Ir al contenido

La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


EPÍLOGO — La Cuenta Pendiente (II)

El juicio no llegó rápido.

Llegaron antes las cosas chicas, las que nadie imagina cuando piensa en “caer”: los trámites, los rechazos, las miradas que se corren dos centímetros para evitarte.

Amparo aprendió que la vergüenza no es un golpe. Es un clima.

A los cuatro meses, su padre dejó de decir “vamos a probar” y empezó a decir “vamos a reducir”. Y Amparo entendió que la reducción no era solo penal: era existencial.

Reducir era esto:

  • menos amigos,

  • menos llamadas,

  • menos puertas abiertas,

  • menos futuro.

Una tarde, al volver del estudio jurídico —donde ya ni siquiera la llamaban por su nombre completo—, encontró un sobre debajo de la puerta. Sin remitente. Sin sello. Solo su nombre escrito con letra de imprenta.

No lo abrió enseguida.

Lo dejó sobre la mesa, como si los objetos pudieran explotar.

Esperó diez minutos.

Después lo abrió.

Adentro había una hoja, doblada en cuatro, y una fotocopia de un extracto bancario con marcas en resaltador. La hoja tenía solo tres líneas:

“No te mando esto para humillarte.”

“Te lo mando para que entiendas.”

“La cuenta pendiente no se paga con plata.”

Amparo se quedó mirando la hoja.

No había firma.

No hacía falta.

Erik siempre había tenido esa forma de estar: sin presencia física, pero con estructura.

La fotocopia mostraba un movimiento pequeño, casi ridículo comparado con todo lo demás: un pago viejo, de cuando todavía estaban juntos. Una transferencia mínima a una fundación. “Donación”.

A un costado, con birome, alguien había escrito:

“Esto fue real.”

Amparo sintió, por primera vez en mucho tiempo, una punzada que no era miedo.

Era vergüenza limpia.

No por haber perdido.

Por haber confundido.

Porque durante años, ella se había contado que era “cuidar” lo que hacía: sostener, ordenar, administrar.

Y de algún modo lo era.

El problema fue el salto.

El momento exacto donde el cuidar se volvió cobrar.

Donde el resentimiento se volvió permiso.

Donde la ambición se volvió moral.

Amparo dejó el papel sobre la mesa, al lado de la brújula decorativa que nunca apuntó a ningún lado.

La casa prestada estaba quieta.

La medianera gris no ofrecía símbolos.

No había aviones.

Solo pared.

Y en esa pared, por primera vez, Amparo se vio sin historia.

Sin el relato de “me dejó”.

Sin el relato de “me usaron”.

Sin el relato de “yo sostuve”.

Solo una persona con un talento real —el orden, la precisión— deformado por una herida alimentada durante tres años.

“Me pudrí mirando cómo seguías”, pensó.

Y esa frase, dicha por dentro, le sonó infantil.

Como una excusa.

Amparo agarró una lapicera.

Dio vuelta la hoja.

Escribió una sola línea, para ella, sin testigos:

“La cuenta pendiente es admitir que elegí esto.”

Se quedó mirando la frase hasta que le dolieron los ojos.

Después dobló el papel y lo guardó en la carpeta de la causa, no como prueba, sino como recordatorio.

Porque el castigo no había sido la notificación ni el embargo.

El castigo era este:

vivir el resto de su vida sabiendo que hubo un punto donde todavía podía elegir… y eligió mal.

Esa noche, cuando apagó la luz, escuchó un avión a lo lejos.

Por reflejo, sonrió.

Y la sonrisa se le desarmó al instante, porque ahora entendía el símbolo completo:

el avión siempre estuvo ahí.

Lo que cambió fue ella.

Fin.

<-Indice Epílogo