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El Tio Alberto

Novela basada en hechos reales

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


CAPÍTULO 2 — GRANJA ANA

Granja Ana no nació como un sueño. Nació como una salida.

No había épica en el barro. No había poesía en el olor. Había rutina. Y la rutina, cuando se repite sin pausa, te cambia la cabeza.

Al principio era todo improvisado: alambre torcido, madera reciclada, clavos que no querían entrar, un corral armado “para safar” que igual había que arreglar todos los días. Alberto miraba esas cosas y no veía precariedad. Veía control posible.

La gente cree que el trabajo te vuelve bueno. No. El trabajo te vuelve eficaz. Y la eficacia, en Alberto, fue tomando un gusto particular: el gusto de mandar en un mundo que no lo podía rechazar.

Los animales llegaron de a poco y, sin embargo, parecían muchos. Gallinas que se escapaban por huecos ridículos, conejos que mordían cuando los levantabas mal, un chancho que gritaba como si estuvieran matándolo aunque solo le faltara comida. Cada animal traía su pequeña tiranía.

Alberto se levantaba a las seis. A esa hora la vida todavía no opina: solo exige.

Salía con frío, con sueño, con el cuerpo en piloto automático. El aire le pegaba en la cara y le acomodaba la bronca. Caminaba hasta el corral y lo primero que escuchaba era el ruido de lo vivo: hambre, movimiento, patas, picos, respiración. Nadie le preguntaba cómo estaba. Nadie lo felicitaba. Nadie lo compadecía.

Eso le gustaba.

Porque la compasión humilla.

El mundo humano ya le había mostrado cómo era: un papel, una firma, un “no te van a tomar”. En cambio, en la granja no existía el “no te van a tomar”. Existía el “si no lo hacés, se muere”.

Alberto aprendió rápido. Limpiar, alimentar, curar. Aprendió a reconocer cuándo un animal estaba raro antes de que se notara. Aprendió a moverlos, a separarlos, a ordenar.

Ordenar era la palabra.

Y el orden empezaba a darle placer.

Si había barro, se sacaba.

Si había olor, se limpiaba.

Si había ruido, se controlaba.

Si un animal se enferma, se actúa.

Causa y efecto.

Un sistema.

A Alberto le encantaban los sistemas porque no discuten. Los sistemas funcionan o no funcionan. Y si no funcionan, se arreglan.

La gente, en cambio, discute por deporte.

En Granja Ana no había espacio para el sentimentalismo. Había días en que había que hacer cosas feas. Cosas que nadie cuenta en una historia “linda”: sacrificar, descartar, decidir rápido para que el resto siga.

Alberto tomaba esas decisiones con una frialdad que, en ese contexto, no era crueldad: era supervivencia. Pero la mente no separa tanto. Lo que practicás, se te pega.

Con el tiempo, esa frialdad empezó a salir también fuera de la granja.

En la casa, Alberto hablaba poco. Comía y se iba. Si alguien preguntaba mucho, respondía menos. Si alguien se metía donde no debía, Alberto lo miraba fijo, como diciendo sin decir: no me rompas el ritmo.

Su papá lo observaba. No lo frenaba. Quizás porque lo entendía. Quizás porque el padre también era de esa escuela: la escuela donde el cariño se prueba con actos, no con palabras.

Un día, el padre le dijo:

—Los animales te entienden.

Alberto no respondió.

El padre siguió, sin emoción:

—Con la gente vas a tener que aprender otra cosa.

Alberto se encogió de hombros.

—La gente habla demasiado.

No era una frase de adolescente. Era una conclusión.

En Granja Ana, Alberto encontró algo parecido a la paz. Una paz rara: no la de descansar, sino la de mandar. La de saber que, al menos allí, el mundo no lo iba a expulsar por un soplo.

Pero la paz también tenía un precio.

Porque cuanto más cómodo te sentís mandando, menos tolerás negociar.

Y negociar es lo que hacen los que no tienen poder.

Alberto empezó a llevar cuentas. No con ternura, con precisión. Anotaba cuánto comían, cuánto costaba, cuánto rendía. No le interesaba “qué lindo” estaba el animal. Le interesaba si era rentable.

Lo rentable era lo real.

La granja fue su primera escuela de negocio. Ahí aprendió algo que después sería su religión:

el trabajo no se discute; se hace.

Y aprendió otra cosa, más peligrosa:

si algo no sirve, se reemplaza.

Alberto no lo pensaba como maldad. Lo pensaba como lógica.

Si una gallina no pone huevos, se cambia.

Si un alambrado no aguanta, se refuerza.

Si un proveedor falla, se lo corta.

Después, con los años, esa misma lógica la aplicaría a las personas. Y ahí es donde la historia se vuelve incómoda.

Porque un hombre que se acostumbra a reemplazar lo que no sirve, un día empieza a reemplazar afectos. Empieza a cortar vínculos como si fueran cables viejos. Empieza a creer que el que no suma, resta.

Y el que resta… afuera.

Eso todavía no se veía del todo. Pero ya se estaba cocinando.

Una tarde, Alberto volvió con un perro. No uno de raza, no uno “de catálogo”. Un perro cualquiera, encontrado, medio flaco.

Lo llevó al patio. Le dio agua. Le dio comida.

La familia lo miró como si fuera la primera vez que lo veían hacer algo gentil.

—¿De dónde lo sacaste? —preguntaron.

Alberto se encogió de hombros.

—Estaba ahí.

Era lo máximo de ternura que podía permitirse: un acto sin explicación.

El perro lo siguió por todos lados. Se pegó a él como se pegan los que saben reconocer autoridad. Y Alberto, sin decirlo, lo aceptó.

Con el perro hablaba más que con los humanos. No por conversación: por órdenes. Por tono. Por presencia.

—Vamos.

—Quieto.

—Acá.

El perro obedecía. Y Alberto sentía, por dentro, esa calma de sistema funcionando.

Esa noche, sentado en la mesa, alguien hizo un comentario sobre su manera de ser.

—Estás medio… distante, Alberto.

Alberto ni levantó la vista del plato.

—Estoy ocupado.

—Pero…

Ahí sí levantó la mirada. Una mirada seca. Sin grito.

—¿Querés ayudar? Ayudá. Si no, no estorbes.

Se hizo silencio. Nadie insistió. Porque Alberto ya tenía otra cosa también: autoridad.

La autoridad no se pide. Se instala.

Y Alberto la instalaba sin amabilidad.

Granja Ana siguió creciendo. Y con ella, Alberto. Empezó a vender. Empezó a conocer gente que compraba. Empezó a entender cómo se negocia sin rogar.

Sacó una conclusión que lo acompañaría toda la vida:

Si pedís, perdés.

Entonces dejó de pedir.

En su cabeza, el mundo se dividió en dos tipos de personas: las que trabajan y las que opinan. Las que hacen y las que hablan. Las que cumplen y las que discuten.

Alberto eligió su equipo.

Y a los demás, con el tiempo, los iba a despreciar en silencio.

Esa es la parte fea de la disciplina: cuando se convierte en soberbia. Cuando pensás que tu sacrificio te da derecho a juzgar a los demás.

Alberto todavía era joven. Todavía no tenía supermercados. Todavía no era presidente de nada.

Pero ya tenía lo más importante: una forma de mirar la vida.

Sin romanticismo.

Sin pausa.

Con una sola pregunta, siempre:

¿Sirve o no sirve?

Y Granja Ana, con su barro y sus animales, fue el lugar donde Alberto aprendió a hacer esa pregunta sin culpa.

Porque la culpa, en el imperio que estaba por construir, iba a ser un lujo que no se iba a permitir.


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