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El Tio Alberto

Novela basada en hechos reales

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


CAPÍTULO 9 — VINOS MUNDO Y YATE

El Tío Alberto no compraba cosas. Compraba distancia.

Primero fue la cadena. Después el título. Después el prestigio. Y cuando ya no quedaba nada “necesario” por conquistar, empezó lo más peligroso: el lujo. Porque el lujo no llena. El lujo tapa.

Alberto se volvió coleccionista de vinos como otros se vuelven coleccionistas de razones. Botellas alineadas, etiquetas que sonaban a apellido importante, años que la gente pronuncia como si fueran magia. A Alberto no le interesaba la poesía del vino; le interesaba lo que representaba: selección.

—Este no se abre con cualquiera —decía.

Y listo. Con esa frase ordenaba el mundo: quién entra y quién no entra. El vino era un filtro social puesto en una repisa.

La gente cree que la ostentación es gritar “miren lo que tengo”. Alberto no era así. Alberto era peor: Alberto no gritaba. Alberto mostraba lo justo. Lo suficiente para que entiendas que estás en su casa, en su imperio, bajo sus reglas.

El buen vivir le quedaba bien, pero no porque fuera un hombre alegre. Le quedaba bien como le queda bien un traje a un tipo serio: le da forma. Le da estatus. Le da una coraza con estilo.

Viajaba por el mundo. Y cuando viajás por el mundo, podés volverte dos cosas: curioso o soberbio. Alberto se volvía soberbio sin darse cuenta.

Traía palabras nuevas: nombres de lugares, de bodegas, de restaurantes. Comparaba. Medía. Evaluaba.

—Allá sí saben hacer las cosas —decía a veces, con desprecio disfrazado de comentario.

Como si el mundo fuera un ranking.

Como si la vida fuera una planilla.

Compró propiedades. Muchas. No solo por inversión: por control. La propiedad es una forma elegante de decir esto es mío. Es el antídoto del rechazo. Nadie te puede decir “andate” si el lugar se llama con tu apellido.

Y después llegó el yate.

El yate fue otra cosa. Fue símbolo puro. No es un auto caro, no es una casa grande. Un yate es una declaración: yo puedo alejarme incluso del suelo.

El agua tiene ese efecto: te separa. Te deja flotando en un territorio que no pertenece a nadie. Y eso a Alberto le encantaba, porque Alberto siempre necesitó sentir que no le debían nada a nadie.

Cuando compró el yate, hubo quienes se asombraron. Hubo quienes lo envidiaron. Hubo quienes lo aplaudieron. Alberto no pidió aplausos, pero los absorbió igual, como se absorben las cosas que confirman una idea vieja: yo gané.

Lo que nadie veía era lo que se escondía atrás del yate: la necesidad de silencio.

En el barco, nadie te discute. No hay vecinos, no hay empleados cruzándose, no hay familiares opinando. En el barco manda el dueño. Y el dueño, si quiere, no habla.

Alberto podía pasarse horas mirando el agua con una copa en la mano. No como un hombre contemplativo. Como un hombre que hace inventario de su victoria. Había un disfrute frío en eso. Un disfrute que no necesita risas.

En esos momentos, Alberto parecía más humano… pero era una ilusión. Era al revés: parecía humano porque no tenía gente cerca.

Porque con gente, Alberto se volvía tenso.

En la mesa familiar, el lujo empezaba a imponer su propio clima. Ya no era comer. Era estar a la altura. Decir lo correcto. No equivocarse. No contradecir. No incomodar al dueño de casa.

Alberto no decía “me molestás”; lo irradiaba.

Una visita preguntaba, con tono inocente:

—¿Y este vino cuánto sale?

Alberto no respondía el número enseguida. Primero miraba. Evaluaba si la pregunta era curiosidad o vulgaridad.

—No importa —decía al final—. Importa que es bueno.

Y con eso cerraba el tema y dejaba abierta la jerarquía.

Con los animales, en cambio, era otra historia. Con los animales se ablandaba. No mucho, pero algo. Acariciaba un perro. Se quedaba mirando un caballo. Les hablaba en tono real. Un tono sin máscara.

Los animales no lo traicionaban.

Los animales no le discutían política.

Los animales no le pedían afecto.

Los animales, si los cuidás, te siguen.

Eso Alberto lo entendía perfectamente.

La gente, en cambio, le parecía un gasto. Un ruido. Una interferencia. Alberto decía que amaba “el buen vivir”, pero lo que realmente amaba era el control de su entorno. El buen vivir era la estética del control.

Y cuanto más crecía su mundo —propiedades, viajes, colecciones—, más chico se volvía su círculo humano. Porque Alberto no sumaba gente: seleccionaba.

Y seleccionar siempre implica descartar.

El Vikingo veía todo eso desde un lugar incómodo. Por un lado, estaba el brillo: el lujo, la expansión, la historia del tipo que se levantaba a las seis y se armó solo. Por otro lado, estaba lo que no se compraba con plata: la calidez. El lugar. El reconocimiento.

El Vikingo había trabajado en los supermercados. Había sudado en depósito. Había sido repositor. Verdulero. Había puesto el cuerpo. Y aun así, Alberto nunca lo subió de categoría. Nunca le dio un lugar “mejor”. Como si el Vikingo estuviera condenado a ser fuerza, pero no confianza.

Eso, con el tiempo, no solo duele.

Eso enseña.

En cada viaje de Alberto, en cada botella nueva, en cada propiedad comprada, el Vikingo veía una conclusión que no necesitaba palabras:

para Alberto, el éxito era un muro, no un puente.

Y si el éxito es un muro, los que están del otro lado no son familia: son público.

A veces el Vikingo imaginaba cómo sería Alberto si no tuviera nada. Si la granja hubiese sido lo máximo. Si el negocio nunca hubiera explotado. Si su vida no hubiera girado alrededor de ganar.

Y la respuesta lo asustaba: Alberto probablemente hubiera sido más fácil. Menos intolerante. Menos juez.

Pero Alberto no era ese hombre. Alberto era este:

El que colecciona vino y no colecciona amigos.

El que ama animales y evita gente.

El que compra un yate para escuchar el mar en vez de escuchar a los demás.

Y en algún punto, sin que nadie lo dijera, el lujo empezó a mostrar su verdadera cara:

No era felicidad.

Era la forma elegante de estar solo sin admitirlo.

Porque admitir soledad habría sido, para Alberto, admitir debilidad.

Y Alberto no admite debilidad.

Nunca más.


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