El Tio Alberto
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
CAPÍTULO 13 — EL VIEJO IMPERIO
A los 87, el Tío Alberto ya no tenía que demostrar nada.
Y sin embargo, seguía demostrando.
El cuerpo le había bajado un cambio, pero la cabeza no. La cabeza era el mismo gerente despiadado de siempre: buscando fallas, buscando enemigos, buscando confirmaciones. En su mundo, estar en paz era peligroso. Estar en paz era aflojar.
Y aflojar era volver a ser el chico que salió llorando con un papel en la mano.
Alberto tenía de todo. Propiedades. Vinos. Recuerdos de viajes. Fotos con gente importante. Historias de negociación. El yate como símbolo de distancia. La Cámara como símbolo de poder.
Y tenía algo más: un estilo de vida construido para no necesitar a nadie.
Eso, visto desde afuera, parece libertad.
Visto desde adentro, se parece a otra cosa.
Se parece a una soledad perfecta.
La casa seguía siendo su territorio. No un hogar: un territorio. Con reglas. Con líneas rojas. Con visitas que aprendían a hablar con cuidado. Con familiares que medían palabras como si fueran mercadería frágil.
Alberto seguía siendo fanático, peronista, ultra K. Y seguía siendo imposible llevarle la contra. Porque para él la política no era una conversación: era una prueba de lealtad. El que no estaba “del lado correcto” no era distinto. Era ofensivo.
Y Alberto no perdonaba ofensas.
Nadie le decía “bajá un cambio”. Nadie le decía “no hace falta”. Nadie le decía “estás grande”. Porque en su sistema, aconsejar era faltarle el respeto. Y faltarle el respeto era quedar afuera.
La gente se adapta.
Se adapta a los jefes.
Se adapta a la violencia sin grito.
Se adapta al tribunal.
Eso fue lo que Alberto construyó: un entorno adaptado a él. Un entorno que le decía sí antes de que él preguntara.
Cuando lo visitaban, la escena era casi siempre igual.
Alberto servía vino o lo mandaba servir. Comentaba la botella como si estuviera presentando un trofeo. Hablaba de “buen vivir” como si fuera un valor, cuando en realidad era un filtro: el buen vivir definía quién estaba a la altura de su mesa.
Pero el detalle más pesado era otro: la conversación siempre giraba alrededor de él. Aunque nadie lo propusiera. Aunque nadie lo pidiera. Era como si el aire supiera quién pagaba la cuenta.
Alberto hablaba de trabajo, de negocios, de cómo “antes” se hacía todo mejor. Hablaba con desprecio por los tibios, por los vagos, por los que “se quejan”. Nunca decía “yo tuve suerte”. Decía “yo me rompí el lomo”. Y era verdad. Pero también era una forma de cobrarle al mundo una deuda eterna.
En su casa, el pasado era un arma.
—Yo me levanté a las seis toda la vida —decía, como quien recita una sentencia.
Y no lo decía para compartir. Lo decía para dominar. Para dejar claro que nadie en esa mesa tenía derecho a estar cansado.
Los animales seguían siendo su punto blando. Con los animales Alberto era otro: un tono más bajo, una mano más lenta, un cuidado que no mostraba con humanos. Los perros lo querían sin preguntas. Los animales no le discutían. Los animales no le pedían que se explique.
La gente sí.
Por eso Alberto, con los años, amó más a los animales y menos a las personas.
O peor: se convenció de que las personas no valían el esfuerzo.
Del Vikingo se hablaba poco.
No porque no existiera. Porque incomodaba.
El Vikingo había armado su propio mundo. Empresas de informática. Empresas tecnológicas. Crecimiento. Capacidad. Logros que cualquiera hubiera celebrado.
Alberto no.
Alberto no celebraba lo que no controlaba.
Y el Vikingo era eso: algo grande fuera de su control.
Una vez, alguien se lo dijo como quien tira una noticia para ver qué pasa:
—El Vikingo está creciendo mucho.
Alberto tomó un sorbo, miró la copa, giró el vino como si el vino le importara más que la frase.
—Bien —dijo.
Nada más.
Pero en el “bien” había una cosa rara: un filo. Como si el éxito ajeno fuera una provocación.
Porque en el fondo, el éxito del Vikingo era un espejo. Y Alberto odiaba los espejos que no puede romper.
El Vikingo era la prueba viva de algo imperdonable para Alberto:
Que se puede trabajar duro… sin volverse como él.
Que se puede construir… sin expulsar gente.
Que se puede ganar… sin necesidad de convertir la casa en un tribunal.
Alberto no lo iba a admitir. No porque no lo viera. Porque admitirlo lo obligaría a mirar su propio precio.
Y Alberto no miraba precios emocionales. Miraba precios reales.
El tiempo pasó como pasa siempre: sin pedir permiso.
Alberto llegó a viejo con su imperio armado. Pero el imperio ya no lo necesitaba tanto. Los sistemas se sostienen solos, y eso le pegaba en el orgullo. Porque Alberto había trabajado toda la vida para ser imprescindible.
Cuando dejó de serlo, se notó en su humor. Y en su dureza.
Porque el hombre que vive por control, cuando pierde control, se pone peor.
Y entonces, el final de Alberto no fue una caída. Fue un endurecimiento final. Una consolidación. Una versión más concentrada de sí mismo: menos paciencia, menos filtros, más regla.
El Vikingo seguía afuera, creciendo.
Y Alberto seguía adentro, mandando.
Dos imperios.
Dos maneras de ganar.
A veces, en la noche, Alberto se quedaba solo con una copa y el silencio. Miraba sus botellas como si fueran medallas. Miraba su casa como si fuera un país. Miraba la vida como si todavía estuviera compitiendo con el médico de aquel papel.
Pero el médico ya no estaba.
El enemigo ya no estaba.
Lo único que quedaba era él.
Y en esa soledad limpia, impecable, de lujo y control, se escondía la verdad más cruda del Tío Alberto:
ganó todo lo que quiso… menos lo que no sabía pedir.
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