La Tesorera Sombra
Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
Capítulo 3 — Cláusula sentimental
La mañana siguiente no tuvo drama.
Tuvo café.
Erik estaba en la cocina con la valija abierta sobre una silla, como si el equipaje fuera una excusa para no mirarla a la cara. Amparo entró descalza, con el pelo recogido de cualquier manera, y lo primero que vio fue el pasaporte sobre la mesa.
El pasaporte siempre ahí. Como una promesa. Como una amenaza.
—Buen día —dijo ella.
—Buen día —respondió Erik, demasiado correcto.
Amparo abrió la alacena, sacó una taza. La misma de siempre. La que tenía una rajadura finita cerca del borde. Erik la odiaba; a ella le gustaba justamente por eso: porque seguía funcionando.
Puso la pava. Esperó.
No hablaron.
Erik dobló una camisa con cuidado, la apoyó arriba de otras. Parecía una coreografía aprendida: ordenar afuera para no desordenarse adentro.
Amparo, en cambio, se movía lenta. No por tristeza. Por observación.
Cuando el agua hirvió, ella cebó el café. El ruido del líquido en la taza llenó la cocina como si fuese un audio demasiado íntimo para ese momento.
—Me voy en dos horas —dijo Erik, sin mirarla.
Amparo revolvió el café.
—Ya sé.
Erik cerró la valija. El clic de las trabas sonó definitivo. A él le gustaban esos sonidos: los que convierten una decisión en objeto.
—Tenemos que hablar de… de lo práctico —dijo.
Amparo tomó un sorbo y asintió, como si estuviera en una reunión.
—Dale.
Erik se apoyó en la mesada, cruzó los brazos.
—No quiero que te falte nada.
Amparo lo miró por encima del borde de la taza.
—¿Nada qué?
—Dinero. Obvio —dijo él, y la palabra “obvio” le salió como una defensa.
Amparo dejó la taza sobre la mesa con suavidad.
—No te preocupes por eso. Trabajo con vos.
Erik frunció el ceño, como si esa frase le complicara el guion.
—Sí, pero… —buscó—. No quiero mezclar las cosas.
Amparo sonrió apenas.
—Erik, literalmente yo mezclo tus cosas. Soy Tesorería.
El chiste fue mínimo, pero clavó donde tenía que clavar. Erik desvió la mirada. No le gustaba que ella tuviera razón con una sola línea.
—Voy a pedirle a Recursos Humanos que formalice que seguís en tu puesto —dijo, tomando un tono corporativo—. Que esto no afecte tu trabajo. Ni tu salario. Ni nada.
Amparo asintió con calma. Por dentro, una parte de ella se encendió. No era felicidad. Era la constatación de algo.
Así que así lo vas a resolver: con un trámite.
—Ok —dijo ella—. Hacelo.
Los dos se quedaron en silencio un segundo.
Erik lo rompió:
—También deberíamos hablar de la casa.
Amparo lo miró.
—¿Qué querés hacer?
Erik se pasó la mano por la frente. Estaba nervioso. Se notaba en ese gesto.
—Yo… viajo mucho. Vos lo sabés. No me voy a poner a mudarme ahora.
Amparo sostuvo la mirada.
—Ajá.
Erik interpretó ese “ajá” como permiso.
—Podés quedarte acá. Por ahora —agregó rápido—. Hasta que…
Se detuvo. No sabía hasta que qué. Hasta que ella se calmara. Hasta que él conociera a alguien. Hasta que el tiempo hiciera el trabajo sucio.
Amparo tragó, despacio.
—¿Hasta que me reemplaces también acá?
Erik abrió los ojos.
—No. No es eso.
—Es eso —dijo Amparo, suave—. Solo que todavía no tiene nombre.
Erik respiró hondo. Se obligó a bajar el tono.
—No quiero pelear.
Amparo se levantó y fue hasta la heladera. Abrió la puerta, miró adentro como si buscara algo que no estaba: una explicación.
—No estoy peleando —dijo, sin girarse—. Estoy tratando de entender cómo pensás.
Erik se acercó a la mesa.
—Amparo, lo nuestro se terminó. Pero no hace falta que sea… hostil.
Amparo cerró la heladera y lo miró de frente.
—Hostil sería echarme de todo.
Erik parpadeó, incómodo.
—No voy a hacer eso.
—Bien.
La palabra “bien” salió idéntica a la del día anterior: sin emoción visible. Un “bien” administrativo.
Erik asintió, aliviado. Se notó. A Erik le gustaban los acuerdos rápidos.
—Entonces quedamos así —dijo—. Te quedás en Tesorería. Seguís manejando pagos, cuentas, todo como siempre. Y en casa… te quedás, al menos por ahora.
Amparo lo miró largo.
—¿Y vos?
—Yo… —Erik buscó—. Voy y vengo. Ya sabés.
Amparo asintió de nuevo.
—Ya sé.
Erik se inclinó y tomó el pasaporte de la mesa. Lo guardó en el bolsillo de la campera con un cuidado casi supersticioso.
—No quiero que esto nos arruine la vida a los dos —dijo.
Amparo lo observó. La frase era sincera, en su cabeza. Lo peor es que, en su cabeza, era noble.
Pero para Amparo sonó a otra cosa:
No quiero consecuencias.
—Tranquilo —dijo ella—. No te voy a arruinar nada.
Erik sonrió, aliviado otra vez.
—Gracias.
Amparo devolvió una sonrisa pequeña. Lo justo para que él la interpretara como paz.
En realidad, era otra cosa: era la primera firma invisible.
El celular de Erik vibró. Lo miró. Un mensaje. Él contestó rápido sin darse cuenta de que Amparo estaba mirando su cara, no la pantalla.
—Me están esperando abajo en una hora —dijo.
—¿Quiénes? —preguntó Amparo.
Erik levantó la vista como si se hubiera olvidado de que existía esa pregunta.
—Los chicos. Tenemos una reunión antes de salir al aeropuerto.
Amparo asintió.
—Ah.
Erik cerró la valija y la puso junto a la puerta. Revisó los bolsillos. Llaves, billetera, pasaporte. El checklist de un hombre que no se permite olvidar.
Amparo se apoyó en el marco de la puerta de la cocina, cruzó los brazos.
—Necesito que me confirmes algo —dijo ella.
Erik la miró.
—Decime.
—En la empresa… ¿vas a decir algo? ¿O vamos a fingir que nada pasó?
Erik tardó un segundo. En ese segundo se vio el cálculo.
—Voy a decir lo justo —respondió—. No quiero chimentos.
Amparo sonrió apenas.
—Obvio.
Erik volvió a asentir, cómodo con ese “obvio” compartido.
—No me gustaría que la gente se meta.
Amparo inclinó la cabeza.
—La gente siempre se mete, Erik. La diferencia es si vos les das el guion o lo inventan.
Erik desvió la mirada. No le gustaba. Pero no discutió.
—Lo manejo —dijo.
Amparo asintió.
—Claro.
Erik agarró la valija. Abrió la puerta. El pasillo del edificio estaba quieto, con ese olor a limpieza barata y mañana normal.
Se giró hacia ella.
—¿Querés… que te abrace?
La pregunta sonó rara, tardía, como si la hubiera encontrado en un manual de “cómo ser buena persona después de separarte”.
Amparo lo miró. Podía decir que sí. Podía decir que no. Podía llorar. Podía hacer algo humano.
Eligió lo más peligroso para ambos: eligió ser impecable.
—No hace falta —dijo.
Erik pareció herido, pero no insistió. Bajó la vista. Y entonces ocurrió el gesto mínimo que ella recordaría durante años.
Erik sacó del bolsillo un manojo de llaves. Separó una.
—Te dejo esta —dijo—. Por si necesitás. Es la del estudio.
Amparo estiró la mano y la tomó.
El metal estaba tibio, recién salido de su bolsillo. Parecía vivo.
—Gracias —dijo ella.
Erik sonrió, como si acabara de hacer un acto generoso.
—Cuidate.
—Vos también —respondió Amparo.
Erik salió al pasillo y cerró la puerta. El clic de la cerradura sonó limpio, igual que el de la valija.
Amparo se quedó mirando la llave un segundo.
Después la guardó en su bolsillo, lento, como si fuera un documento.
Se dirigió a la ventana del living. Abajo, Erik cargaba la valija en el auto. Hablaba con alguien. Reía. Ese tipo de risa fácil que aparece cuando uno siente que evitó una catástrofe.
Amparo lo observó desde arriba.
No lloró.
Lo que sintió fue otra cosa: una especie de nitidez.
Como si, por primera vez en mucho tiempo, la vida le hubiera mostrado su tablero.
La casa era una pieza. La empresa era otra. Las llaves eran una línea directa entre ambas.
Y Erik acababa de decirle, sin querer y sin saberlo:
Confiá en mí. Te dejo acceso.
Amparo metió la mano en el bolsillo y tocó la llave.
Sonrió apenas.
Muy apenas.
Porque ya entendía algo que Erik todavía no:
la confianza no se rompe. Se usa.
(Fin del Capítulo 3)