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Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
 Me quisieron borrar. No sabían que yo iba a escribir.

Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo






CAPÍTULO 10 — EL PAPEL QUE TE MATA

Yo siempre pensé que lo peor que te puede pasar es que te encierren.

Me equivoqué.

Hay algo peor que el encierro: que te vuelvan inútil la palabra.

Que te saquen el derecho a ser creído.

Eso fue lo que hicieron con ese papel.

Yo venía de días que no eran días: eran tramos. Tramos de hambre, de correr, de esconderme, de mirar esquinas como si fueran bocas de lobo. Ya no tenía chips, ya no tenía casa, ya no tenía calma. Y aun así, en algún lugar de mi cabeza seguía existiendo una idea vieja, una idea de infancia:

Si llego a lo de alguien de familia, ahí se corta.

Esa idea es dulce. También es peligrosa. Porque te hace bajar la guardia justo cuando no tenés que bajarla.

Apareció el nombre de mi tío Alberto como aparece una tabla en el agua cuando estás por hundirte. No era perfecto, no era seguro, pero era lo único que todavía sonaba a refugio.

Cuando me preguntaron por él, lo dije.

Todavía me cuesta admitirlo, pero lo dije con alivio. Como si pronunciar “familia” fuera abrir una puerta.

Me preguntaron dirección.

La di.

Ahí empezó el truco.

No fue violencia directa. No fue un golpe. No fue una amenaza de río. Fue más fino.

Fue un trabajo psicológico.

Un trabajo para convertir mi historia en delirio.

Porque si mi historia era delirio, entonces las bombas eran “exageración”.

Entonces las amenazas eran “paranoia”.

Entonces la persecución era “ideas”.

Entonces todo lo que yo denunciara, en adelante, podía ser respondido con una frase:

—Está descompensado.

Ese es el modo más elegante de Operación Silencio: no te mata, te diagnostica.

Me llevaron de un lugar a otro, con esa lógica de “vamos a ayudarte” que siempre termina en “vamos a acomodarte”. No importaba lo que yo dijera. A veces ya está decidido antes de que vos hables. Vos hablás solo para justificar el paso siguiente.

Yo pedía una cosa concreta:

—Comuníquense con un fiscal de afuera. De otra provincia. Alguien que no esté metido acá.

No pedía privilegio. Pedía oxígeno.

Yo sabía lo que estaba viendo. Sentía lo que estaba viviendo. Y sabía algo básico: si la red era local, yo necesitaba un punto externo. Un oído limpio. Una firma no contaminada.

Me dijeron que se “comunicaron”.

Volvieron con tres opciones que supuestamente venían “ordenadas”:

  1. fiscalía local,

  2. hospital,

  3. volver con mi tío.

Podrían haber dicho “tirate al río” y hubiera sido igual de honesto. Porque las tres opciones eran parte del mismo circuito.

Elegí mi tío.

Elegí el gesto humano.

Elegí lo que todavía me quedaba de fe en las personas.

Pero pedí algo mínimo: que me dejaran en el pueblo para tomar un remís y alejarme sin exponer a nadie. Yo ya no quería arrastrar gente conmigo. Ya había visto cómo el miedo contagia: no quería que se infectara nadie más.

Me dejaron.

Y yo, por un segundo, pensé: listo, zafé.

La vida me duró un minuto.

En la comisaría, mientras yo estaba en ese circuito de “demorado”, ellos hablaron con mi tío.

Y no hablaron para protegerlo.

Hablaron para convencerlo.

Lo convencieron de que yo estaba loco.

No porque mi tío fuera malo. Mi tío era… humano. Un hombre común intentando entender una situación imposible. ¿Qué haces cuando te cae la policía y te dice que tu sobrino está “fuera de sí”? ¿Qué haces cuando te pintan una escena donde vos quedás como el salvador si firmás un papel?

Firmó.

Ese papel decía, en esencia, que yo no estaba bien. Que estaba alterado. Que mi percepción no era confiable.

Un papel.

Un papel es un arma silenciosa.

Porque a partir de ahí cualquier denuncia mía podía ser triturada sin mirar pruebas. A partir de ahí, yo podía mostrar cámaras, mensajes, movimientos bancarios, irregularidades… y siempre iba a existir la salida fácil:

—No está bien psicológicamente.

Es perverso porque te obliga a discutir tu propia realidad.

Y cuando discutís tu realidad, el sistema gana tiempo. Y el tiempo, en manos de una red, es poder.

Me enteré después, en fragmentos, por comentarios, por miradas, por la forma en que me respondían. Había un cambio de trato: ya no era “el tipo que dice que lo persiguen”, era “el tipo que está mal”.

Yo lo vi claro y me dolió como si me hubieran roturado la frente.

Ahí entendí otra cosa de manera brutal: la familia, cuando está asustada, puede transformarse en otra herramienta del sistema.

No por maldad. Por miedo.

Porque el miedo prefiere una explicación simple, aunque sea falsa, antes que aceptar una verdad enorme: que hay redes capaces de fabricar culpables.

Después pasó lo de la remisaría. Yo todavía no había llegado a eso, pero ya lo estaba oliendo. Empecé a notar que afuera del circuito policial había ojos. Había gente que no tenía uniforme pero se movía con la misma coordinación.

Y ya con el papel encima, yo era más vulnerable.

Porque si me pasaba algo, si yo gritaba, si pedía ayuda, ya había una etiqueta: “está loco”.

Es el truco perfecto. Te persiguen y te vuelven inaudible.

Te quieren matar dos veces: una en la calle y otra en la credibilidad.

Ese día también pensé en mi viejo.

Pensé en su mente quebrada, en lo fácil que es decir “no está bien”. Pensé en lo frágil que es la palabra “locura” en un país donde funciona como bolsa de basura para tirar el problema que nadie quiere mirar.

Me dio bronca y me dio pena. Bronca por el uso. Pena por mi tío. Pena por mí. Pena por cualquiera que caiga en una red así.

Y en medio de esa bronca sentí una claridad que me sostuvo:

Que yo no iba a discutir mi realidad.

Yo no estaba loco.

Yo estaba perseguido.

Yo estaba atrapado en una maquinaria.

Y si ellos querían que yo fuera incoherente para justificar su relato, yo iba a hacer lo contrario:

Iba a volverme más frío.

Más preciso.

Más estratégico.

Ese papel, que estaba hecho para destruirme, terminó dándome una brújula:

A partir de ahora, cada paso tenía que ser registrable. Cada escena tenía que transformarse en evidencia.

No para una comisaría.

No para un “procedimiento”.

Para cuando llegara el momento correcto.

Porque si la justicia no estaba accesible en ese instante, la memoria sí.

Salí de ahí con una sensación amarga: la familia no siempre te salva.

A veces te firma.

Y con ese papel invisible pegado a la espalda, caminé hacia la remisaría creyendo que todavía podía irme del pueblo como un ciudadano.

No sabía que en esa puerta me estaban esperando.

No con uniforme.

Con teléfono.

Con señal.

Con el tipo de casualidad que no existe.

Y yo, sin quererlo, era la presa.


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