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Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
 Me quisieron borrar. No sabían que yo iba a escribir.

Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo






CAPÍTULO 11 — LA REMISERÍA

Yo llegué a la remisaría con una esperanza chiquita, casi ridícula.

Una esperanza práctica: tomar un auto, alejarme, salir del radio, respirar. Nada heroico. Solo distancia.

La remisaría era un lugar común: un mostrador, una silla vieja, olor a café recalentado, un calendario colgado torcido. Un lugar donde la gente va y vuelve, donde nadie imagina que se puede estar decidiendo una vida.

Yo entré tratando de parecer normal.

Ese fue siempre el ejercicio más difícil: parecer normal cuando tu cuerpo está en guerra.

Me acerqué al mostrador. Pedí un coche. Me dijeron que “no había” o que “no salían”, algo así. No puedo jurar las palabras exactas porque, cuando estás alerta, tu cabeza no graba frases: graba señales.

Y la señal apareció en forma de cara.

Lo vi.

Una persona vinculada al pasado de Amparo. Una cara que no debería estar ahí, en ese momento, en ese lugar, en mi ruta de escape.

La vida tiene coincidencias. Pero las coincidencias tienen un límite. Y yo ya estaba viviendo fuera del límite.

El tipo me miró apenas. No hizo un gesto grande. No necesitaba. Lo que hizo fue peor: actuó como si yo fuera parte del paisaje, como si ya supiera que yo iba a aparecer.

Dijo algo al aire. Un comentario que podía ser cualquiera. Después se dio vuelta y entró a la oficina interna.

Y ahí hizo lo que convirtió mi esperanza chiquita en certeza grande:

Agarró un teléfono.

No un teléfono para hablar con un cliente. No un teléfono de “remises”. Lo agarró con esa urgencia rara de quien tiene que avisar algo.

Yo no escuché la conversación. No hizo falta.

Vi la postura. Vi la rapidez. Vi esa mirada que se va al costado, como quien cuida que nadie lo vea, pero a la vez quiere que vos entiendas.

Mi estómago se cerró.

Fue instantáneo: mi cuerpo reconoció el patrón.

Esto no es una remisaría. Es un punto de control.

No sé si ellos tenían una red enorme o si solo sabían poner gente en lugares clave. No sé si el tipo llamaba a un policía, a un civil, a un conocido, a un “contacto”. No sé.

Lo que sí sé es que en ese segundo mi vida se redujo a una decisión:

O me quedo esperando un coche que no va a venir,

o me voy ahora.

Me fui.

No me despedí. No discutí. No pregunté por qué. No me hice el valiente.

Salí caminando rápido, y a los pocos pasos ya estaba corriendo.

Cuando uno corre de verdad, corre con una verdad adentro: sabés que si te alcanzan, termina mal.

Doblé en una esquina, después en otra. Entré por una calle chica. Miré atrás y vi movimiento. No puedo asegurar si era por mí o por cosa mía, pero el aire se volvió pesado de nuevo, como esa vez que la policía entró con armas en mi casa.

Entonces hice lo que hace cualquiera cuando el mundo se vuelve un pasillo sin salida:

Busqué un lugar sagrado.

Entré a una capilla.

El lugar estaba tranquilo, fresco, con ese olor a vela apagada y a madera vieja. Me metí como quien se mete en el único lugar donde cree que la violencia tiene vergüenza.

Me equivoqué.

A los pocos minutos alguien me vio y me preguntó qué hacía ahí. Yo intenté explicar, pero no me dejaron terminar. Me dijeron que me tenía que ir. Que no podía estar. Que no, que no, que no.

Me echaron.

No con insultos. Con esa frialdad que duele más: la frialdad del que no quiere problemas.

Salí otra vez a la calle.

Y ahí sentí lo que nunca se olvida:

La sensación de que el pueblo entero te está mirando sin mirarte.

Autos que pasan lento.

Gente que aparece en esquinas donde no había nadie.

Un silencio colectivo que no es paz: es miedo.

Yo ya no era un tipo pidiendo un remís. Yo era un bulto moviéndose en un tablero, y alguien estaba siguiendo la jugada.

Corrí de nuevo.

Me metí en un pasillo. Crucé un patio. Salté una reja baja. Me escondí en una casa.

Me quedé quieto, agachado, respirando despacio, escuchando el mundo a través de paredes ajenas.

Y entonces empezó la cacería.

No la cacería legal. No la cacería de papeles. Esa ya venía.

La otra: la de calle.

Escuché pasos. Escuché voces. Sentí que afuera había gente que no estaba paseando.

Y en medio de ese caos entendí una verdad simple y brutal:

El problema ya no era “salir del pueblo”.

El problema era salir vivo.

Esa remisaría no fue un lugar.

Fue un mensaje.

Fue la confirmación de que mi nombre circulaba.

De que mi cara circulaba.

De que mi movimiento era información.

Y que el silencio no solo estaba en policías o funcionarios.

El silencio también era la gente común que, por miedo, se convierte en espectadora.

Yo cerré los ojos un segundo dentro de esa casa y me prometí algo:

No importa cuántas puertas me cierren, no me van a cerrar la vida.

Y cuando escuché una moto frenar cerca, supe que el momento de esconderse se terminaba.

Había que moverse otra vez.

Porque en Operación Silencio, quedarse quieto es morir.


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