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La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


Capítulo 4 — Llaves que no se devuelven

El lunes fue una actuación.

Amparo llegó a Pronexo a la misma hora de siempre, con la misma ropa sobria de siempre, el mismo paso tranquilo de siempre. Saludó al guardia. Saludó a la recepcionista. Sonrió lo justo.

El truco de sobrevivir a una separación en el trabajo era simple: no darle al mundo un lugar donde clavar los dientes.

En el ascensor, el espejo le devolvió una cara que parecía intacta. Ojeras leves, sí. Pero nada dramático.

Cuando se abrieron las puertas del piso, el aire tenía ese olor conocido a café y plástico de impresora. Amparo se sintió extrañamente aliviada. Ahí, al menos, las emociones no importaban. En Tesorería, lo único que importaba era que los números cerraran.

Caminó hacia su escritorio.

Y vio que alguien ya estaba ahí.

Paula, de Administración, fingía revisar unos papeles apoyada contra el borde del escritorio de Amparo. Fingía mal. Tenía esa sonrisa de “no sé nada pero sé todo”.

—Buen día —dijo Paula, demasiado alegre.

—Buen día —respondió Amparo, sin detenerse.

Dejó su bolso, encendió la computadora, sacó una carpeta. Todo con la calma de una cirujana.

Paula se aclaró la garganta.

—Che… ¿cómo estás? —preguntó, y la pregunta venía envuelta en otra pregunta más grande.

Amparo no miró a Paula. Miró la pantalla encendiendo.

—Bien —dijo.

Paula se balanceó un poco, buscando la grieta.

—Me dijeron que… que Erik viajó.

—Sí —contestó Amparo.

Paula esperó. Nada.

—¿Y vos…? —insistió Paula, y la frase quedó colgando como un anzuelo.

Amparo se giró recién entonces. La miró a los ojos sin hostilidad, sin miedo, sin nada. Solo presencia.

—Paula —dijo, amable—. Si necesitás algo de Tesorería, decime. Si no, tengo que trabajar.

Paula pestañeó. Sonrió más fuerte, como si la sonrisa pudiera salvarla del ridículo.

—No, obvio. Perdón. Es que…

—Estoy bien —repitió Amparo—. Gracias.

Paula tragó saliva. Hizo un gesto con las manos, excusa. Se fue.

Amparo volvió a la pantalla.

Y ahí lo vio.

Un correo reenviado por Recursos Humanos:

“Reestructuración interna — Tesorería”

Amparo abrió el mail con un clic limpio.

No decía “separación”. No decía “ruptura”. No decía “ex pareja”.

Decía:

“A partir de la fecha, Amparo Vidal continúa desempeñándose como responsable de Tesorería, reportando directamente a Dirección. Se informa para evitar confusiones operativas.”

Operativas.

Amparo sonrió apenas. Erik había cumplido su promesa, sí. Pero también se había ocupado de controlarlo todo: la narrativa, el rumor, el agujero.

Amparo bajó hasta ver los destinatarios. Medio piso copiado. Incluso gente que no necesitaba saber nada.

Para evitar confusiones, pensó.

No por ella. Por él.

Su celular vibró. Un mensaje de un número conocido, guardado sin nombre.

¿Cómo amaneciste?

Amparo no respondió. Bloqueó el teléfono y lo dejó boca abajo.

Primero, trabajo.

Abrió el sistema bancario. Entró al tablero general. Revisó movimientos. Confirmó pagos programados. Todo normal.

Después abrió el software de gestión: cuentas, proveedores, autorizaciones.

Y ahí, en un recuadro pequeño, apareció la primera señal de algo que iba a crecer.

“Actualización de seguridad: se modificaron permisos de acceso.”

Amparo frunció el ceño.

Clic.

Una lista.

Erik había cambiado permisos. No todos. Solo algunos. Como si alguien le hubiera aconsejado “resguardate” sin querer hacerlo evidente.

Amparo recorrió la lista con los ojos. Su nombre seguía como admin. Su rol seguía intacto. No la había tocado.

Eso debería tranquilizarla.

La inquietó.

Porque significaba que Erik había pensado en seguridad… y había decidido dejarla afuera de ese pensamiento. Como si ella no existiera como riesgo.

Amparo cerró la ventana.

Su bandeja volvió a cargarse.

Otro correo. Esta vez interno.

De: Martín (Operaciones)

Asunto: Proveedor — urgencia

Amparo lo abrió.

“Amparo, me dijeron que cualquier pago urgente pase por vos porque Erik no responde. Tengo un proveedor trabado en Aduana. Necesito que lo liberemos hoy sí o sí.”

Amparo leyó una segunda vez. Aduana. Urgencia. Erik no responde.

Ahí estaba.

El mundo, apenas Erik subía a un avión, se volcaba natural hacia ella. Porque ella era el sistema cuando él no estaba.

Amparo respondió rápido:

“Enviame factura, orden de compra y datos bancarios. Lo reviso.”

A los treinta segundos, otro mensaje entró: un PDF adjunto.

Amparo lo abrió.

Factura prolija. Monto alto. Nombre de proveedor: STC Services.

No le sonó.

No era raro. Pronexo tenía cientos de proveedores.

Pero Amparo trabajaba ahí hacía años. Y su memoria era una base de datos.

Buscó el proveedor en el sistema.

Nada.

Nuevo.

Amparo apoyó los dedos sobre el teclado. Pensó. Si era nuevo, debía tener alta previa. Aprobación. Legajo.

Abrió el historial de altas.

Encontró uno creado dos días antes. Un viernes.

Aprobado por: S. Ledesma.

Amparo parpadeó.

Santiago Ledesma era de Compras. Un tipo rápido, simpático, que siempre parecía saber algo antes que el resto. El tipo de persona que hace favores con la misma facilidad con la que los cobra.

Amparo miró el monto de nuevo.

Alto.

Aduana.

Urgencia.

Todo eso era una forma elegante de apurar controles.

Amparo no rechazó. No se alarmó. No llamó a nadie.

Hizo algo mejor: tomó nota.

Abrió su agenda. Una hoja en blanco. Escribió:

STC Services — alta viernes — S. Ledesma — aduana — urgencia.

Cerró la agenda.

Volvió al mail de Martín:

“Ok. Lo reviso. Te aviso.”

Dejó la factura abierta en un segundo monitor (imaginario; si no querés segundo monitor, simplemente “dejó la pestaña abierta”).

Y siguió trabajando.

Pagos normales.

Transferencias rutinarias.

Las cosas que sostenían el mundo.

Pero cada tanto, su mirada volvía a la factura.

Como si la factura la mirara de vuelta.

A media mañana, sonó su teléfono interno.

—Tesorería —dijo Amparo.

—Soy Ledesma —dijo una voz alegre—. ¿Todo bien, Amparo?

Amparo cerró un archivo antes de responder. Le gustaba que la línea estuviera limpia incluso en conversaciones.

—Todo bien —dijo.

—Che, me contaron que estás con lo de STC —dijo Ledesma, apurado—. Eso hay que pagarlo hoy, si no nos clavan el contenedor. ¿Me lo podés sacar?

Amparo giró la silla apenas, como si al mover el cuerpo cambiara el ángulo de la conversación.

—No está dado de alta correctamente —dijo ella, suave.

Hubo un silencio mínimo.

—Sí está —respondió Ledesma, rápido—. Está aprobado. Lo hice yo.

—Por eso —dijo Amparo—. Falta legajo completo. No hay antecedentes. No hay historial.

Ledesma rió, como si Amparo fuera demasiado formal.

—Amparo, dale. No me mates. Es un tema operativo. Erik me dijo que con vos se puede resolver.

Amparo sintió la frase como un golpe discreto: “Erik me dijo”.

Así que Erik hablaba de ella.

Pero no como persona.

Como recurso.

—Se puede resolver —dijo Amparo—. Pero necesito que me mandes el contrato y el remito. Hoy.

Ledesma exhaló, fastidiado disimulado.

—Ok. Te lo mando.

—Bien —dijo Amparo.

—Y… —Ledesma dudó un segundo—. ¿Estás bien? Vi el mail de RRHH.

Amparo sonrió, aunque él no pudiera verlo.

—Estoy trabajando —dijo.

Ledesma rió de nuevo, incómodo.

—Bueno, bueno. Te mando.

Cortó.

Amparo se quedó mirando el teléfono un segundo.

Después volvió a la pantalla.

Lo que acababa de pasar no era grave. No era ilegal. No era un delito. Era algo peor:

Era una puerta.

Una puerta que la empresa abría cada vez que alguien decía “urgente” y “Erik no responde”.

Amparo abrió un archivo nuevo. Lo guardó con un nombre simple:

RUTINAS.

Adentro escribió una lista corta:

  • “Urgentes” sin respaldo completo.

  • Proveedores nuevos aprobados rápido.

  • Terceros que presionan (Compras / Operaciones).

  • Erik fuera = sistema se relaja.

Puso un punto final.

Guardó.

Apenas guardó, entró un mail nuevo.

De: Erik

Asunto: rápida

Amparo lo abrió antes de pensar.

“Amparo, hoy estoy a mil. Gracias por cubrir. Cualquier cosa que te parezca rara, frenala. Confío en vos.”

Confío en vos.

La frase brilló en la pantalla como un sello.

Amparo la leyó una vez.

Después otra.

Y, sin darse cuenta, tocó el bolsillo donde estaba la llave del estudio.

Ahí.

El metal contra la tela.

Un recordatorio.

Erik podía cruzar océanos y seguir creyendo en algo simple:

que la confianza era una virtud.

Amparo cerró el mail sin responder.

Se levantó para ir a la impresora. Caminó por el pasillo con pasos tranquilos.

A su lado, el piso seguía funcionando: risas, llamadas, teclas, el zumbido habitual.

En una esquina, Santiago Ledesma hablaba con dos personas y reía. Cuando la vio pasar, levantó la mano, amable, como si fueran socios.

Amparo lo saludó con un gesto mínimo.

Y siguió.

Porque entendió algo que la dejó extrañamente serena:

no necesitaba inventar un plan desde cero.

La empresa ya estaba llena de atajos.

Solo había que aprender cuáles eran.

Y quién los usaba.

Esa tarde, al volver a su escritorio, Amparo abrió un cajón.

Adentro, junto a una carpeta vieja, había un llavero con una llave gastada: la original de la casa. La de “cuando eran ellos”.

Amparo la tomó.

La sostuvo un segundo.

Y la dejó ahí otra vez.

Todavía.

Por ahora, la llave más importante era otra:

la que nadie veía.

La que Erik acababa de firmarle con una frase.

“Confío en vos.”

(Fin del Capítulo 4)

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