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El Tio Alberto

Novela basada en hechos reales

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


CAPÍTULO 12 — EL VIKINGO SE VA

Irse no fue una escena épica. No hubo portazo cinematográfico. No hubo discurso con lágrimas. Con el Tío Alberto, las cosas importantes no se decían: se ejecutaban.

El Vikingo se fue como se van los que aprendieron a no pedir permiso: en silencio, con el plan armado y el corazón duro.

Durante meses había seguido trabajando en los supermercados. Repositor, verdulero, lo que hiciera falta. Cumplía horarios, cargaba cajones, frenteaba góndolas, tragaba bronca. Desde afuera parecía obediencia. Desde adentro era estrategia.

Porque mientras trabajaba, estudiaba.

No tenía un maestro con diploma. Tenía hambre. Tenía esa intuición filosa de los que crecieron en un sistema donde el “lugar” no se regala. Se aprende a buscarlo afuera.

Empezó con informática como se empieza todo cuando no tenés padrinos: con lo que hay. Una computadora prestada, una oportunidad chiquita, un cliente mínimo, un problema para resolver. El Vikingo resolvía. Y cuando resolvés, te recomiendan. Y cuando te recomiendan, el mundo se abre de a centímetros.

Al principio eran arreglos. Después sistemas. Después redes. Después soluciones que otros no podían dar. El Vikingo tenía algo que el Tío Alberto nunca valoró del todo porque no se pesaba en balanzas: creatividad técnica. Capacidad real. Cabeza para construir.

El Vikingo trabajaba con la misma disciplina del imperio, pero con otra energía. En el supermercado el trabajo era repetición. En informática era creación. Y crear te da un tipo de orgullo que no se consigue acomodando cajas.

En paralelo, seguía viendo a Alberto. Seguía yendo a la casa. Seguía sintiendo el clima. La cabecera. El tribunal. Las líneas rojas. La política como pared. El vino como jerarquía. Los animales como refugio.

Y también seguía sintiendo lo más incómodo: que Alberto jamás le daba un lugar de calidad, ni siquiera simbólico. Ni una palabra. Ni un “bien ahí”. Ni un gesto de orgullo.

Como si reconocer al Vikingo fuera ceder.

Como si el éxito ajeno le sacara poder.

La decisión final llegó con una escena mínima, de esas que parecen pequeñas pero te parten por dentro.

El Vikingo estaba en un local. Había resuelto un problema grande: un faltante, un lío con proveedores, una urgencia operativa. Lo había solucionado sin pedir ayuda. Salvó el día.

Cuando Alberto apareció, el Vikingo creyó —por un segundo— que iba a escuchar algo distinto.

Alberto recorrió el local, miró, detectó una falla chiquita y preguntó:

—¿Esto por qué está así?

El Vikingo respiró.

—Ya está resuelto lo otro, Tío. Lo importante está.

Ahí Alberto lo miró. Una mirada fría. No mala. Peor: indiferente.

—Lo importante es todo.

Y siguió caminando.

Esa frase, en cualquier otro contexto, podría ser una lección.

En boca de Alberto, fue otra cosa:

Fue la confirmación de que el Vikingo nunca iba a ser persona ahí adentro. Iba a ser función. Iba a ser herramienta.

Y una herramienta no recibe agradecimiento. Recibe exigencia.

Esa noche, el Vikingo volvió a su casa con una calma rara.

No estaba enojado.

Estaba decidido.

Empezó a mover piezas: renuncias, clientes, contactos, horas. Acomodó su vida como se acomoda una góndola antes de que abra el local: sin estética, con eficacia.

Cuando finalmente lo dijo —porque en algún momento hay que decirlo— lo dijo sin poesía:

—Me voy a dedicar a lo mío.

La familia reaccionó como reacciona la gente cuando alguien rompe un patrón: con mezcla de miedo y crítica.

—¿Y vas a dejar los supermercados?

—Sí.

—¿Y si te va mal?

El Vikingo no contestó con promesas. Contestó con verdad.

—Acá ya me está yendo mal.

Eso fue suficiente.

Se lo dijeron a Alberto.

Alberto lo escuchó como escucha un dato. No como escucha un tío. No como escucha un hombre que va a extrañar. Lo escuchó como escucha un jefe cuando un empleado valioso se le va: calculando el daño.

—¿Se va? —dijo.

—Sí.

Alberto se quedó callado un segundo. Después soltó una frase que parecía neutral, pero tenía filo.

—Que haga lo que quiera.

“Que haga lo que quiera” en Alberto nunca significó libertad. Significó desdén. Significó: no me importa. O, peor: ya vas a volver.

Pero el Vikingo no volvió.

Porque el Vikingo no se fue para descansar. Se fue para construir.

Armó su empresa de informática. Y la armó como se arma un imperio pequeño: con clientes que llegan por urgencia y se quedan por solución. Con horarios largos. Con noches difíciles. Con esa ética de trabajo que aprendió en el lugar más duro: el sistema de Alberto.

Lo irónico era eso: lo mejor que Alberto le había dejado no era un cargo ni un lugar. Era una forma de trabajar. Una forma brutal.

El Vikingo empezó a crecer. Y con su capacidad creó varias empresas tecnológicas más. No por capricho. Por visión. Por hambre. Por revancha.

Y mientras el Vikingo empezaba a ganar su propio mundo, Alberto seguía en el suyo: vinos, propiedades, yate, Cámara, política como frontera, animales como consuelo.

Alberto miraba el crecimiento del Vikingo desde lejos.

No lo celebraba como un hombre feliz.

Lo evaluaba como un competidor. Como un fenómeno. Como una anomalía.

Un día, alguien le dijo:

—El Vikingo está andando muy bien.

Alberto tomó un sorbo de vino, como si la noticia fuera una etiqueta más.

—Mirá vos.

Dos palabras. Nada más.

Pero en el tono había algo que no terminaba de ser indiferencia. Había algo… pinchado. Una cosa mínima: el orgullo que no puede decirse porque mostrar orgullo es mostrar afecto, y Alberto no mostraba afecto.

El Vikingo, por su parte, no buscaba aplausos de Alberto. Los había dejado de buscar hacía años, cuando entendió que ese aplauso era una moneda que Alberto no entregaba.

Aun así, había heridas que no cierran del todo.

Porque por más empresas que crees, por más plata que ganes, por más mundo que te armes… hay una parte de vos que sigue queriendo una frase simple:

Estoy orgulloso de vos.

El Vikingo no la tuvo.

Lo que tuvo fue otra cosa: libertad.

Y esa libertad la pagó caro, como se pagan las cosas importantes: cortando un hilo familiar que, por dentro, ya estaba cortado hacía tiempo.

El Tío Alberto siguió siendo el Tío Alberto: trabajador brutal, emprendedor feroz, fanático político, amante de los animales, distante con la gente. Un hombre que construyó un imperio para que nadie lo volviera a rechazar… y que terminó viviendo dentro de un palacio donde la puerta la abría él, pero el calor no entraba.

El Vikingo siguió siendo el Vikingo: el chico de las góndolas que decidió no pedir lugar, sino inventarlo.

Y si esta historia tiene una moraleja, no es linda.

Es real:

A veces la familia no te impulsa con amor.

Te impulsa con falta.

Y esa falta —bien usada— puede volverte invencible.

Pero nunca te sale gratis.


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