Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo
CAPÍTULO 6 — VOLVER POR LO MÍNIMO
Volver fue lo más difícil.
No porque tuviera miedo de una esquina o de un vecino. Volver fue difícil porque era aceptar que mi vida ya no estaba donde yo la había construido. Era entrar a mi casa como quien entra a un lugar prestado, con la certeza de que cualquier cosa podía ser la última.
Llegué con el cuerpo roto y la cabeza filosa.
Las manos todavía me ardían por las esposas. Tenía moretones que no quería mirar. Pero lo peor no estaba en la piel: estaba en el aire. La casa tenía un silencio raro, como si ya supiera lo que iba a pasar.
Caminé despacio.
Miré la puerta. Miré las ventanas. Miré los rincones. En lugares así uno aprende a buscar “lo fuera de lugar”: una sombra que no debería estar, un objeto apenas movido, un cable distinto, una marca nueva.
No encontré nada concreto. Y sin embargo, el miedo estaba ahí, instalado.
No era paranoia. Era experiencia.
Me fui directo a lo esencial. No iba a empacar una vida. Iba a sobrevivir.
Agarré documentos.
Algo de ropa.
Un poco de efectivo, lo que hubiera.
Dispositivos clave, y si no podía llevarlos, por lo menos cosas que me permitieran seguir existiendo: un pendrive, un respaldo, una libreta con datos.
En mi cabeza lo repetía como un mantra:
No te lleves lo que pesa. Llevate lo que te salva.
En un momento me quedé quieto, mirando la casa como si la estuviera viendo por primera vez. La oficina improvisada. Los lugares donde había recibido gente. El espacio donde había creído que ayudar era construir.
Y me cayó la verdad más amarga: yo había hecho de mi casa un refugio para otros… y ahora yo no tenía refugio para mí.
Me acordé de mi mamá. De cómo te sostiene una madre con una sola frase, con una mirada. Y me dolió que ya no estuviera, justo cuando más la hubiera necesitado.
Me acordé de mi viejo. Y pensé que, aunque siguiera vivo, ya no podía sostenerme. Su mente se había quebrado, y esa es otra forma de muerte: una muerte en cuotas.
Me acordé de mis hermanos. Y ahí se me endureció algo adentro. Porque cuando la familia te da la espalda, aprendés a caminar sin red… pero también aprendés que estás solo cuando el mundo se pone feo.
Esa casa, con todo lo que me había dado, se volvió una trampa.
Yo no sabía qué tanto sabían de mí. No sabía si alguien me estaba esperando. No sabía qué tan lejos llegaban los contactos del protegido. No sabía si lo de las bombas había sido solo un primer mensaje o un ensayo general.
Pero había algo que sí sabía:
Si yo me quedaba cerca, me volvían a agarrar.
Y esta vez, quizás, no me soltaban.
Salí con lo mínimo. Cerré la puerta sin mirar atrás. No por valentía. Por necesidad. Porque mirar atrás te abre un agujero en el pecho, y yo no podía darme ese lujo.
El primer lugar donde fui no importa por el lujo ni por la comodidad. Importa porque era lo único que yo tenía: un refugio familiar.
Me fui a lo de un tío.
Dos días.
Dos días donde dormí con un ojo abierto. Donde cualquier ruido me levantaba. Donde el celular ya no era una herramienta: era una posible soga.
En esos dos días empecé a entender el mapa real de la situación: no era solo que me habían armado una causa. Era que me habían puesto una marca.
Y cuando tenés una marca, la ciudad deja de ser ciudad. Se vuelve campo de caza.
Después cometí un error.
Busqué refugio en alguien conocido, alguien que yo creía “inofensivo”. Un tipo perdido, un cocainómano de esos que te prometen tranquilidad a cambio de algo que siempre termina siendo más.
Me dejó quedarme. Y al rato me mostró el precio:
—Comprame.
No le importaba mi miedo. No le importaba mi historia. Quería droga. Quería plata. Quería control.
Esa noche me fui.
Preferí la calle antes que un refugio que te cobra con tu alma.
Dormí afuera. Dos días.
El frío no es lo peor. Lo peor es el orgullo rompiéndose. Comer cosas que te darían asco en cualquier otro momento. Sentirte un animal esquivando luces. Agradecer un pedazo de pan como si fuera oro.
Y ahí, en la calle, entendí algo que me sirvió para todo lo que vino después:
Cuando te quieren cazar, vos no tenés que ser fuerte.
Tenés que ser invisible.
Yo estaba agotado, pero mi cabeza funcionaba como un motor caliente. Tenía que cortar rastros. Tenía que evitar patrones. Tenía que reducir todo lo que me conectaba con mi vida anterior.
El problema era que yo todavía no sabía cuál era el rastro más fácil de seguir.
Lo iba a aprender muy pronto.
Y lo iba a aprender por las malas.
< Índice | < Capítulo 5 | Capítulo 7>