Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo
CAPÍTULO 9 — LA CIUDAD SIN REFUGIO
Cuando tiré los chips sentí un alivio que duró poco.
El alivio fue físico: como sacarte una soga del cuello. El miedo se aflojó un segundo, como si el mundo por fin dejara de verme.
Pero duró poco porque enseguida apareció la otra cara: sin chips también dejás de existir en la vida moderna. No es poesía, es logística. Sin chip no sos localizable… pero tampoco sos alguien que pueda pedir ayuda fácil, pagar algo rápido, avisar “estoy vivo”.
Yo estaba en ese punto raro donde la libertad y la vulnerabilidad se parecen.
Me quedé con lo único que no pude tirar: yo.
Y con eso tenía que alcanzar.
Caminé horas. O lo sentí como horas. En la calle, cuando estás perseguido, el tiempo no se mide por reloj. Se mide por el cuerpo: por el cansancio en las piernas, por el hambre en el estómago, por la garganta seca, por el dolor en las muñecas que no se termina.
La ciudad me parecía la misma, pero yo ya no era el mismo. Antes yo miraba negocios, carteles, autos. Ahora miraba patrones.
Autos que pasan lento dos veces.
Personas que se quedan quietas de más.
Motos que aparecen en esquinas repetidas.
Miradas que se clavan una fracción de segundo.
No puedo asegurar qué era paranoia y qué era realidad. Lo único que sé es esto: mi cuerpo sabía que estaba en peligro. Y cuando el cuerpo sabe, vos aprendés a obedecerlo.
Empecé a moverme como se mueve alguien que no quiere ser recordado.
No repetía caminos.
No me quedaba quieto en un lugar.
No entraba dos veces al mismo negocio.
No pedía ayuda a cualquiera.
Me di cuenta de algo: yo había vivido años apoyándome en la fuerza del carácter, en la voluntad, en la idea de “si laburo y hago las cosas bien, salgo adelante”.
Ese día entendí que hay escenarios donde la voluntad no alcanza. Donde “hacer las cosas bien” no te protege. Donde el reglamento se vuelve una máscara.
Ahí, lo que te salva es la estrategia.
Estrategia no es ser inteligente. Estrategia es ser simple.
Si un lugar se siente “raro”, te vas.
Si alguien te mira demasiado, te corrés.
Si aparece una cara conocida, te desaparecés.
Yo tenía hambre, pero el hambre no me dominaba. Lo que me dominaba era la alerta. La alerta es un motor que no descansa.
En algún momento me encontré mirándome en un vidrio. Un reflejo rápido de mí mismo. Me vi y no me reconocí.
Tenía la cara cansada. Ojos hundidos. Un moretón que asomaba. Las manos hinchadas todavía. La ropa con olor a calle aunque yo todavía no quisiera aceptarlo.
Este soy yo ahora, pensé.
Y la idea me dio bronca.
Bronca no por la pobreza, no por la calle, no por el golpe. Bronca por la injusticia. Bronca por la impunidad que había sentido en cada paso del camino. Bronca por el montaje. Por el apellido. Por el uniforme que decide.
Pero la bronca, si la dejás suelta, te mata. Porque te hace volver. Te hace querer discutir. Te hace querer “poner las cosas en orden”.
Y yo no podía ordenar nada. Yo tenía que sobrevivir.
Lo más duro de no tener refugio fue descubrir que la ciudad no es neutra.
Yo crecí creyendo que la calle es dura pero justa en una cosa: si te esforzás, aunque sea tarde, algo te devuelve. Esa es la mentira más grande que nos contamos para no ver lo otro: hay lugares donde el poder está tan mezclado con la calle que la ciudad se vuelve una extensión de la red.
No es que “todo el mundo está metido”. No.
Es peor: es que todo el mundo tiene miedo.
Y el miedo es un idioma callado. Un idioma que te cierra puertas sin necesidad de insultarte.
Me pasó con cosas simples:
Una mirada que se aparta.
Un “no puedo ayudarte” sin explicaciones.
Un “no te metas acá” dicho con cariño pero con pánico.
Yo entendí que la gente común no es mala. Es sobreviviente. Y cuando el sistema te muestra que puede arruinarte por hablar, la gente elige silencio.
Operación Silencio no funciona solo por los que la manejan. Funciona también por los que la temen.
Ese pensamiento me pegó más fuerte que el hambre.
Porque yo estaba solo, sí. Pero no estaba solo “por azar”. Estaba solo porque el miedo ordena el mundo.
Mientras caminaba armé una regla que después me salvaría muchas veces:
Si un lugar te da vergüenza, no lo uses de refugio. Si un lugar te da miedo, no lo uses de refugio. Refugio es donde podés respirar.
Yo no tenía un lugar así.
Entonces convertí el movimiento en refugio.
Me refugié en no quedarme.
En no repetir.
En no confiar.
A la noche, cuando el frío me entró por la espalda, me senté en un rincón donde la luz no pegaba directo. La luz también es una forma de exposición. Algunas luces no iluminan: señalan.
Me comí algo que no quiero describir. No por asco, por respeto. Hay miserias que uno no quiere volver a tocar ni con palabras.
Me quedé mirando la oscuridad y pensé en la casa. En la puerta. En las cerraduras nuevas. En la computadora que ya no estaba. En las cuentas que seguramente estaban tocando.
Lo increíble es que, en vez de romperme, esa imagen me endureció.
No en el corazón. En la decisión.
Yo ya había perdido lo material. Ahora tenía que salvar lo intangible: mi historia, mi verdad, mi coherencia.
Porque cuando te cazan así, quieren que termines haciendo algo desesperado que justifique el relato que ya escribieron para vos. Quieren que te vuelvas violento, que te equivoques, que amenaces, que caigas en una trampa.
Yo lo vi claro en ese rincón de noche.
No iba a darles esa escena.
A la mañana siguiente caminé otra vez. Tenía la boca seca, el cuerpo pesado, pero la cabeza funcionaba.
Y ahí lo noté: cada vez que yo me detenía, algo se detenía cerca.
No lo podía probar, pero lo sentía. Como una sombra que se agranda cuando te quedás quieto.
Me moví.
Me metí por calles chicas. Cambié de dirección sin lógica. Entré a un lugar, salí por otro. Miré reflejos, no caras. Vi una moto pasar y volver. Vi un auto estacionarse donde no tenía sentido.
En un momento pensé algo que me dio escalofríos:
No me están buscando para notificarme algo. Me están buscando para terminarlo.
Y cuando esa idea se te instala, hay un duelo interno. Parte de vos quiere correr hasta cansarse y caer. Parte de vos quiere plantarse y gritarle al mundo. Parte de vos quiere desaparecer.
Yo elegí lo único que podía elegir:
Seguir vivo.
Ese día, mientras caminaba, entendí que el verdadero refugio no es una casa. Es una decisión.
Una decisión tan simple que parece poca cosa, pero que te salva:
Todavía no voy a morir.
Y con esa decisión, empecé a buscar la primera grieta real para salir del radio de la red.
Todavía no la había encontrado.
Pero ya sabía algo nuevo: la ciudad —mi ciudad— no era un lugar.
Era un campo.
Y yo, sin quererlo, era la presa.
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