El Tio Alberto
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
CAPÍTULO 7 — SIETE SUPERMERCADOS
El Tío Alberto no “creció”. Se multiplicó.
La gente, cuando cuenta la historia, la decora: “empezó de abajo”, “con esfuerzo”, “paso a paso”. Es cierto, pero incompleto. Lo que no dicen es la parte fea: para llegar a siete supermercados hay que volverse un tipo capaz de pisar el freno de la empatía sin que te tiemble la pierna.
Porque un negocio chico te permite ser humano. Un negocio grande te exige ser máquina.
Alberto fue eligiendo la máquina.
Al principio fue un segundo local. Después un tercero. Y en algún momento, sin que nadie pudiera señalar el día exacto, el negocio dejó de ser “un lugar” y se convirtió en “una red”. Ahí no alcanza con trabajar: hay que controlar. Hay que delegar y sospechar al mismo tiempo. Hay que tener ojos donde no estás.
Alberto se volvió eso: ojos.
Se levantaba a las seis como si el horario fuera una religión. Lunes a sábado. Y si el domingo descansaba, era solo porque el cuerpo le cobraba la deuda. Igual la cabeza no descansaba nunca. La cabeza hacía inventario.
¿Cuánto stock?
¿Cuánto faltante?
¿Quién está robando?
¿Quién está durmiéndose?
¿Quién me está mintiendo con la sonrisa?
Porque en comercio, cuando el negocio crece, aparece un nuevo animal: el humano oportunista. El que te “hace un vuelto”, el que “se lleva una cosita”, el que “total nadie se da cuenta”. Alberto detectaba eso como si tuviera olfato. Y cuando lo detectaba, no se ponía triste.
Se ponía preciso.
No discutía. No sermoneaba.
Cortaba.
A los empleados no les pedía amor. Les pedía obediencia.
Y la obediencia la conseguía con una mezcla de dos cosas: presencia y miedo.
Alberto aparecía sin avisar. Caía en un local a las nueve de la mañana, cuando el encargado ya se había relajado, cuando el repositor se había permitido respirar. Y de golpe, ahí estaba Alberto, parado, mirando una góndola como quien mira una escena del crimen.
—¿Esto qué es? —preguntaba, señalando un hueco.
—Se vendió, Don Alberto, estoy por reponer—
—No me importa la historia. Me importa el hueco.
Ese era Alberto: un hombre al que la explicación le sonaba a excusa.
Los encargados aprendieron rápido. Si Alberto entraba, el local tenía que parecer una foto. Todo lleno, todo limpio, todo en regla. No por estética: por control. Porque para Alberto el orden era una forma de respeto. Y el desorden era una provocación.
Siete supermercados no se hacen con motivación. Se hacen con obsesión.
Y Alberto estaba obsesionado.
Su familia lo veía cada vez menos. Pero no era solo por horario. Era por otra cosa: Alberto empezó a hablar distinto. Como si el mundo se resumiera a números y a lealtades.
—¿Cuánto te costó eso? —preguntaba, sin contexto.
O:
—¿Quién te dijo eso?
O:
—¿Y vos de qué lado estás?
Esa última frase empezó a aparecer más seguido. En los negocios y afuera. Porque el poder no sabe quedarse en su jaula: se desparrama.
Con siete supermercados, Alberto ya no era “el laburador”. Era “el patrón”. Y el patrón empieza a creer que si controla los locales, puede controlar el resto.
Compró propiedades porque podía. No como inversión fría: como afirmación. Tenía casa, tenía terreno, tenía lugares. Lugares donde nadie lo podía sacar. Lugares que gritaban “acá mando yo” sin necesidad de cartel.
Viajaba por el mundo. Pero no viajaba como turista. Viajaba como alguien que busca confirmación: ver cómo viven los que “están arriba”. Volvía con vinos, con gustos nuevos, con maneras de hablar de hotelería, de restaurantes, de etiquetas.
La colección de vinos fue creciendo como crecen las cosas que reemplazan conversaciones. Botellas caras, botellas raras, botellas con historia. Alberto las mostraba con orgullo serio.
—Este no lo abrís con cualquiera —decía.
Y no hablaba del vino. Hablaba de gente.
Porque en el universo de Alberto había categorías. Él las veía incluso cuando decía que no. Había “cualquiera” y había “los míos”. Había “los que sirven” y “los que estorban”. Había “los que entienden” y “los que opinan”.
La cadena de supermercados le dio algo más que plata: le dio escenario.
Y en ese escenario, Alberto disfrutaba tanto del trabajo como del lugar que ocupaba. Lo respetaban. Lo temían. Lo buscaban. Y cuando te buscan, te sentís necesario.
Alberto necesitaba sentirse necesario.
Por eso trabajaba tanto.
Por eso controlaba tanto.
Por eso se levantaba a las seis como si el mundo dependiera de él.
En algún punto, fue presidente de la Cámara de supermercados. Lo dijeron en voz alta como si fuera un premio. Y lo era. Pero no por prestigio: por poder. Una Cámara te abre puertas, te da contactos, te hace “alguien”.
Alberto ya era alguien, pero la Cámara lo oficializó.
Ahí se acentuó su costado político, ese fanatismo peronista y ultra K que no era simplemente ideología: era carácter. Alberto se sentía parte de algo grande, y necesitaba que los otros se alinearan. No toleraba la disonancia. No en sus locales. No en su casa.
Porque para Alberto, discutir era poner en riesgo el control.
Y el control era su oxígeno.
Mientras tanto, El Vikingo crecía dentro de ese imperio como se crece cerca del fuego: calentándote y quemándote a la vez.
El Vikingo, de chico, trabajó en esos supermercados. No con glamour. Con oficio. Repositor: cargar, acomodar, caminar pasillos hasta que duelan las piernas. Verdulero: manos frías, cajones pesados, olor a fruta madura y a humedad. Aprendió qué se vende, qué se pudre, qué se roba, qué se miente.
Aprendió, sobre todo, cómo funciona el poder en lo chico:
El que manda no levanta cosas. Señala.
El Vikingo veía a Alberto entrar y el clima cambiar. Veía cómo el encargado se tensaba. Veía cómo el empleado se enderezaba. Veía cómo un simple silencio podía ordenar un local entero.
Y también veía otra cosa: Alberto nunca le dio un espacio de mejor calidad.
No era que lo odiara. Era más simple y más cruel: Alberto no “daba espacios”. Alberto los concedía cuando le convenía. Y al Vikingo, tal vez, no lo quería cerca del mando. Por envidia, por desconfianza, por control. O porque en el fondo, Alberto necesitaba que cada uno ocupara su lugar.
Y el lugar del Vikingo era abajo.
Eso no se decía en voz alta. Se sentía en gestos: en los puestos, en las oportunidades que no llegaban, en los “después vemos”, en los límites invisibles.
El Vikingo trabajaba como un animal y, aun así, seguía siendo un chico de depósito. Un pibe útil. Un engranaje.
Y un tipo que se siente engranaje, un día decide ser motor.
Pero eso viene después.
Por ahora, el imperio era de Alberto.
Siete supermercados.
Siete puertas que se abrían para la gente.
Y siete jaulas que Alberto controlaba desde adentro.
Porque un imperio comercial se construye con mercancía.
Y también con miedo.