El Tio Alberto
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
CAPÍTULO 10 — LA CASA COMO TRIBUNAL
La casa del Tío Alberto no era un lugar para estar. Era un lugar para portarse.
Cuando un hombre construye un imperio, muchos creen que eso lo vuelve grande. A Alberto lo volvió peligroso: le dio una razón para sentirse juez. Y un juez no necesita caer bien. Solo necesita autoridad.
Alberto no gritaba para mandar. Eso sería vulgar. Alberto mandaba con el clima. Con la presencia. Con esa forma de mirar que te revisa por dentro, como si fueras mercadería y él estuviera decidiendo si te pone en góndola o te devuelve al depósito.
En su casa había reglas que no estaban escritas, pero se aprendían rápido. La primera: no se lo contradice. La segunda: no se le pierde el tiempo. La tercera: no se discute política.
O, mejor dicho: se discute política solo si vas a alinearte.
Porque Alberto era fanático peronista y ultra K. Y no era un fanatismo de charla de café. Era un fanatismo con filo. Su identidad estaba atornillada ahí. Si le tocabas eso, le tocabas el orgullo, la historia, la pertenencia. Y Alberto, con el orgullo, no negociaba.
Los domingos —cuando ocurrían reuniones familiares o visitas— se vivían con una tensión rara. No siempre había conflicto, pero siempre había la posibilidad. Como una tormenta estacionada: puede no llover… pero el aire está cargado igual.
El Tío Alberto se sentaba en la cabecera. No porque alguien se lo hubiera dado. Porque nadie se lo discutía. En la mesa, él decidía el ritmo: cuándo se habla, de qué se habla, cuánto dura la gracia. Si alguien hacía un chiste que no le gustaba, el chiste moría solo. Si alguien decía algo “incorrecto”, la conversación se congelaba.
No hacía falta que Alberto levantara la voz. Alcanzaba con una pausa.
Esa pausa era un arma.
A veces la política entraba sola, como entran las cosas en Argentina: por una frase, por un comentario de tele, por un “viste lo que hicieron”. Y ahí empezaba el peligro.
El mecanismo era casi siempre igual.
Primero, alguien decía algo mínimo. Una crítica suave, un “yo no estoy de acuerdo”, un “me parece que…”. Nada grave.
Alberto se quedaba quieto. Tomaba un sorbo de vino. Miraba a la persona como si estuviera fijando un clavo.
—¿Qué dijiste? —preguntaba.
No era para escuchar mejor. Era para darte una segunda oportunidad de retractarte.
Si la persona se reía nerviosa y cambiaba de tema, Alberto ganaba sin pelear. Si la persona insistía… ahí empezaba el juicio.
Alberto argumentaba con violencia sin gritar. Una violencia más sofisticada: la de aplastar con seguridad total. Hablaba de historia, de pueblo, de oligarcas, de enemigos, de traiciones. Y lo hacía con esa impunidad que da el poder económico: cuando tenés plata, tu convicción suena más fuerte.
Si alguien intentaba responder, Alberto lo cortaba con una frase corta:
—No. Estás equivocado.
Listo. No era “yo pienso distinto”. Era “vos estás mal”.
En su casa, el desacuerdo era falta de respeto. Y la falta de respeto, para Alberto, se pagaba.
A veces se pagaba con una mirada que te dejaba chiquito. A veces con silencio. A veces con algo peor: el desprecio explícito.
—¿Vos venís a mi casa a decir esas cosas?
Esa pregunta no era pregunta. Era sentencia.
El que discutía sentía la presión de todos los demás. Porque en esa mesa también estaban los cómplices: los que preferían la paz a la verdad. Los que decían “dejá, no le contestes”. Los que miraban el plato como si el mantel pudiera absorber el problema.
Así se construye un tribunal: con un juez y muchos que no quieren ser acusados.
La vez que El Vikingo lo vio más claro fue una escena simple. Una bobada. Un comentario.
Alguien dijo algo contra los K. No con odio. Con cansancio. Con esa queja que se dice sin calcular.
Alberto dejó la copa sobre la mesa, despacio. Como si estuviera poniendo un sello.
—Acá no —dijo.
La visita intentó reír.
—Dale, Alberto, no te calentés…
Ahí Alberto levantó la vista.
—No es calentarse. Es respeto.
La palabra “respeto” en boca de Alberto significaba obediencia.
El otro quiso justificar:
—Pero yo opino—
—En mi casa, no.
Tres palabras. Frías. Limpias. Finales.
En ese instante, todos entendieron lo que venía. Nadie lo dijo. Nadie lo frenó. Porque frenar a Alberto era ponerse en la lista negra.
La visita insistió, tal vez por orgullo:
—No me vas a decir lo que tengo que pensar.
Alberto no cambió el tono.
—No. Pero sí te puedo decir dónde no lo vas a decir.
Hubo un silencio duro. Un silencio que no era incomodidad: era amenaza.
Y entonces Alberto hizo lo que hacía mejor: cortar.
—Te vas.
No “andate si querés”. No “dejemos acá”. No “cambiemos de tema”.
Te vas.
La persona se quedó inmóvil un segundo, como si el cerebro no procesara que un desacuerdo político podía convertirse en expulsión real. Pero Alberto no esperó a que procesara.
Se levantó. Caminó hacia la puerta. Abrió.
La visita agarró su abrigo como si estuviera en un sueño. Miró a los demás buscando apoyo. No lo encontró. Porque en un tribunal nadie quiere ser el próximo acusado.
Se fue.
Alberto cerró la puerta sin violencia. Volvió a la mesa. Se sentó. Agarró la copa y tomó un trago.
Y siguió hablando de otra cosa.
Como si nada.
Eso era lo que más helaba. No el enojo. La facilidad. La costumbre. La idea de que expulsar a alguien por disentir era tan normal como sacar un producto vencido de la góndola.
El Vikingo lo miró en silencio. Era chico, pero no era tonto. Entendió dos cosas:
La casa no era un hogar. Era un territorio.
En ese territorio, Alberto era ley.
Con el tiempo, ese tribunal se volvió un hábito. La gente se autocensuraba antes de hablar. Elegía palabras blandas. Esquivaba temas. Aprendía a asentir. A reír. A no contradecir. A sobrevivir dentro del clima del patrón.
Y Alberto, alimentado por esa obediencia, se volvió más impermeable. La contradicción ya no era una molestia: era una amenaza personal. Porque Alberto necesitaba ser el que tiene razón. Siempre. Ser el que manda y, además, el que está moralmente parado.
Cuando combinás poder económico con fanatismo político, pasa esto: creés que tu éxito prueba que tu visión es correcta. Alberto se convenció de eso. Como si haber construido siete supermercados fuera una certificado de verdad.
En su cabeza, la vida era simple: él había trabajado, él había ganado, él tenía razón.
Y si alguien lo discutía, no estaba discutiendo una idea.
Estaba discutiendo su identidad.
El Vikingo lo vio repetirse tantas veces que empezó a sentirlo como un destino: si seguía ahí, un día iba a aprender esa forma de ser. O peor: la iba a heredar.
Y ahí, de a poco, se empezó a cocinar lo inevitable.
La pregunta que rompe familias.
La pregunta que crea empresas.
La pregunta que, en el caso del Vikingo, no era filosófica. Era práctica:
¿Qué hago yo en un mundo donde mi lugar siempre es “abajo”?
Pero esa pregunta todavía no se decía en voz alta.
Todavía no.
Porque en la casa del Tío Alberto, las preguntas incómodas eran delito.
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