Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo
CAPÍTULO 12 — LA CAPILLA QUE TE ECHA
Yo había entrado a la capilla como entra alguien que no tiene más argumentos.
No para rezar bonito. No para pedir milagros. Entré porque, incluso en el peor de los mundos, uno guarda una creencia infantil: que hay lugares donde la violencia se frena sola.
Adentro estaba fresco. Olía a madera vieja y a cera apagada. Había un silencio limpio, de esos que te bajan el corazón dos latidos.
Me senté en un banco con la espalda dura, tratando de parecer un hombre común. Pero yo ya no era un hombre común. Un hombre común no mira la puerta cada tres segundos. Un hombre común no escucha el ruido de la calle como si fuera un código.
Yo buscaba aire.
Y por un instante lo tuve.
En ese instante pensé en mi vieja. En cómo me hubiera dicho “tranquilo” con una palabra sola. Pensé en que yo no podía llamar a nadie. No por orgullo: por peligro. Pensé en lo loco que era estar escondiéndome como si yo fuera el delincuente, cuando lo único que había hecho era enfrentar un robo y pedir protección.
Escuché un murmullo.
Alguien se acercó. No sé si era encargado, si era vecino, si era devoto. No importa. Lo importante es la frase, esa frase que a mí me cayó como una puerta en la cara:
—Acá no podés estar.
Lo dijo rápido, sin preguntar.
Yo intenté explicar. No toda la historia —¿cómo contás una película entera en diez segundos?— pero lo mínimo: que me estaban persiguiendo, que necesitaba un lugar para esperar, para respirar, para tomar un remís, para irme.
Me miró como se mira a un problema.
No como se mira a una persona.
Repitió lo mismo. Con más firmeza.
—No, no, no. Andate.
Yo sentí un golpe de vergüenza, seco, de esos que te suben a la cara. Vergüenza por estar ahí pidiendo un metro cuadrado de paz. Vergüenza por descubrir que incluso lo sagrado tiene miedo.
Me levanté.
No discutí. Porque discutir no te salva.
Y cuando crucé la puerta de la capilla entendí la verdad más amarga de esa parte de mi vida:
No hay refugio cuando el miedo gobierna.
Afuera el aire estaba pesado. No por clima, por tensión. Sentí que el lugar se había vuelto un escenario preparado. Que mi presencia había activado algo.
Miré a la calle.
Un auto pasó lento. Demasiado lento.
Una moto frenó y volvió a arrancar.
Dos personas aparecieron en una esquina y se quedaron quietas, mirando “a ningún lado”.
Yo ya había visto ese lenguaje.
El lenguaje de la vigilancia sin uniforme.
Me fui caminando rápido, con la cabeza baja, sin hacer movimientos bruscos, como si yo también pudiera convencer al mundo de que no era yo. Pero el cuerpo no miente: cuando estás perseguido, tu cuerpo grita con la forma de moverte.
Doblé una esquina.
Escuché otro motor.
Aceleré.
Hice lo único que estaba funcionando: improvisar.
Me metí por un pasillo lateral, crucé un patio, salí por el fondo de otro terreno. Bajé una reja baja. Me rasgué la mano apenas, pero ni lo sentí. Cuando la adrenalina está alta, la piel es solo un detalle.
Y entonces encontré una casa con una entrada que, por un segundo, pareció una posibilidad. No voy a decir cómo ni por qué, porque no quiero describir vías de acceso. Solo voy a decir esto: entré a esconderme como entra un animal acorralado.
Me quedé adentro, quieto, agachado, respirando despacio.
La casa tenía olor a comida vieja, a humedad, a vida ajena. Escuchaba mi propia respiración como si fuera demasiado fuerte. Tenía la impresión absurda de que el mundo podía oírme.
Afuera empezaron a pasar cosas.
No “ruidos” sueltos. Cosas.
Pasos que se organizan.
Voces que no conversan: coordinan.
Puertas de autos.
Una moto que vuelve a frenar.
Yo me quedé inmóvil.
Y en ese minuto, con el corazón golpeándome en la garganta, vi con claridad algo que hasta entonces solo intuía:
Ya no era un tema de comisaría.
Era una cacería montada.
La diferencia es brutal. En una comisaría, por lo menos, existe una ficción de reglas. En una cacería montada, las reglas son comodidad.
Yo pensé en mi tío. En el papel. En la etiqueta que me habían puesto. Pensé que, si en ese momento yo salía a pedir ayuda gritando, la respuesta más probable no era protección. Era burla. Era rechazo. Era “está loco”.
Y ese pensamiento me dio una quietud rara.
Una quietud fría.
Porque ahí entendí el diseño completo: te persiguen y, al mismo tiempo, te sacan credibilidad. Te dejan sin voz. Y cuando estás sin voz, cualquiera te puede tocar.
Sentí ganas de gritar. Pero no grité.
Gritar hubiera sido regalar el final.
En vez de gritar, escuché.
El miedo me afiló el oído. Las voces de afuera eran de hombres. Algunas tranquilas, otras rápidas. Algunas sonaban “civiles”. Otras tenían esa autoridad seca que no necesita uniforme.
Yo no podía verlos, pero podía sentir el despliegue. Como si el pueblo se hubiera convertido en un cerco.
Y ahí pasó algo que nunca se olvida: el reconocimiento.
En medio de esa movida, escuché una risa corta. Una voz que parecía haberme visto antes. No te lo puedo explicar racionalmente. Hay voces que se te quedan en la memoria porque vienen pegadas al peligro.
Esa voz me dio una certeza que me ayudó a actuar:
Me están buscando de verdad.
No para “preguntar”. No para “notificar”. Para cerrar el asunto.
No voy a mentirte: esa idea te rompe las piernas por un segundo.
Te dan ganas de tirarte al piso y quedarte ahí. Te dan ganas de desaparecer. Te dan ganas de que todo termine.
Pero en mi caso pasó otra cosa.
Sentí esa fuerza interior que yo le digo “fuerzas celestiales” porque no encuentro otra palabra. No es una cosa linda. No es un abrazo. Es como un fierro caliente en el pecho que te obliga a moverte.
Como una orden silenciosa:
Ahora.
Yo supe que no podía quedarme en esa casa. Que ese escondite era de minutos, no de horas. Porque si se cerraba el cerco, no había salida.
Esperé el momento justo. Ese segundo en el que la gente afuera se mueve y se distrae. Ese segundo en el que hay un hueco.
Me levanté sin hacer ruido. Me acerqué a una salida. Me preparé.
Y cuando oí una moto arrancar, me largué.
Salí como una sombra. Crucé como pude. Corrí sin mirar atrás.
A los pocos metros escuché un silbido, un grito, algo que confirmaba que me habían visto.
Yo seguí.
Corrí con una mezcla rara de miedo y determinación. Corrí sabiendo que si me alcanzaban no iba a haber explicación que valiera. Corrí entendiendo que mi vida dependía de no darles una escena fácil.
Y mientras corría, pasó lo que nunca hubiera imaginado:
Alguien que debería haber sido mi final… me dejó vivir.
Lo vi en una bicicleta. Lo vi aparecer al costado, como un ángulo cerrado del destino.
Me reconoció.
Y en vez de señalarme, en vez de entregarme, hizo otra cosa:
Me miró. Y me dejó ir.
No lo entendí en ese momento. Lo entendería después.
En ese instante solo sentí que el cerco tenía una grieta.
Y corrí hacia esa grieta.
Porque a veces —solo a veces— el enemigo no es quien te mata.
A veces el enemigo es quien te obliga a descubrir quién sos cuando nadie te protege.
< Índice | < Capítulo 11 | Capítulo 13>