Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo
CAPÍTULO 14 — COMER COMO UN ANIMAL
Hay un punto donde la dignidad se vuelve un lujo.
No porque uno se vuelva malo, ni porque uno se rinda, sino porque el cuerpo tiene su propia ley. Y cuando el cuerpo entra en emergencia, te exige cosas que tu cabeza, en otro tiempo, hubiera rechazado con asco.
Yo llegué a ese punto.
Después de la cacería, después del papel, después de la capilla, después de correr hasta sentir que el corazón me iba a explotar, vino el silencio verdadero: el silencio del hambre.
El hambre no es una idea. No es “ganas”. El hambre es dolor. Es un vacío que quema. Es un ruido interno que no te deja pensar. Te vuelve lento, irritable, torpe. Te hace calcular todo en función de “qué entra al cuerpo”.
Y yo necesitaba pensar.
Necesitaba pensar para vivir.
Caminé como se camina cuando ya no tenés plan: por tramos cortos, buscando esquinas que no te expongan, evitando lugares demasiado abiertos, esquivando miradas.
No tenía chips. Eso me había salvado, pero también me convertía en un fantasma. Un fantasma no paga con transferencia. Un fantasma no puede pedir un auto por una app. Un fantasma no puede avisar “estoy acá”.
Un fantasma solo camina.
Ese primer día comí lo que encontré. No lo voy a describir con detalle porque no quiero que el libro se convierta en un catálogo de miseria. Solo voy a decir la verdad cruda: comí cosas que me hubieran dado asco hasta a un animal.
Y aun así las comí.
Porque cuando la panza te devora, el asco se vuelve un lujo intelectual.
Tomé agua donde pude. Me lavé la cara en un baño público y me miré en el espejo. Me vi como si fuera otro.
La cara me había cambiado. No solo por los golpes o el cansancio. Me había cambiado la mirada. Era la mirada de alguien que ya entendió algo importante: que la protección no está garantizada.
En la calle, la noche tiene un sonido distinto. Una mezcla de motores lejanos, perros, pasos, murmullos. Y cuando estás perseguido, todos esos sonidos son amenazas potenciales.
Yo buscaba sombras para esconderme, pero no sombras que parezcan escondite. Porque un escondite obvio es una trampa.
Buscaba lo que aprendí a llamar invisibilidad simple: un rincón sin historia.
Dormí por ratos. Me desperté mil veces. Cada ruido me levantaba. Cada motor cerca me tensaba. El cuerpo se queda en modo alerta como si no supiera apagar.
En la madrugada me agarró frío de verdad, ese frío que te entra por los huesos. Me temblaban las piernas, y no era solo por la temperatura: era la mezcla de hambre, cansancio y miedo.
Ahí apareció una pregunta peligrosa.
Una pregunta que te hace el diablo o la depresión, da igual:
¿Vale la pena?
Cuando estás así, solo, sucio, con el estómago vacío y el mundo cerrado, tu cabeza empieza a ofrecerte salidas falsas: rendirte, entregarte, volver, pedir perdón aunque no debas, aceptar el relato del otro.
Yo pensé en volver.
No a mi casa. A mi vida anterior.
Y en cuanto pensé eso, me acordé de las cerraduras cambiadas.
Me acordé de las cuentas tocadas.
Me acordé del patrullero.
Me acordé del río.
Y esa idea se murió sola.
No había vuelta.
Había salida o había final.
El segundo día fue peor porque el cuerpo ya venía gastado. Cuando dormís mal y comés peor, al segundo día la cabeza empieza a fallar. Se te mezclan los recuerdos con los miedos. Te cuesta ordenar. Te cuesta calcular.
Y sin embargo, mi cabeza no se apagó.
Se afinó.
Mi cabeza empezó a registrar cosas como si ya estuviera escribiendo. Como si adentro mío hubiera un escribano silencioso anotando:
“Esto pasó.”
“Esto me hicieron.”
“Esto vi.”
“Esto sentí.”
“Esto no lo voy a olvidar.”
Me di cuenta de que, incluso sin papel, yo ya estaba armando un expediente interno. Un archivo mental.
Ese archivo era lo único que no me podían robar.
En un momento encontré comida de una forma que me dio vergüenza y me dio alivio. Vergüenza porque me vi desde afuera, como dos meses atrás, y yo nunca me hubiera imaginado así. Alivio porque mi cuerpo dejó de temblar tanto, aunque fuera por un rato.
La vida en el fondo tiene un detalle que nadie cuenta: cuando comés después de mucha hambre, llorás.
No siempre se nota. A veces no salen lágrimas. A veces sale rabia. A veces sale cansancio. Pero algo se rompe, porque te das cuenta de lo frágil que sos.
Yo me quedé sentado un rato, masticando lento, y pensé:
“Los que me tienen que matar no pudieron. Y yo acá, peleando por un pedazo de comida.”
La injusticia tiene ese humor negro.
Ese día también tuve asco de la gente, y al rato me dio culpa. Porque no era la gente. Era el miedo. Era el sistema. Era la red. Era el silencio.
Yo no quería odiar a todos. Odiar te consume energía y yo ya no tenía.
Solo quería salir.
En algún momento, cuando el sol bajaba, sentí que algo cambiaba. No afuera.
Adentro.
No sé si fue la comida, o el cansancio, o la piedad del tipo de la bicicleta, o la fuerza interior que yo llamo celeste. Pero sentí algo parecido a una instrucción:
No te quedes acá. No te estanques. Buscá el umbral.
El umbral es esa línea invisible donde la red pierde alcance. Donde los nombres pesan menos. Donde el seguimiento se corta. Donde la historia ya no se puede manejar con dos llamadas.
Yo todavía no sabía cómo cruzarlo.
Pero lo estaba buscando.
Porque lo contrario de cruzar el umbral no es “aguantar un poco más”.
Lo contrario es volverte parte del paisaje de la cacería.
Y yo no iba a ser paisaje.
Esa noche, con el estómago apenas menos vacío y el cuerpo igual de roto, me levanté y seguí caminando.
Sin rumbo visible.
Con rumbo interno.
Como se camina cuando la vida no te ofrece un mapa y, aun así, vos decidís que no te vas a morir ahí.
Y mientras caminaba, supe que el próximo paso ya no era esconderme.
El próximo paso era escapar de verdad.
Cruzar.
Salir del tablero.
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