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La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


Capítulo 1 — Balance en rojo

La oficina tenía un silencio de pecera.

Amparo dejó el bolso en el respaldar de la silla y no encendió la luz grande. Prefería la penumbra amable del monitor, esa lámpara azul que volvía a la gente menos real y a los números más sinceros. Se quedó un momento mirando la pantalla sin tocar nada, como si el gesto de iniciar una sesión fuera ya una confesión.

Afuera, la ciudad seguía con su vida. Dentro, el aire acondicionado funcionaba aunque no hubiese nadie para agradecerlo. Pronexo, en las noches, era una máquina que respiraba sola.

Amparo acomodó la taza a la derecha del teclado con precisión milimétrica. Después alineó una lapicera con el borde de la alfombrilla del mouse. Lo hacía sin pensar. Ordenar era su manera de evitar el temblor.

En la bandeja de entrada había un correo nuevo, resaltado por un asunto demasiado neutro para no ser importante.

Confirmación de transferencia — Recepción.

Amparo lo abrió sin apuro y sin pestañear. En la pantalla aparecieron montos, fechas, referencias. Todo muy correcto, muy limpio, muy de banco. El tipo de limpieza que en realidad era un perfume: algo que se rocía para que nadie huela la sangre.

Leyó una vez y después otra. No por duda, sino por una clase de reverencia. A esos números les había dado forma ella misma durante años. Los conocía como se conoce el cuerpo de alguien después de convivir: por costumbre, por memoria, por asco y ternura mezclados.

En un rincón de la ventana, una notificación mínima indicó que quedaba un paso más.

Pendiente: validación final.

Amparo apoyó la yema del dedo índice sobre el trackpad. La piel le pareció demasiado cálida para un lugar tan frío.

Dejó el cursor quieto.

Pensó en Erik.

No en una imagen romántica, no en el Erik de los primeros años. Pensó en el Erik de los últimos meses juntos: la espalda tensa, el gesto de dueño cuando cruzaba una oficina, la manera de decir “resolvemos” como si el mundo fuera un Excel que se arregla con una fórmula.

Pensó en su risa en aeropuertos. En los hoteles donde el espejo siempre la mostraba parada medio paso detrás de él. En las fotos que nadie imprimía, donde su mano aparecía apenas, como una prueba de que existió.

Pensó en la palabra con la que él había cerrado aquella conversación: confianza.

La confianza era una moneda extraña. Uno la entregaba y el otro la guardaba… hasta que alguien decidía gastarla en otra cosa.

Amparo parpadeó y el cursor se movió apenas, como si tuviera vida propia. La pantalla devolvió un brillo limpio. Parecía pedirle permiso. Parecía esperarla.

Ella retiró el dedo.

No todavía.

Primero abrió una carpeta en el escritorio. El nombre era un detalle casi gracioso, una ironía privada:

TESORERÍA — ARCHIVO.

Adentro, subcarpetas con fechas y letras. Nada llamativo. Nada que un auditor pudiera llamar “raro” sin quedar como paranoico. Amparo vivía de eso: de no ser llamativa.

Seleccionó un archivo y lo abrió. Una lista. No de nombres, sino de rutinas. Horarios. Ventanas. “Errores” típicos. Días en los que Erik viajaba y días en que se quedaba. Días en que hablaba mucho y días en que no respondía. El patrón de un hombre en forma de calendario.

Sobre la mesa, el celular vibró sin sonido. Un mensaje breve:

¿Todo en orden?

Amparo lo miró sin tocarlo. La pantalla del teléfono se apagó sola al cabo de unos segundos. Como si hasta el aparato entendiera que esa noche no era para preguntas.

Volvió al monitor.

Entre los números había algo más: una sensación parecida a estar parada junto a una puerta abierta. Del otro lado, no había un lugar. Había un estado. Uno donde ya no tenía que pedir nada.

Amparo respiró hondo.

En el reflejo oscuro de la ventana vio su cara superpuesta sobre las luces lejanísimas de la avenida. Por un instante se vio como otra persona: una mujer prolija en una oficina vacía, sosteniendo una vida ajena con el pulgar.

Y se oyó pensar, con una claridad que asustaba por lo lógica:

Cuando conocés a alguien de verdad, no necesitás romper cerraduras.

El reloj de la pared marcó una hora exacta, redonda.

Amparo cerró el correo sin confirmar.

Guardó el archivo.

Apagó el monitor.

Y recién entonces, como quien decide entrar en una habitación donde dejó un incendio hace tiempo, tomó el celular y escribió una sola palabra:

Mañana.

La palabra quedó enviada, flotando.

Amparo se puso el saco, agarró el bolso y caminó hacia el ascensor con pasos tranquilos. No miró para atrás.

Porque lo que estaba haciendo no se sentía como un crimen.

Se sentía como un ajuste de cuentas contable.

Tres años antes

La casa olía a comida fría y a bronca reciente.

Erik estaba de pie con la campera puesta, como si separarse fuera también un trámite de aeropuerto. En la mesa, los platos no tocados. En la pileta, dos copas que nadie lavó.

Amparo se sentó y apoyó las manos sobre las rodillas para que él no viera que le temblaban.

—No voy a discutir esto otra vez —dijo Erik, y su voz sonó como cuando daba órdenes en una reunión—. Ya está.

“Ya está” era la frase favorita de los hombres que no querían hacerse cargo de lo que rompían.

Amparo tragó saliva.

—Diez años no se terminan con “ya está”.

Erik exhaló por la nariz, impaciente, y miró alrededor como si la casa le quedara chica. Como si todo lo que habían construido fuera un error de escala.

—No te estoy echando de la empresa —dijo de pronto—. Podés quedarte en Tesorería.

Amparo lo miró sin entender.

—¿Por qué?

Erik dudó un segundo. Apenas. Pero Amparo lo conocía: ese segundo era el lugar donde Erik escondía su culpa.

—Porque sos buena en lo que hacés —respondió—. Y porque no soy… un hijo de puta.

Amparo sintió la frase como un golpe suave y venenoso. No la dejaba por amor. La dejaba por eficiencia. Como quien conserva una herramienta que todavía funciona.

Erik tomó la valija.

—Mañana me voy temprano. Tengo vuelo.

La palabra vuelo le quedó flotando en la habitación como un símbolo de todo lo que él todavía tendría y ella, tal vez, ya no.

Amparo sonrió apenas. No por alegría. Por comprensión.

—Quedate tranquilo —dijo—. Yo cuido tus cosas.

Erik asintió, aliviado, como si acabara de resolver un problema.

No vio el brillo leve en los ojos de Amparo.

No vio que, en ese instante, algo empezó a contabilizarse.

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