó saliva.

—No va a pasar más.

Alberto asintió despacio.

—Más te vale.

Esa fue la forma en que Alberto enseñó disciplina: con miedo limpio.

El miedo, cuando es estable, produce obediencia. Alberto no era psicólogo, pero entendía de resultados.

El local creció. Empezó a moverse. Empezó a tener ritmo propio. La caja sonaba. La mercadería entraba y salía. Alberto se volvió adicto a esa música.

Esa música era su revancha.

Y cuando alguien decía “qué bien te va”, Alberto no agradecía.

Porque en su cabeza, no le “iba bien”.

En su cabeza, recién estaba empezando a ganar lo que le debían.

Una noche, alguien —un familiar, un amigo— le dijo algo que era casi un elogio:

—Te estás matando, Alberto.

Alberto respondió sin mirar.

—Me estoy haciendo.

La frase tenía algo de orgullo, sí.

Y algo más oscuro: Alberto no sabía existir sin construirse.

Lo que venía después —los supermercados, la cadena, la Cámara, los viajes— todavía estaba lejos.

Pero el salto ya había ocurrido.

Alberto había pasado de trabajar para sobrevivir a trabajar para dominar.

Y cuando un hombre cruza esa línea, ya no vuelve a ser el mismo.

Porque ya no busca estabilidad.

Busca expansión.

Y la expansión, en una familia, siempre cobra algo.



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