El Tio Alberto
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
CAPÍTULO 8 — PRESIDENTE DE LA CÁMARA
La presidencia no te cambia. Te confirma.
Cuando el Tío Alberto llegó a ser presidente de la Cámara de supermercados, muchos lo festejaron como si fuera el final feliz. “Mirá hasta dónde llegó”, decían. Como si la vida fuera una película con premios al mérito.
Pero Alberto no lo vivió como premio.
Lo vivió como herramienta.
Ser presidente de la Cámara no era un título para colgar en la pared. Era un lugar desde donde se empuja. Desde donde se negocia con gente que antes ni te atendía. Desde donde tu firma empieza a pesar más que tus palabras.
Y Alberto siempre prefirió el peso.
La primera vez que entró a una reunión “de esas” —las que huelen a café caro, tonos bajos y trajes que no pisan barro— no se sintió intimidado. Se sintió ofendido.
Ofendido por el teatro.
Los saludos largos. Las sonrisas que no son sonrisa. Ese respeto con barniz que se ofrece sin mirar. Alberto venía de otro mundo: el mundo donde una góndola vacía es un problema real y un atraso es plata perdida. No entendía —o no toleraba— a los que trabajaban de “importantes”.
Aun así, aprendió rápido el idioma social del poder. No por cortesía: por estrategia.
En público, Alberto modulaba.
En privado, Alberto se sinceraba.
—Acá todos vienen a salvarse ellos —le dijo a alguien, una vez, saliendo de una reunión.
Y no lo dijo con amargura. Lo dijo como quien describe la temperatura.
Su ascenso a la Cámara también tenía un costado simbólico: era la revancha completa contra aquella fábrica que le había cerrado la puerta. No lo tomaron para “empleado”. Bien. Ahora él hablaba con los que decidían reglas. Con los que ponían condiciones. Con los que podían apretar un precio o abrir un acceso.
Alberto había escalado desde el barro hasta la mesa donde se corta la torta.
Y una vez que estás ahí, hay dos tipos de personas: los que se marean y los que se endurecen.
Alberto se endureció.
Porque para él, el miedo no desaparece con el éxito. Cambia de forma. Antes tenía miedo de que lo rechacen. Ahora tenía miedo de que lo roben, lo enganchen, lo usen, lo bajen.
Y como Alberto no soportaba sentirse vulnerable, se volvió más controlador.
La Cámara lo puso frente a un espejo raro: gente “importante” que no había trabajado ni la mitad que él, pero hablaba como si supiera más. Eso a Alberto lo ponía ácido. No lo decía en público, pero se le notaba en la forma de mirar. En las pausas. En el desprecio silencioso.
Alberto empezó a disfrutar de un talento que siempre tuvo: la presión sin violencia.
No necesitaba gritar.
Preguntaba dos veces lo mismo, con calma.
—¿Me estás diciendo que no se puede?
La primera vez era pregunta.
La segunda era amenaza educada.
Los demás entendían. Porque el poder verdadero es ese: el que no necesita explicarse.
En la Cámara, Alberto consiguió contactos, proveedores mejores, información antes que otros, puertas que se abrían “por ser quien era”. Y con eso, su imperio se hizo más fuerte. El negocio se alimentaba del título.
Pero el título también le alimentó el ego.
Y ahí empezó a crecer una sombra: Alberto confundió autoridad con verdad.
Si él decía algo, tenía que ser así. Si alguien lo contradijo, ese alguien no era “diferente”: era “equivocado”. Y el que está equivocado, para Alberto, es un obstáculo.
La política se coló por esa grieta.
En la Cámara, la política era parte del aire. Llamados, gestos, banderas, alineamientos. Alberto era fanático peronista y ultra K, y ese fanatismo no era una opinión. Era pertenencia. Era su forma de sentir que no estaba solo. Que era parte de algo más grande que él.
Y al mismo tiempo, era su excusa perfecta para ordenar el mundo en “nosotros” y “ellos”.
Porque en política, el fanatismo te da una ventaja: simplifica.
El que está conmigo, vale.
El que no, sospechoso.
El que no, enemigo.
Y Alberto amaba simplificar.
Volvía de reuniones con otra energía. Con un brillo distinto. Como si la presidencia le hubiera dado derecho a ser más duro. Traía historias de poder: quién se arrodilló, quién pidió, quién se vendió, quién quedó mal parado.
Alberto las contaba como se cuentan jugadas de ajedrez.
—A ese lo hice esperar —decía, sin culpa.
Esperar es una manera de humillar. Alberto lo sabía. Y le gustaba. No porque fuera sádico: porque le daba sensación de control.
Con el dinero y el título, Alberto completó el paquete: buen vivir.
Vinos. Restaurantes. Viajes. Propiedades. El yate como símbolo final: la distancia. El lujo más verdadero no es lo caro, es lo lejos. Es poder irte. Es poder desaparecer.
Alberto podía desaparecer cuando quería.
Y eso también es poder.
Pero tanta altura tiene un precio: te deja lejos de los demás sin que te des cuenta. Alberto se volvió más frío. Más distante. Más intolerante. No toleraba el desacuerdo, pero tampoco toleraba la fragilidad ajena.
Si alguien le contaba un problema, Alberto lo achicaba.
—Eso no es un problema.
Si alguien se quejaba, Alberto lo juzgaba.
—Te falta trabajo.
Para Alberto, la gente que sufre “por dentro” era gente que no sabía organizarse “por fuera”. Una visión cruda, injusta, pero coherente con su propia historia: él había transformado una humillación médica en un imperio. Entonces creía que todos podían hacerlo.
Y esa creencia, cuando se vuelve regla, se vuelve crueldad.
En la casa, la presidencia se sintió como un ascenso militar. Alberto empezó a actuar como si todo fuera una institución. La mesa parecía una reunión. Los temas “permitidos” se achicaron. El humor se volvió peligroso. La contradicción, intolerable.
Ahí, El Vikingo lo veía con una mezcla difícil: admiración por el logro y bronca por el trato.
Porque nadie puede negar que Alberto construyó. Que trabajó. Que se levantó a las seis. Que se comió el barro y lo transformó en caja.
Pero El Vikingo también veía la otra mitad: el hombre que no abrazaba, el hombre que te medía, el hombre que te daba lugar solo si le convenía, el hombre que podía echarte de su casa por llevarle la contra en política.
Un día, en medio de una charla familiar, alguien —tal vez sin querer— criticó algo de los K. Una frase mínima.
Alberto, ya presidente, ya hecho, ya blindado, actuó como quien protege un templo.
—En mi casa no —dijo.
Y ese “en mi casa no” no era una frase.
Era una ley.
El Vikingo entendió algo en ese instante: Alberto había construido un imperio para no volver a sentirse débil. Pero en ese mismo movimiento, se había vuelto un hombre incapaz de tolerar lo humano: la diferencia, el error, el desacuerdo.
Y cuando un hombre no tolera lo humano, se queda con lo único que no lo contradice:
Los animales.
El dinero.
El silencio.
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