El Tio Alberto
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
CAPÍTULO 11 — EL VIKINGO EN LAS GÓNDOLAS
El Vikingo aprendió temprano que el trabajo duro no siempre te compra un lugar.
En los supermercados del Tío Alberto se trabajaba de verdad. No era un comercio de barrio donde te sentás a charlar con clientes. Era movimiento constante: cajas que llegan, cajones que pesan, etiquetas, faltantes, reclamos, horarios, gente apurada. Y arriba de todo eso, como un sensor, estaba Alberto: podía no estar físicamente, pero estaba igual. En el miedo. En el ritmo. En la forma en que los encargados se enderezaban cuando se decía su nombre.
El Vikingo entró de chico. No entró como “sobrino” o como “el preferido”. Entró como entra cualquiera: con el cuerpo.
Repositor.
Eso significa caminar pasillos hasta que las piernas se vuelven de madera. Significa levantar cajas como si tu columna fuera un repuesto. Significa ordenar una góndola para que se desordene en veinte minutos. Significa reponer rápido, prolijo, invisible. Si lo hacés bien, nadie te ve. Si lo hacés mal, sos noticia.
Después, verdulero.
Manos frías, uñas negras, olor a tierra húmeda y fruta madura. Cajones que te dejan los dedos marcados. La verdura no perdona: si no rotás, se pudre; si la cuidás demasiado, perdés tiempo; si la maltratás, perdés mercadería. Todo se decide en minutos y se paga en el día.
El Vikingo se movía bien. Aprendía rápido. Se ganaba el respeto de los que trabajan, no de los que mandan. Era de esos pibes que no se quedan quietos, que resuelven, que no lloran.
Y aun así, no subía.
Porque en ese imperio, subir no era cuestión de mérito. Era cuestión de permiso.
Y el permiso lo daba Alberto.
Alberto lo miraba con esa mirada seca, evaluadora, como si el Vikingo fuera parte de la mercadería: útil, sí. Confiable, tal vez. Pero siempre en su lugar. Un lugar de esfuerzo, no de decisión.
El Vikingo empezó a notar la diferencia en las cosas chiquitas. Las cosas que no se dicen, pero te las hacen sentir.
No le daban un puesto mejor “porque sí”.
No le enseñaban lo que de verdad importaba: manejar, negociar, decidir.
No lo sentaban en la mesa donde se habla de números grandes.
Lo dejaban en la trinchera.
Y la trinchera enseña.
En la trinchera ves robos chicos. Ves trampas. Ves encargados que se hacen los vivos. Ves cómo un tipo que habla fuerte consigue cosas que un tipo que trabaja fuerte no consigue. Ves el teatro del poder por dentro, sin maquillaje.
El Vikingo veía a Alberto como una presencia que no protegía: exigía.
Nunca era “qué bien, pibe”. Era “faltó esto”.
Nunca era “te lo ganaste”. Era “hacé más”.
A veces Alberto pasaba por el local. Entraba y el aire cambiaba. Los empleados se ponían en modo foto. El Vikingo lo veía caminar, mirar, detectar. Alberto tenía un talento: encontrar lo que estaba mal sin esfuerzo. Como si buscara fallas por instinto, porque las fallas le confirmaban que él era necesario.
Una vez, el Vikingo había acomodado una góndola perfecta. Perfecta de verdad. Rotación, frenteo, limpieza. Estaba orgulloso. No lo dijo. Pero se le notaba en la postura.
Alberto pasó.
Miró.
Señaló un hueco ínfimo.
—¿Y esto?
El Vikingo respondió rápido:
—Se vendió recién. Ya lo repongo.
Alberto lo miró como si hubiera escuchado una excusa.
—No me interesa cuándo se vendió. Me interesa que esté.
Y siguió caminando.
Ese día el Vikingo entendió una regla que después le serviría para toda la vida:
hay gente que no ve tu esfuerzo; ve tus faltas.
Pero lo peor no era eso. Lo peor era la sensación de techo. Un techo invisible, pero firme.
El Vikingo veía cómo otros, con menos laburo y más chamuyo, se acomodaban mejor. Veía cómo el parentesco no le daba privilegio; le daba vigilancia.
Como si Alberto pensara: a este lo tengo que tener controlado, porque si lo subo, se me acerca.
Y Alberto no quería a nadie cerca.
No cerca de su poder.
No cerca de sus decisiones.
No cerca del mando.
El Vikingo empezó a acumular una bronca silenciosa, de esas que no explotan en gritos: explotan en determinación.
No era odio. Era claridad.
Acá yo siempre voy a ser el pibe que repone.
Podía ser el mejor repositor. Podía ser el verdulero más rápido. Podía dejarse la espalda en los cajones. Podía cumplir el horario y el humor. Igual iba a quedar ahí.
Porque el lugar “de calidad” no era para él.
Era para los que Alberto elegía.
Y Alberto elegía según su lógica: control, lealtad, conveniencia. No cariño. No justicia. No futuro ajeno.
Un día, el Vikingo llegó más temprano que nadie. Todavía no había clientes. El local tenía ese silencio raro de antes de la batalla. Prendió luces, acomodó, limpió. Se quedó un segundo quieto mirando el metro cuadrado de piso, como si estuviera viendo su vida repetida.
Y se le cruzó una idea simple, brutal:
Si me quedo, me convierto en esto.
En un engranaje.
En un hombre con manos rotas y sueños chicos.
En alguien que pide permiso.
Ahí empezó la verdadera salida: no la salida física. La salida mental. El Vikingo empezó a pensar en otra cosa. En computadoras. En sistemas. En un mundo donde el valor no es “aguantar”, sino “crear”. En un mundo donde nadie te mide por la obediencia, sino por la capacidad.
No lo dijo. Porque en la familia del Tío Alberto, decir sueños es exponerse.
Y el Vikingo ya había aprendido que exponerse cerca de Alberto era peligroso.
Así que se calló.
Y trabajó.
Y mientras trabajaba, armó un plan.
No con grandes discursos. Con pasos. Con aprendizaje. Con contactos. Con noches. Con esa misma regla de las seis, pero aplicada a otra cosa: a irse.
Porque el Vikingo entendió algo que Alberto nunca iba a admitir:
el imperio también puede ser una jaula.
Y él no había nacido para vivir enjaulado.
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