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La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


Capítulo 7 — Un nombre del pasado

Damián no volvió al día siguiente.

Volvió a los dos días.

Eso fue lo primero que Amparo anotó mentalmente: no era impulsivo. Tenía ritmo. Y el ritmo, en tipos como él, era una forma de control.

El mensaje llegó a las 8:17, cuando ella recién estaba abriendo el sistema.

¿Almorzás hoy?

Amparo leyó la pantalla con la misma cara con la que leía montos.

Ni sí. Ni no.

Dejó el teléfono boca abajo y siguió trabajando.

A las 9:40, Rodrigo de Sistemas pasó por Tesorería con una lista impresa.

—Amparo, te tengo que pedir un favor —dijo.

Amparo levantó la vista.

—Decime.

Rodrigo apoyó la hoja sobre el escritorio, como si entregara una receta médica.

—Estamos activando doble factor en todo. Necesito que registres tu teléfono con la app. Y que actualices contraseñas de dos portales bancarios.

Amparo miró la hoja. Eran dos sistemas sensibles. Uno de ellos era el de la cuenta en Estados Unidos.

—¿Esto lo pidió Erik? —preguntó, neutral.

Rodrigo asintió.

—Sí. Quiere todo más blindado.

Amparo sostuvo el silencio un segundo.

—Ok —dijo—. Lo hago hoy.

Rodrigo exhaló, aliviado.

—Sos crack.

Amparo no sonrió. Solo asintió, y Rodrigo se fue.

Cuando quedó sola, Amparo abrió el portal bancario y fue hasta “Seguridad”.

Ahí estaba la opción:

Registrar dispositivo.

Para avanzar, el sistema pedía un código que llegaría al teléfono del titular.

Amparo se quedó mirando la pantalla.

Esa no era una barrera técnica. Era una barrera humana: depender de Erik.

Lo normal era escribirle.

“Necesito el código, el banco manda SMS.”

Ella lo había hecho cientos de veces.

Pero ese día no lo hizo.

En vez de eso, abrió el historial de contactos internos y buscó un nombre:

Gabriela — Adm.

Amparo le escribió por chat corporativo:

“Gabi, Sistemas pidió activar doble factor en cuenta USA. ¿Erik está disponible para enviarme el código cuando llegue? Es para hoy.”

Respuesta casi inmediata:

“Sí, avisame cuando te lo pidan y se lo pido yo. Está en reuniones.”

Amparo leyó la respuesta y entendió algo importante:

Erik ya no hablaba directo con ella para ciertas cosas.

Estaba poniendo intermediarios.

No por miedo a ella.

Por incomodidad.

Amparo volvió al portal y apretó “Registrar”.

A los segundos, apareció el mensaje:

“Se envió un código al teléfono del titular.”

Amparo no se movió. Esperó.

Dos minutos.

Tres.

Cuatro.

Nada.

Hasta que a las 9:49 entró un correo nuevo.

De: Erik

Asunto: Código

“Código: 774921. Avísame si sirve.”

Amparo lo copió, lo pegó.

Funcionó.

El portal mostró un cartel:

Dispositivo registrado correctamente.

Amparo se quedó mirando esa frase.

Porque acababa de pasar algo sutil y crucial:

Erik había “blindado” su sistema…

…y la había dejado como llave principal de todos modos.

Ella era el bloqueo y la habilitación. El freno y el avance. El cuello de botella y el embudo.

Erik creía que estaba controlando el riesgo.

En realidad, lo estaba concentrando.

Amparo cerró el portal.

Guardó un archivo.

Y recién entonces miró el mensaje de Damián de nuevo.

¿Almorzás hoy?

Amparo contestó con una sola frase.

“Tengo una hora a las 13.”

La respuesta llegó en diez segundos.

Paso por donde estés.

La frase le irritó. Paso por donde estés. Como si él supiera su geografía, como si no necesitara invitación.

Amparo no corrigió. Tomó nota.

A las 10:30, Ledesma volvió a aparecer, ahora con cara de problema.

—Amparo, ¿qué onda lo de STC? —preguntó, ya sin sonrisa.

Amparo giró la silla apenas.

—Estoy revisando —dijo.

—Pero lo necesito hoy —insistió.

—Yo también necesito respaldos completos —respondió ella.

Ledesma apretó la mandíbula. Se inclinó.

—¿Me lo estás frenando por… lo personal?

La frase fue baja, venenosa.

Amparo lo miró fijo.

—No mezcles —dijo, tranquila.

—No estoy mezclando —dijo Ledesma—. Pero antes salía. Ahora no.

Amparo parpadeó una vez.

—Antes yo era ingenua —dijo ella, y la frase salió tan suave que casi sonó amable—. Ahora estoy atenta.

Ledesma se quedó quieto. No esperó esa respuesta.

Amparo levantó el contrato y lo golpeó suave contra la mesa.

—Te falta el legajo real. Si es tan urgente, traeme un antecedente: un pago anterior, una referencia, un mail de Erik aprobando, algo.

Ledesma abrió las manos, teatral.

—Erik no responde. ¡Está viajando!

Amparo inclinó la cabeza.

—Entonces esperás.

Ledesma apretó los dientes.

—No sabés la que se arma si esto se cae.

Amparo no se movió.

—Sí sé —dijo—. Y también sé que si pago sin respaldo y se cae, la que se arma es peor.

Ledesma la miró con odio disimulado.

—Ok —dijo, y se fue.

Amparo lo siguió con la mirada hasta que desapareció en el pasillo.

Luego abrió el MAPA y escribió:

Ledesma — ya mezcla “lo personal” — empieza presión directa — posible enemigo temprano.

Guardó.

A las 12:55, Amparo bajó al hall del edificio.

No estaba nerviosa. Estaba alerta.

Damián apareció a las 12:59, como si el tiempo fuera un músculo. Traía jeans, campera negra, y esa calma de quien no necesita quedar bien.

—¿Vamos? —dijo.

—Tengo una hora —respondió Amparo.

Damián sonrió.

—Perfecto.

Caminaron dos cuadras. Damián eligió un bodegón simple. No romántico. No lindo. Funcional. También anotable.

Se sentaron.

Damián ni miró el menú.

—¿Cómo va Pronexo? —preguntó.

Amparo lo miró.

—¿Para qué querés saber?

Damián rió.

—Porque lo conocés. Te pregunto por vos. —Se inclinó—. ¿Cómo es estar ahí sabiendo que él… ya no es “tu” casa?

Amparo apoyó los dedos sobre la mesa.

—Es mi trabajo —repitió.

Damián la miró como si esa frase le causara ternura.

—Sos una monja con acceso al altar —dijo—. Eso es lo que sos.

Amparo frunció el ceño.

—¿Me llamaste para decirme eso?

Damián hizo un gesto al mozo. Pidió dos milanesas como si tomara una decisión obvia.

—Te llamé porque te conozco —dijo—. Y porque sé lo que pasa después.

Amparo no habló.

Damián continuó:

—Primero te bancás. Sos correcta. Sos impecable. La profesional. Todos te aplauden “qué madura”. —Sonrió de lado—. Después, un día, te despertás y te das cuenta de que él sigue su vida. Viaja. Gana. Se compra cosas. Y vos… seguís ahí. Mirando.

Amparo apretó una uña contra la piel del dedo pulgar. Apenas.

—No sabés nada —dijo.

Damián levantó las manos.

—Ok. Entonces decime vos.

Amparo lo miró.

Y, sin querer, dijo la verdad:

—Me dejó adentro.

Damián se quedó quieto.

—Ajá.

—Mi puesto, mi acceso, todo… como si nada. —Amparo se sorprendió de escuchar su propia voz hablando de eso—. Como si yo fuera un mueble.

Damián sonrió lento.

—Eso ya es algo.

—¿Qué es “algo”? —preguntó Amparo, molesta.

Damián bajó la voz.

—Es una oportunidad.

Amparo lo miró fijo.

—No vine a eso.

Damián sostuvo la mirada, sin apuro.

—No viniste. Pero lo pensás.

Amparo sintió rabia. Porque era cierto.

El mozo dejó las milanesas. El olor a fritura llenó el aire como una idea vieja.

—Mirá —dijo Damián, cortando un pedazo—. Yo no te voy a pedir nada. Vos no me debés nada. Pero si un día necesitás… —hizo un gesto vago— no sentirte sola contra todo, me llamás.

Amparo no comió. Miró su plato como si fuera un informe.

—¿Contra qué? —preguntó.

Damián se encogió de hombros.

—Contra el sistema. Contra la gente que te usa. Contra los que te creen inofensiva.

Amparo levantó la vista.

—¿Y vos qué sos? ¿Un salvador?

Damián rió.

—No. Soy un tipo útil.

Amparo lo miró largo.

Esa palabra: útil.

Era la misma palabra con la que Erik, sin decirla, la había dejado en Tesorería.

Amparo tomó el cuchillo. Cortó la milanesa. Comió un bocado. Solo uno.

—No tengo problema —dijo—. Yo sé manejarme.

Damián asintió como quien escucha un guion que ya conoce.

—Sí. Pero él también cree que sabe manejarse. —Sonrió, y esa sonrisa fue un filo—. Y mirá: te dejó la puerta abierta.

Amparo bajó la mirada al plato.

No contestó.

Damián cambió de tema como si nada, pero dejó otra semilla:

—¿Cómo es la gente adentro? —preguntó.

Amparo lo miró.

—¿Qué gente?

—Tu gente. Los que hacen que la máquina funcione. —Se inclinó—. Siempre hay tipos como yo… pero adentro.

Amparo sintió un pequeño golpe en el estómago. No por miedo. Por claridad.

El almuerzo terminó sin abrazos y sin promesas. Damián pagó. Salieron.

En la esquina del edificio, se despidieron.

—Cuidate, Amparo —dijo él.

—Sí —respondió ella.

Damián dio dos pasos y se giró.

—Ah —agregó—. Si algún día querés saber quién es quién en tu empresa… yo tengo amigos que miran distinto.

Amparo lo miró.

—No necesito eso.

Damián sonrió, como si le creyera y no le creyera al mismo tiempo.

—Todavía.

Se fue.

Amparo subió al ascensor.

En el espejo, su cara seguía impecable.

Pero adentro, la frase “todavía” se le había quedado pegada como una etiqueta.

Volvió a su escritorio y abrió el MAPA.

Agregó una línea más. No sobre Damián. Sobre ella misma.

Amparo — debilidad: orgullo.

Se quedó mirando esa frase.

Luego borró “orgullo” y escribió:

Amparo — debilidad: paciencia.

Guardó.

A las 17:05, cuando la gente empezaba a levantar cosas, Amparo recibió un mail de Ledesma.

Adjunto: un mail reenviado de Erik.

“Santi, autorizá STC por esta vez. Que no se caiga el contenedor.”

Amparo lo leyó.

Erik había autorizado.

Ahora, pagar era “correcto”.

Pero Amparo sintió algo peor que perder una discusión.

Sintió que Erik acababa de enseñarle una regla.

Cuando alguien grita “urgente” lo suficiente, los controles se doblan.

Amparo abrió el sistema. Cargó el pago.

Quedaba un último botón:

Confirmar transferencia.

Amparo no lo apretó enseguida.

Miró alrededor.

Nadie la miraba.

Apretó.

La transferencia salió.

Una línea en el historial.

Una luz verde.

Todo “ok”.

Amparo se quedó mirando la pantalla.

No porque hubiera hecho algo malo.

Sino porque había hecho algo que quería recordar:

había seguido el proceso completo… y nadie la había detenido.

Amparo abrió su agenda y anotó una frase, simple, seca:

Se puede.

Y cuando guardó la lapicera, entendió que esa frase era el comienzo real de todo.

(Fin del Capítulo 7)

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