La Tesorera Sombra
Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
Capítulo 6 — La oficina es un altar
Amparo llegó temprano a propósito.
No por productividad. Por silencio.
A las 7:12, el piso todavía no era un lugar: era un escenario vacío. La luz blanca de los tubos hacía que todo pareciera más limpio, más inocente, como si las decisiones malas solo pudieran tomarse después de las nueve.
Dejó el bolso, colgó el saco y se sentó.
Encendió la computadora.
Primero, lo rutinario: revisar bancos, pagos programados, alertas.
Segundo, lo que nadie veía: observar.
Amparo abrió un archivo que no figuraba en ninguna carpeta compartida. No tenía logos. No tenía firma. Pasto seco para cualquier auditor.
El nombre era simple:
MAPA.
Adentro había columnas: persona, función, horarios, presión, acceso, debilidad.
Amparo lo miró un segundo sin escribir. No por culpa. Por gusto. El gusto de ver el mundo en orden.
Empezó con algo básico.
Ledesma, Santiago — Compras — 10:30/12:00 — “urgencias” — acceso a altas — presión por chat — debilidad: quiere ser importante.
Golpeó Enter.
Martín — Operaciones — vive con miedo al atraso — presiona con “Aduana” — debilidad: pánico.
Enter.
Rodrigo — Sistemas — ejecuta sin preguntar — debilidad: quiere caer bien.
Enter.
Amparo no era mala. No era buena. Era precisa.
Y la precisión, en una empresa, es poder.
A las 8:05 entró la primera ola: gente con mate, gente con sueño, gente con risas que se desharían antes del mediodía. Pasos, saludos, teclas.
Paula pasó por su escritorio y fingió que estaba apurada para no mirar. Esa era la diferencia entre chusma y cobarde.
Amparo sonrió hacia su pantalla, nada más.
A las 9:20, entró un correo del banco otra vez.
“Recordatorio: validar dispositivo.”
Amparo lo dejó sin abrir.
No por olvido. Por decisión.
A las 10:11, Ledesma apareció en Tesorería con su sonrisa de vendedor. Traía un papel doblado y el celular en la mano.
—Amparo —dijo, como si fueran amigos—. Te traje lo del proveedor. Contract, remito, todo.
Amparo levantó la vista.
—Dejalo ahí.
Ledesma apoyó el papel en el borde del escritorio y se inclinó un poco, bajando la voz.
—Che, ¿estás bien vos? Posta. Te lo pregunto bien.
Amparo lo miró fijo. Lo suficiente para que él entendiera que había elegido el tono equivocado.
—Estoy trabajando —dijo.
Ledesma rió, como si la frase fuera graciosa.
—Sí, sí. Olvidate. Soy un boludo.
Amparo tomó el papel, lo desplegó.
Contrato genérico. Firma escaneada. Un CUIT. Un par de sellos flojos.
A simple vista, pasaba.
A la segunda vista, olía a apuro.
—¿Quién es STC? —preguntó Amparo, sin levantar la voz.
Ledesma se encogió de hombros.
—Un intermediario. Nos destraban. Es así el tema. Si no, te queda el contenedor durmiendo.
Amparo asintió despacio, como si aceptara una explicación.
—¿Y cómo los encontraste?
Ledesma sonrió, sobrador.
—Contactos.
Amparo lo miró.
—¿Contactos tuyos?
Ledesma pestañeó, y ahí estuvo: un microsegundo de alerta.
—De la empresa —corrigió rápido.
Amparo dejó el contrato sobre el escritorio, alineado.
—Te aviso —dijo.
Ledesma hizo un gesto de ok.
—Dale. Pero hoy. Porque me matan.
Amparo lo observó mientras se alejaba por el pasillo con esa energía de tipo que siempre está “salvando” algo.
Cuando salió de su vista, Amparo abrió el MAPA y agregó una línea:
Ledesma — “contactos” — intermediarios — apura controles.
Guardó.
A las 12:40, cuando la oficina se aflojaba por el almuerzo, Amparo cerró sesión y guardó el bolso. Tenía un mensaje de Damián con un punto de encuentro y una hora.
No era un restaurante.
Era un bar.
De esos oscuros incluso a la tarde.
Amparo no se arregló de más. No quería verse “cita”. Quería verse “casual”. El casual es una máscara que sirve para todo.
Tomó un taxi. Miró por la ventana. Las calles eran las mismas de siempre, pero ella sentía que iba a otra ciudad.
El bar tenía la música baja y la luz sucia. En una mesa del fondo, Damián ya estaba sentado, con una cerveza sin tocar.
Cuando la vio, sonrió como si no hubiera pasado una década.
O como si sí hubiese pasado y le importara justamente eso.
—Amparo —dijo, levantándose.
Ella se acercó y lo saludó con un beso en la mejilla.
—Damián.
Se sentaron.
Hubo un segundo raro, como un silencio de calibración. Dos personas recordando quiénes eran frente al otro.
Damián era más grande. Más ancho. Tenía esa calma tensa de los tipos que aprendieron a no mostrar urgencia.
—Estás igual —dijo él.
Amparo no sonrió.
—No estoy igual.
Damián la miró, interesado.
—Mejor —corrigió.
Amparo pidió un café. Negro.
Damián se inclinó.
—Me enteré lo de vos y el Vikingo.
Amparo levantó la ceja.
—¿Quién te contó?
—La ciudad es chiquita —dijo él, como si fuera una virtud.
Amparo sostuvo la mirada.
—¿Y qué querés, Damián?
Damián sonrió, mostrando apenas los dientes.
—Verte —dijo—. Y preguntarte si necesitás algo.
Amparo soltó una risa corta, sin humor.
—¿Algo como qué?
Damián se encogió de hombros.
—No sé. A veces, cuando te separás… quedan cosas pendientes.
Amparo revolvió el café aunque todavía no había llegado. Un gesto vacío para ocupar la mano.
—Las cosas pendientes se resuelven hablando —dijo.
Damián apoyó los antebrazos en la mesa.
—No siempre.
Amparo lo miró. Ahí estaba la chispa. No era una propuesta explícita. Era un tono. Una forma de ofrecer un camino alternativo.
—¿Vos ahora a qué te dedicás? —preguntó Amparo.
Damián sonrió.
—A resolver.
Amparo sostuvo el silencio, obligándolo a completar.
—Hago “gestiones” —dijo él, finalmente—. Cobro deudas. Negocios. Contactos. Lo que salga.
El mozo dejó el café en la mesa. Amparo lo olió antes de tomarlo. Le daba placer esa amargura. Era lo único honesto del momento.
—¿Y por qué aparecés ahora? —preguntó ella.
Damián la miró como si la respuesta fuera obvia.
—Porque ahora sos peligrosa.
Amparo parpadeó, sorprendida.
—¿Perdón?
Damián bajó la voz.
—Cuando estabas con él, eras “la novia”. Listo. Pero ahora… —hizo un gesto vago— ahora sos la ex. Y encima seguís adentro. Eso es raro.
Amparo apretó la taza con la mano. No fuerte. Lo justo.
—No es raro. Es mi trabajo.
Damián sonrió.
—Es raro.
Amparo no contestó. Tomó un sorbo.
Damián la observó beber. Esa mirada suya tenía algo de animal viejo: paciencia.
—Decime una cosa —dijo él—. ¿Vos lo seguís queriendo?
Amparo dejó la taza lentamente.
—¿Qué importa?
—Importa —insistió Damián—. Porque si lo querés, vas a sufrir. Y si no lo querés… —sonrió de lado— vas a hacer otra cosa.
Amparo lo miró fijo.
—¿Qué otra cosa?
Damián no respondió con palabras. Solo levantó la cerveza y tomó un trago. Como si la respuesta no se pudiera decir en voz alta.
Amparo sintió una presión en el pecho. No era deseo. Era otra cosa: el reconocimiento de una puerta abierta.
—No vine a hablar de eso —dijo ella, y su voz salió más firme de lo que esperaba.
Damián levantó las manos, teatral.
—Tranquila. Yo no vine a meterte ideas. Vine a ver si estabas bien.
Amparo soltó aire por la nariz.
—Estoy bien.
Damián la miró como si estuviera viendo una grieta detrás de la frase.
—Decime… —dijo él, suavemente— ¿vos seguís viviendo en la casa?
Amparo se quedó quieta un segundo.
—Sí —respondió.
Damián asintió, como si confirmara una teoría.
—¿Y él viaja?
—Sí.
Damián sonrió.
—Entonces no estás separada del todo.
Amparo sintió un pinchazo. Porque era verdad. Y porque ella ya lo había pensado.
—¿Y? —preguntó, para no quedarse atrapada.
Damián se inclinó un poco más.
—Y que hay gente que pagaría por tener la mitad de tu situación.
Amparo sostuvo la mirada.
—¿Qué gente?
Damián rió suavemente.
—Mirá cómo preguntás. —Se acomodó en la silla—. Vos ya sabés que tu lugar es… especial.
Amparo no quiso mostrar emoción. Pero por dentro algo se movió. No era “maldad”. Era una idea que empezaba a tomar forma, como una sombra en una pared.
—No estoy interesada —dijo, y la frase fue casi automática.
Damián se encogió de hombros.
—Perfecto. Mejor. Entonces tomemos el café y charlamos de otra cosa.
Hablaron diez minutos de nada: gente en común, un barrio que cambió, el clima.
Pero debajo de esa conversación, Amparo sentía la otra conversación, la verdadera, latiendo.
La conversación sobre acceso.
Sobre llaves.
Sobre oportunidades.
Cuando terminaron, Damián pagó sin preguntar. Amparo no lo discutió. No por interés. Por hábito: dejar que el otro haga su movimiento para entender su juego.
En la puerta del bar, Damián se acercó un poco.
—Te digo algo y no te jodo más —dijo.
Amparo lo miró.
—Decí.
Damián le habló al oído, suave, como si estuviera contando un secreto que la ciudad ya sabía.
—Si un día te cansás de ser la que “se porta bien”… llamame.
Se apartó y sonrió como si no hubiera dicho nada grave.
Amparo caminó hacia la calle. El aire de afuera estaba limpio. Demasiado limpio.
Se subió al taxi.
Mientras el auto avanzaba, miró sus manos. Estaban quietas. No temblaban.
Y eso le asustó un poco.
Volvió a la oficina a las 15:20.
Se sentó.
Abrió el MAPA.
En una línea nueva, escribió solo dos palabras:
Damián — disponibilidad.
Se quedó mirando la pantalla.
Luego borró “disponibilidad” y escribió:
Damián — puerta.
Guardó.
A las 16:03, entró un correo de Erik.
“¿Todo controlado?”
Amparo lo leyó.
Y respondió con dos palabras perfectas.
“Todo ok.”
El cursor titiló en la pantalla, esperando más. Una explicación. Un reclamo. Una emoción.
Amparo no escribió nada más.
Porque ese era el truco:
Mientras Erik se convencía de que ella era “profesional”, Amparo iba a construir algo distinto.
No un escándalo.
No una guerra.
Un mecanismo.
La oficina, pensó, era un altar.
Y ella era la única que sabía dónde estaban las velas.
(Fin del Capítulo 6)
Adentro escribió una lista corta:
“Urgentes” sin respaldo completo.
Proveedores nuevos aprobados rápido.
Terceros que presionan (Compras / Operaciones).
Erik fuera = sistema se relaja.
Puso un punto final.
Guardó.
Apenas guardó, entró un mail nuevo.
De: Erik
Asunto: rápida
Amparo lo abrió antes de pensar.
“Amparo, hoy estoy a mil. Gracias por cubrir. Cualquier cosa que te parezca rara, frenala. Confío en vos.”
Confío en vos.
La frase brilló en la pantalla como un sello.
Amparo la leyó una vez.
Después otra.
Y, sin darse cuenta, tocó el bolsillo donde estaba la llave del estudio.
Ahí.
El metal contra la tela.
Un recordatorio.
Erik podía cruzar océanos y seguir creyendo en algo simple:
que la confianza era una virtud.
Amparo cerró el mail sin responder.
Se levantó para ir a la impresora. Caminó por el pasillo con pasos tranquilos.
A su lado, el piso seguía funcionando: risas, llamadas, teclas, el zumbido habitual.
En una esquina, Santiago Ledesma hablaba con dos personas y reía. Cuando la vio pasar, levantó la mano, amable, como si fueran socios.
Amparo lo saludó con un gesto mínimo.
Y siguió.
Porque entendió algo que la dejó extrañamente serena:
no necesitaba inventar un plan desde cero.
La empresa ya estaba llena de atajos.
Solo había que aprender cuáles eran.
Y quién los usaba.
Esa tarde, al volver a su escritorio, Amparo abrió un cajón.
Adentro, junto a una carpeta vieja, había un llavero con una llave gastada: la original de la casa. La de “cuando eran ellos”.
Amparo la tomó.
La sostuvo un segundo.
Y la dejó ahí otra vez.
Todavía.
Por ahora, la llave más importante era otra:
la que nadie veía.
La que Erik acababa de firmarle con una frase.
“Confío en vos.”
(Fin del Capítulo 4)
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