Ir al contenido

Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
 Me quisieron borrar. No sabían que yo iba a escribir.

Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo






CAPÍTULO 7 — LOS CHIPS

Yo siempre creí que el peligro era físico.

Que te seguían con autos. Con motos. Con ojos.

No.

En este mundo también te siguen con números.

Yo estaba en la calle, sin dormir bien, con hambre, intentando pensar un paso adelante. Necesitaba conectarme. Revisar algo. Confirmar accesos. Ver si mis cuentas estaban bien. Ver si había movimiento. Ver si mi empresa seguía siendo mía. Ver si yo seguía existiendo.

Entré a un consultorio odontológico.

No por dientes. Por wifi.

Me senté, respiré, intenté calmar el temblor del cuerpo, y empecé a conectarme. Me movía como un ladrón, y lo irónico era que yo no estaba robando nada: estaba intentando recuperar mi vida.

Pero ahí sentí algo. Una presencia. Una repetición.

Como si cada vez que yo aparecía, algo apareciera también.

Me di cuenta: me estaban siguiendo.

No con ojos. Con mi teléfono.

Con los chips.

La sensación fue instantánea, matemática. Como cuando resolvés un problema y te da una respuesta fea, pero correcta.

Me levanté. Salí.

Y en la primera esquina, sin drama, sin ceremonia, hice algo que me dolió y me liberó:

Tiré los chips.

Los corté. Los rompí. Los dejé atrás como quien se arranca una parte del cuerpo para salvar el resto.

Sin chip sos menos persona para la vida moderna. Pero en ese momento, menos persona era más vida.

Corrí.

Y en esa huida desesperada terminé donde jamás imaginé terminar: en un lugar donde, si te ven entrar, ya sos culpable por existir. Una fábrica militar.

Entré como se entra a un santuario equivocado: sin permiso, sin protocolo, con el corazón en la garganta.

Alguien me frenó. Un jefe. Un tipo con autoridad.

Me miró con expresión de “¿qué hacés acá?” y me dijo que por entrar ahí podía ir preso noventa días.

Yo lo miré y le dije la verdad, sin adornos:

—Estoy peleando por mi vida. Tengo pruebas de corrupción. Me están armando una causa. Me quieren hacer desaparecer.

El tipo se quedó quieto. Yo vi una grieta en su cara. Dudó. Como si quisiera hacer lo correcto.

Me dijo que me iba a ayudar.

Yo quise creerle. Porque uno, incluso en el peor momento, necesita creer que todavía existe alguien correcto.

Pero su “ayuda” fue otra.

Llamó a la policía local.

Me llevaron demorado.

Primero a un hospital. Después a una comisaría.

Y ahí repetí lo mismo, como quien golpea una pared esperando que del otro lado haya alguien:

—Me están persiguiendo. Necesito hablar con un fiscal de afuera. Necesito salir de este circuito.

No era un capricho. Era lógica. Si todo mi problema era una red local, yo necesitaba alguien de otro lugar. Alguien que no estuviera contaminado. Alguien que no conociera al “protegido”.

En la comisaría me preguntaron por mi tío Alberto. Yo dije su nombre porque todavía creía que “familia” era refugio.

Me pidieron dirección.

Se las di.

Y ahí pasó otra cosa que todavía me amarga: en vez de protegerlo, fueron y lo convencieron de que yo estaba loco. Lo llevaron a firmar un papel que decía eso.

Un papel.

Un papel te mata sin tocarte.

Porque a partir de ahí, cualquier cosa que yo denunciara podía ser respondida con una frase:

—Está descompensado. Está paranoico. Está loco.

Operación Silencio también tiene ese modo: el modo psiquiátrico. No te mata. Te invalida.

Yo les rogué que me llamaran a un fiscal de otra provincia. Les pedí que escribieran lo que yo decía. Les pedí que registraran que yo quería denunciar. Me dijeron que “se comunicaron”.

Después volvieron con “tres opciones” supuestamente ordenadas por un fiscal:

  1. ir a la fiscalía local,

  2. ir a un hospital,

  3. ir con mi tío.

Elegí ir con mi tío. Elegí la opción humana, la opción que todavía tenía sentido en mi cabeza.

Pedí una cosa mínima: que me dejaran en el pueblo para tomar un remís e irme por mi cuenta.

Me dejaron.

Y ahí vi otra señal de que el mundo estaba tomado: cuando llegué al lugar del remís, había alguien conocido de mi pasado, conectado a la gente que me había rodeado antes. Ese tipo entró a la remisera, tomó un teléfono, habló rápido.

Yo lo vi y no esperé confirmación.

Salí corriendo.

Me metí en una capilla buscando aire, escondite, algo de Dios.

Me echaron.

No me preguntaron qué me pasaba. No me dieron agua. No me dejaron quedarme. Me echaron como se echa a un perro.

Me escondí en una casa.

Y entonces empezó.

Una cacería.

Gente de civil.

Autos que pasaban lento.

Sombras que cruzaban esquinas.

No voy a describir más de lo necesario, porque no quiero convertir el libro en un manual de persecución. Solo voy a decir la verdad: yo sentí que la ciudad entera se había puesto del lado de ellos.

En medio de ese infierno, pasó algo que todavía me desconcierta: uno de los que me vio tuvo piedad.

Un tipo en bicicleta. Un tipo que me había visto antes, cuando yo estaba encerrado. Un tipo del mundo oscuro.

Me miró y no me hizo nada.

Yo entendí por qué: porque yo, cuando pude, también traté bien a la gente. Y a veces la vida te devuelve eso en el momento más raro.

Después de eso volví a la calle. Dos días más.

Comí cosas que no quiero recordar. Bebí agua como si fuera un tesoro. Dormí como se duerme cuando no tenés dónde: en pedazos.

Y recién entonces, cuando ya no tenía chips, cuando ya no tenía rumbo claro, cuando ya no tenía orgullo, empecé a encontrar la salida.

No la salida legal todavía.

La salida física.


< Índice | < Capítulo 6 | Capítulo 8>