Ir al contenido

Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
 Me quisieron borrar. No sabían que yo iba a escribir.

Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo






CAPÍTULO 8 — EL SAQUEO

Yo estaba peleando por respirar y, al mismo tiempo, estaban peleando por mis cosas.

Eso es lo más perverso de Operación Silencio: mientras vos corrés para salvar la vida, otros se sientan tranquilos a repartirse tu ausencia.

Yo no lo sabía en ese momento con precisión. Lo empecé a sentir como se sienten las tragedias verdaderas: por señales sueltas que, cuando las juntás, forman un mapa.

Un correo que ya no respondía igual.

Un acceso que se caía.

Una notificación rara.

Una llamada que no entraba.

Yo estaba en modo supervivencia, durmiendo en la calle, escondiéndome, cortando chips, entrando a lugares que nunca hubiera pisado. Y sin embargo, una parte de mí seguía conectada a lo que había sido mi vida: la empresa.

Porque mi empresa no era solo trabajo. Era identidad. Era el resultado de años. Era la única estructura que yo había construido sin familia.

Y mientras yo era perseguido, alguien metía mano en esa estructura con la frialdad de quien abre una caja fuerte.

Amparo.

Decir su nombre me genera una mezcla rara: bronca, tristeza y una especie de vergüenza. No por ella. Por mí. Por no haber entendido a tiempo la regla más básica de la vida real:

Cuando una pareja se separa, se separa.

Y si hay una empresa en el medio, se separa el doble.

Yo la amé diez años. Y después de separarnos la dejé trabajando. Tres años más. Por confianza. Por costumbre. Por creer que el pasado podía convivir con el presente.

Fue un error.

Ella conocía todo. No “algo”. Todo.

Cómo se movía la empresa.

Qué acceso abría qué puerta.

Qué cuenta pagaba qué cosa.

Qué correo recibía qué información.

Qué empleado obedecía a quién.

La conocía al pie de la letra, como se conoce una casa cuando viviste adentro.

Y en esa semana —la semana en que yo estaba marcado, sin dormir, sin chip, corriendo— ella entró.

No entró para “ayudar”. No entró para “ordenar”.

Entró para quedarse.

Robó una computadora clave. Una computadora maestra. La máquina que concentraba el corazón del sistema: accesos, archivos, respaldos, credenciales, historia, control.

No estoy hablando de una notebook. Estoy hablando de un centro de gravedad.

Esa computadora era el tipo de objeto que, si cae en manos equivocadas, te borra sin tocarte.

Al mismo tiempo, empezaron los movimientos bancarios. De un lado y del otro. Argentina, afuera. Cuentas que se tocaban con una facilidad que me heló la sangre cuando me enteré.

Yo veía caer mi mundo como se ve caer un edificio cuando estás lejos: primero te llega el polvo, después el golpe.

Lo peor fue la sensación de que ella actuaba como si mi muerte fuera un hecho.

Como si ya fuera seguro.

Como si el plan —el mismo plan del que yo había escapado— estuviera tan confirmado, que ella podía avanzar sin miedo.

Cambió correos institucionales.

Manipuló circuitos internos.

Intentó poner la empresa a su nombre en la práctica, aunque no pudiera en el papel.

Hasta se hizo una tarjeta a su nombre.

Y lo más simbólico, lo que me terminó de partir por dentro:

Cambió las cerraduras.

Eso fue el gesto final. El gesto de poder. El gesto que no necesita firma: “no volvés”.

Cambiar una cerradura es decirte que tu vida anterior terminó. Es expulsarte del lugar donde vos eras vos.

Yo no estaba para volver. Yo estaba para seguir vivo. Pero cuando supe lo de las cerraduras, algo adentro mío hizo “clic”.

No era solo un conflicto sentimental. No era solo una traición. Era apropiación en medio de una persecución.

Era… coordinación.

En ese momento, todavía no podía probar “alianzas” ni “redes” ni nada de eso. Pero había un patrón que era imposible de ignorar: todo ocurría al mismo tiempo, con una sincronía completamente antinatural.

Yo escapaba.

Las causas avanzaban.

Las pruebas se tocaban.

Los videos se intentaban borrar.

La empresa se usurpaba.

Las puertas se cerraban.

El relato se armaba.

Como si alguien hubiera dado una señal.

Como si yo ya estuviera muerto, pero mi cuerpo todavía no se hubiera enterado.

Y ahí apareció lo único que me sostuvo cuando todo lo demás se derrumbaba: la fuerza interior. Eso que yo llamo “fuerzas celestiales” porque no tengo otra palabra.

No es un ángel bajando del cielo, no es una escena de Hollywood. Es algo más simple y más duro:

Es la decisión de no entregar el alma.

Porque cuando te sacan la casa, la plata y la empresa, quieren un premio extra: que te rompas. Que te vuelvas nadie. Que te humilles. Que te calles.

Y yo, aunque estaba destruido, elegí lo contrario:

Elegí recordar.

Elegí registrar.

Elegí construir un caso en mi cabeza mientras caminaba con hambre.

Elegí sobrevivir para contar.

Esa semana entendí que la corrupción no siempre se ve como corrupción. A veces se ve como “trámites”. Como cambios de llaves. Como movimientos bancarios. Como correos que ya no te pertenecen.

A veces es una ex pareja que sabe demasiado.

A veces es un apellido protegido.

A veces es un uniforme que elige no escuchar.

Y a veces es todo eso junto, funcionando como un reloj.

Operación Silencio me dejó sin plata y sin puerta.

Pero cometieron un error.

Suponían que me iban a quebrar.

Y lo que hicieron fue fabricar algo que no se puede comprar ni robar:

Una razón.

Porque a partir de ese saqueo ya no se trataba solo de mí.

Se trataba de demostrar cómo opera una red cuando decide que un tipo común —un tipo que trabajó toda su vida— tiene que desaparecer.

Yo ya no tenía casa.

Pero tenía historia.

Y la historia, cuando se escribe, se vuelve un arma que no se puede plantar en un acta ni borrar en una comisaría.

La que te permite estar vivo para contar la otra.


< Índice | < Capítulo 7 | Capítulo 9>