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La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


Capítulo 2 — La última cena

Erik llegó tarde.

No “tarde” de reloj. Tarde de espíritu: esa clase de tardanza en la que alguien entra a su propia casa como si ya no fuera suya.

Amparo escuchó la llave antes que el paso. Estaba sentada en la mesa con los platos servidos desde hacía veinte minutos. La comida había dejado de humear. Ahora brillaba con ese aceite frío que parece una advertencia.

—Pensé que no venías —dijo, sin levantar la voz.

Erik se quitó la campera y la dejó en el respaldo de una silla. No en el perchero. Como si no pensara quedarse.

—Se complicó —contestó.

No explicó qué. No era necesario. Para Erik, “se complicó” siempre era una forma elegante de decir vos no entrás en esta parte de mi vida.

Amparo lo miró. Tenía ojeras finas, como líneas de un mapa. Olía a calle y a un perfume que ella no usaba. No era un detalle incriminatorio. Era un detalle nuevo. Y los detalles nuevos, en las parejas largas, son la primera grieta.

—¿Comemos? —preguntó ella.

—Sí. Dale.

Se sentaron frente a frente. Dos platos iguales. Dos vasos. Dos personas que ya no estaban en el mismo lugar.

Erik probó un bocado sin entusiasmo.

—Está rico —dijo.

Amparo asintió. Se sirvió agua con cuidado, sin derramar una gota. Cuando estaba nerviosa, su cuerpo se volvía exageradamente preciso.

—¿Cómo fue tu día? —preguntó, por costumbre más que por interés.

—Mucho. Reuniones. Problemas. Cosas.

Amparo sonrió apenas.

—Cosas.

Erik la observó un segundo. Esa mirada suya de empresario, de alguien que evalúa. Como si estuviera decidiendo si valía la pena abrir una conversación o seguir esquivándola hasta que muriera sola.

Amparo dejó el tenedor.

—¿Lo vas a decir vos o lo digo yo?

Erik exhaló por la nariz.

—No empecemos con eso.

—Ya empezó —dijo Amparo, y fue suave, casi amable—. Hace meses.

Erik bajó la vista al plato. Les pasa a muchos: la comida como escudo. Masticar para no hablar. Tragar para ganar tiempo.

—Estoy cansado —dijo él.

Amparo soltó una risa mínima, sin alegría.

—Yo también.

Silencio.

En la cocina, la heladera hizo un clic. El sonido pareció demasiado fuerte. Como si la casa quisiera intervenir.

Erik levantó la mirada.

—No es solo cansancio.

Amparo esperó. No interrumpió. Aprendió eso en Tesorería: cuando alguien está a punto de decir algo importante, lo peor que podés hacer es apurarlo. Las personas se traicionan solas si les das espacio.

—Siento que estamos… —Erik buscó la palabra—… trabados.

—¿Trabados? —repitió Amparo—. ¿Como una transferencia rechazada?

Erik la miró raro. Ella se arrepintió de la comparación. No porque fuese incorrecta, sino porque lo delataba: su cabeza ya estaba en números. En control.

—No hagas chistes —pidió él.

—No es un chiste —dijo Amparo—. Es la única forma en la que te interesa hablar conmigo. Si es operativo.

Erik frunció el ceño.

—No es así.

—Sí es así.

Erik apoyó los codos en la mesa, juntó las manos.

—Quiero algo más formal, Amparo.

Ella se quedó quieta. Había imaginado muchas frases. Esa era una de las menos peligrosas y, aun así, le dolió. Porque “más formal” no sonaba a amor: sonaba a plan de empresa.

—¿Más formal qué? —preguntó—. ¿Casamiento? ¿Hijos? ¿Un Excel con metas?

Erik apretó la mandíbula.

—No te burles.

—No me burlo. Me defiendo —dijo ella.

Erik tragó, como si esa palabra le hubiese pegado en el pecho.

—No te quiero perder —dijo, al fin—. Pero tampoco puedo seguir así.

Amparo lo miró largo. En su cara había algo que ella conocía mejor que nadie: la manera en que Erik esperaba que el mundo se acomodara a sus necesidades si él las explicaba con suficiente calma.

—¿Y cómo “así”, Erik? —preguntó—. ¿Así como soy?

Erik abrió la boca y la cerró. En ese segundo, Amparo supo la respuesta que él no quería decir.

—Yo no quiero hijos —dijo ella, antes de que él se animara—. Y no quiero casarme para que te quedes tranquilo. Si querés papeles, andá a firmarlos con tu contador.

Erik la miró como si ella hubiera cruzado una frontera.

—Siempre lo llevás a lo mismo —murmuró.

—A lo real —corrigió Amparo—. A lo que se escribe. A lo que obliga.

Erik se levantó de la mesa. Caminó hasta la ventana del living. Se quedó mirando afuera, como si el vidrio pudiera darle una salida.

—No se trata de papeles —dijo—. Se trata de… de construir algo.

Amparo se paró también, pero no se acercó. Se quedó a distancia. No quería rogar; no quería ofrecer; no quería aparecer desesperada. A esa altura, el orgullo era lo único que todavía sentía propio.

—Construimos diez años —dijo ella—. ¿O eso no cuenta?

Erik se giró.

—Cuenta. Y por eso…

Se cortó. Ese “por eso” era el borde del precipicio.

Amparo sintió el latido en la garganta. Bien alto. Bien claro. Pero su cara siguió tranquila.

—Decilo —pidió.

Erik pasó una mano por su pelo, como si quisiera borrarse una idea.

—Creo que ya no somos lo mismo.

Amparo sostuvo la mirada. No parpadeó.

—¿Y desde cuándo lo sabés?

Erik no contestó de inmediato.

—Desde hace un tiempo.

Amparo asintió, como si la frase fuese un informe.

—¿Un tiempo cuánto?

Erik apretó los labios.

—No lo sé.

—Sí lo sabés —dijo ella—. Solo que no te conviene decirlo.

Erik se acercó a la mesa. Levantó su vaso sin beber. Lo dejó.

—No quiero que esto sea una guerra.

Amparo sintió que algo dentro de ella se soltaba. No un llanto. Una cuerda. Una tensión que llevaba meses sosteniendo.

—Las guerras empiezan cuando uno se cree el dueño de la paz —dijo, y su voz salió más fría de lo que esperaba.

Erik la miró fijo.

—No te estoy atacando.

—Me estás reemplazando —dijo Amparo.

Erik frunció el ceño como si esa palabra fuese injusta.

—No hay nadie más.

Amparo lo miró un segundo y decidió no discutir ese punto. No porque le creyera, sino porque entendió algo más grande: aunque no hubiese nadie, él ya se había ido igual.

Erik bajó el tono.

—Podemos hacerlo bien.

Amparo apoyó una mano en el respaldo de su silla.

—¿Bien para quién?

Erik no respondió.

Amparo sintió ganas de decirle cosas que había guardado. Que ella también se sentía sola. Que ella también se había perdido. Que estar al lado de Erik era como vivir cerca de un aeropuerto: todo el tiempo había despedidas.

Pero eligió otra cosa.

Elegió ser clara.

—Si te vas, te vas —dijo—. No hagas eso de irte en cuotas.

Erik la miró como si esa frase le diera permiso y culpa al mismo tiempo.

—No quiero lastimarte.

Amparo sonrió, apenas.

—Ya lo hiciste.

Silencio.

Erik miró alrededor. La casa. Las cosas. El cuadro que habían comprado en un viaje. Una taza con una rajadura pequeña que Amparo nunca tiró.

—Mañana tengo vuelo —dijo, como si fuese un argumento.

Amparo asintió.

—Siempre tenés vuelo.

Erik se quedó quieto. Por primera vez en meses, parecía no tener una respuesta rápida.

Amparo respiró hondo.

—¿Qué querés hacer, Erik?

Erik abrió la boca. La cerró. Y finalmente dijo:

—Separarnos.

La palabra quedó en el aire. No hizo ruido. Pero se sintió como un apagón.

Amparo no se sentó. No lloró. No gritó. No le tiró el plato. Lo que hizo fue peor para él: se quedó en calma. Esa calma de Tesorería, la calma de alguien que ya está haciendo las cuentas mientras el otro todavía está discutiendo emociones.

—Bien —dijo.

Erik abrió los ojos, sorprendido.

—¿Bien?

—Bien. Si eso querés, bien —repitió Amparo.

Erik dio un paso hacia ella.

—Amparo…

Ella levantó una mano.

—No. No hagamos escenas. Tenemos cosas que resolver.

Erik tragó.

—No quiero que pierdas tu lugar.

Amparo lo miró.

—¿Mi lugar?

—Tu trabajo —corrigió Erik—. Tesorería es tuyo. Te lo ganaste.

Amparo sintió el golpe exacto donde él no sabía que dolía. “Es tuyo.” Como si él pudiera concederle algo que siempre le perteneció por mérito.

—Qué generoso —dijo, sin veneno visible.

Erik interpretó esa frase como alivio.

—En serio. No soy un hijo de puta.

Amparo sostuvo la mirada y asintió despacio.

—No —dijo—. No sos un hijo de puta.

Y eso, por cómo lo dijo, no fue un perdón. Fue una anotación.

Erik agarró su campera. Miró la mesa con la comida intacta. Pareció dudar.

—Me voy a dormir al cuarto de huéspedes —dijo.

Amparo se encogió de hombros.

—Hacé lo que quieras.

Erik se fue caminando por el pasillo. La casa crujió bajo sus pasos. Sonó como si todo lo que habían sido se acomodara en el piso.

Amparo no se movió hasta que escuchó la puerta del cuarto cerrarse.

Entonces miró la mesa.

Los platos servidos. El tenedor. El vaso. Como un escenario después de la función, cuando el público se fue y quedan solo los objetos.

Amparo levantó su propio plato y lo llevó a la cocina. No lo tiró. No lo rompió. No hizo drama.

Lo lavó.

Uno por uno.

Lento.

Con una prolijidad que ya no era doméstica, sino estratégica.

Cuando terminó, fue a la entrada y miró el llavero colgado junto a la puerta. Había una llave vieja, gastada, que Erik le había dado el primer año.

Amparo la tocó con dos dedos.

No la sacó.

Todavía.

Apagó la luz de la cocina y se quedó un instante en la oscuridad.

En el pasillo, detrás de una puerta cerrada, Erik respiraba como si hubiese ganado una batalla difícil.

Amparo, en cambio, sintió que acababa de empezar otra cosa.

Una cosa más larga.

Más silenciosa.

Más calculada.

Y mientras subía la escalera hacia su cuarto, pensó, con una claridad incómoda:

Si me deja las llaves, es porque no entiende lo que significan.

(Fin del Capítulo 2)

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