Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo
CAPÍTULO 13 — LA PIEDAD DEL ENEMIGO
Si alguien me hubiera dicho que una de las manos que me iba a salvar iba a venir del lado más oscuro, yo me habría reído.
Uno crece creyendo que el bien y el mal están en columnas separadas. Que los buenos usan uniforme y los malos se esconden. Que la gente “correcta” te cuida y la gente “incorrecta” te hunde.
Ese día aprendí que el mundo no funciona así.
Yo venía corriendo desde la casa donde me había escondido. El corazón me pegaba en el pecho como si quisiera salir. Las piernas ya no eran piernas, eran reflejo. Tenía la boca seca, la lengua pesada, la mente afilada.
Escuché pasos atrás. Escuché una moto. Escuché gritos que no eran de “señor, pare”: eran de “ahí está”.
No vi caras, vi intenciones.
Y entonces apareció él.
Un tipo en bicicleta.
Venía cruzando la calle en diagonal, como si no tuviera apuro, como si fuera parte del paisaje. Pero cuando me miró, yo vi el reconocimiento. El tipo ya me había visto antes.
No en la calle. No en un bar.
En una celda.
Era uno de esos que habían estado conmigo cuando yo estaba encerrado. Uno de esos tipos que a ojos de cualquiera son “enemigo” por definición. Uno de esos que la sociedad mira y sentencia sin preguntar.
Me miró y yo lo miré.
En ese segundo yo pensé: listo, acá termina. Porque si él decía una palabra, si él apuntaba con un dedo, yo quedaba marcado en el acto.
Pero no hizo eso.
Hizo lo contrario: se corrió.
No se corrió con miedo. Se corrió con decisión. Se corrió como quien elige.
Me dejó pasar. Me dio un ángulo. Me tapó un segundo con su cuerpo, con su bici, con su “normalidad”.
Fue una grieta.
Y yo la usé.
Seguí corriendo como si ese segundo fuera una puerta abierta. Porque a veces una puerta abierta dura lo mismo que un parpadeo.
No volví a mirar atrás.
No por orgullo.
Por inteligencia.
Me metí en calles chicas. Crucé por donde pude. Salté un borde. Me raspé contra una pared. No sentí nada. La adrenalina anestesia, pero la necesidad te vuelve eficiente.
Cuando por fin pude bajar la velocidad, me escondí detrás de un paredón y respiré como si me estuviera tragando el aire.
Me quedé quieto. Quieto de verdad.
Los ruidos se alejaron de a poco. Un motor pasó. Una voz sonó lejos. Algunas sombras se movieron. El mundo seguía, pero yo había logrado no ser el centro por un rato.
Y ahí me vino la pregunta con fuerza:
¿Por qué me perdonó?
¿Por qué un tipo que venía del lado oscuro me dejó vivir, y tanta gente “normal” me había cerrado puertas?
La respuesta me llegó en pedazos, como te llegan las verdades cuando estás roto.
Porque en la celda, cuando yo pensé que me iban a matar, yo no los traté como basura.
Yo los miré como personas.
Yo les hablé normal.
Cuando estás encerrado, la dignidad vale más que el pan. Y yo, sin querer, les había dado eso: trato humano.
No lo hice para ganar algo. Lo hice porque soy así. Porque crecí sin red y aprendí que, si le sacás humanidad al otro, te la sacás a vos.
Y ese día el mundo me devolvió ese gesto en la forma más extraña.
Un tipo que la sociedad señalaría como “malo”, eligió un código.
Un código simple: al que te trató bien, no lo vendés.
Ahí entendí algo que me cambió por dentro:
La lealtad, a veces, vive donde menos la esperás.
Y la traición, a veces, vive en tu mesa.
Operación Silencio se sostenía con contactos y miedo, sí. Pero también se sostenía con algo más sencillo: la gente hace lo que le conviene.
Y ese tipo en bicicleta, por el motivo que sea, decidió que ese segundo no le convenía matarme.
O quizás decidió algo más fuerte: que no quería cargar con eso.
No lo sé.
Lo único que sé es que esa piedad fue real.
Y que me dio una ventaja que yo no había tenido en días: me dio tiempo.
Tiempo para moverme. Tiempo para pensar. Tiempo para salir del radio.
Pero el tiempo no alimenta.
A las pocas horas el hambre volvió como vuelve siempre: sin poesía y sin paciencia.
Yo ya no tenía chips. Ya no tenía plata suficiente. Ya no tenía un lugar.
Solo tenía el cuerpo y la cabeza.
Y esa noche, mientras buscaba dónde dormir, pensé algo que todavía me cuesta aceptar:
Si yo lograba salir vivo de todo esto, tenía que contar esta parte.
La parte donde el enemigo no fue el enemigo.
La parte donde la piedad no vino del Estado, ni de la iglesia, ni de los “correctos”.
Vino de un tipo que, en teoría, estaba del otro lado.
Porque esa parte rompe el relato fácil. Y Operación Silencio vive de relatos fáciles: “este es malo”, “este es loco”, “este se lo buscó”.
Yo no quería relatos fáciles.
Yo quería verdad.
Esa noche dormí donde pude. No voy a detallar dónde, porque no quiero romantizar el fondo. Solo voy a decir lo real: cuando dormís así, no descansás.
Te apagás por minutos.
Te despertás por ruidos.
Volvés a apagarte.
Y en esa semiconsciencia, con el cuerpo pidiendo comida y la cabeza pidiendo salida, sentí otra vez la fuerza interior, esa que yo llamo celeste por falta de palabra:
Me decía que todavía faltaba lo peor.
No la persecución.
El fondo.
La humillación total del hambre.
Porque después de la cacería, viene el desierto.
Y el desierto te prueba si sos capaz de seguir siendo vos cuando ya no te queda nada.