Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo
CAPÍTULO 5 — OCHO HORAS
En la celda aprendí algo que suena simple, pero no lo es:
hay dolores que no buscan lastimarte… buscan enseñarte.
Enseñarte quién manda.
Enseñarte que tu cuerpo no es tuyo.
Enseñarte que tu voz puede no servir para nada.
Cuando los de Rosario se fueron, el lugar quedó más silencioso. Pero no era un silencio calmado. Era el silencio de después del rugido, cuando el animal solo cambia de forma.
Me habían dejado con una causa rondando en el ambiente, como una nube oscura que todavía no había descargado. Y todavía me quedaba mi cuerpo, mis manos, mi cabeza. Eso era lo único que todavía era mío.
Al principio, la celda era solo un encierro.
Después llegó el “procedimiento”.
Me volvieron a esposar. Esta vez no como control, sino como castigo. Sentí el metal como una mordida. Me ajustaron con paciencia, con esa paciencia cruel de quien sabe lo que está haciendo.
Las esposas quedaron tan apretadas que el dolor empezó a subir por el antebrazo como fuego. Intenté mover los dedos. Era como si los dedos no me pertenecieran. La circulación se cortaba por momentos, y cuando volvía, volvía con una punzada que te hace ver blanco.
Yo pedí que aflojaran. Pedí sin gritar. Pedí como pide alguien que todavía cree en la mínima humanidad.
Se rieron.
No todos. Pero con que uno se ría, alcanza para que entiendas el código del lugar: acá el dolor es una herramienta.
Después vinieron los golpes.
No fue un “apaleo” de película. Fue más frío. Más sucio. Golpes donde duele pero no siempre se ve. Golpes que dejan la sensación de que estás atrapado adentro de un cuerpo que ya no responde.
Y todo eso pasaba delante de gente que estaba ahí, trabajando, caminando, mirando.
Gente que, en otro contexto, te pediría el DNI y te hablaría de respeto.
Ese es el punto más oscuro de todo: no es un monstruo aislado. Es una rutina con testigos.
Entre golpe y golpe, yo pensaba en una sola cosa: aguantar.
Aguantar sin perder la cabeza.
Aguantar sin decir una palabra que después usen en mi contra.
Aguantar sin regalarles mi miedo.
Porque el miedo es combustible. Si te ven quebrado, avanzan.
Pasaron horas. Ocho, según mis cuentas. Ocho horas en las que el tiempo se vuelve un cuerpo más. Te aplasta lento.
En algún momento —cuando ya me dolían las manos como si me las hubieran arrancado— escuché que alguien decía algo sobre la causa. Algo como “privación ilegítima”. Algo relacionado con Luciana.
Yo me quedé helado.
No porque no supiera lo que había pasado. Sabía. Yo la había encerrado en una habitación. Sin violencia. Sin golpes. Sin daño. La había encerrado para que no coordinara con Gabriel mientras la situación se incendiaba. La había encerrado para que la vinieran a buscar. Para cortar el peligro, no para ejercer poder.
Pero en el mundo de Operación Silencio, los hechos no importan tanto como el relato.
Y ese relato era perfecto para ellos:
“El agresor encerró a una mujer.”
Listo. Con eso justificaban el ingreso, la persecución, la captura, los golpes, todo. Con eso podían pintarme como el malo y liberar a los demás de cualquier pregunta.
Yo entendí, ahí, que el objetivo no era solo lastimarme. Era fabricar una versión de mí.
Una versión incompatible con la verdad.
En esa comisaría yo no era un empresario. No era un tipo que trabajaba, que ayudaba gente, que había llamado al 911 tres veces. Yo era un personaje que necesitaban construir para proteger a otro: al protegido.
Cuando por fin me soltaron, no fue un “te creemos”. No fue “perdón”. No fue “aclarado”.
Fue una suelta sucia.
Me devolvieron el mundo con una etiqueta pegada.
Me dijeron que me iba, pero que quedaba una causa. Que me iban a llamar. Que “ya se iba a ver”.
Esa frase “ya se iba a ver” es la forma policial de decirte: a partir de ahora, tu vida es nuestra.
Salí con las manos hinchadas, con la cabeza zumbando, con marcas en el cuerpo y con una certeza limpia:
No podía quedarme.
Porque si yo me quedaba cerca, me terminaban de armar.
Si me quedaba, me buscaban otra excusa. Otro papel. Otra declaración. Otro testigo. Otra cosa que “diga” que yo era lo que ellos querían que yo sea.
Volví a mi casa solo por lo mínimo.
No por nostalgia.
Por logística.
Pertenencias. Documentos. Alguna ropa. Algún dispositivo. Lo justo para no morirme en la calle y lo justo para no cargar conmigo una vida entera.
Mientras juntaba cosas sentí algo peor que el dolor: el vacío.
La casa ya no me pertenecía. No porque alguien me hubiera echado oficialmente, sino porque el miedo ya había entrado a vivir ahí.
Miré una pared. Miré un pasillo. Miré el lugar donde yo había dormido tantas noches con la tranquilidad de quien siente que su casa es un refugio.
Y pensé:
Me destruyeron el refugio sin tocar una sola pared.
Afuera seguía el mundo normal. Autos. Vecinos. Perros. Gente yendo a comprar. Noche cayendo.
Pero yo ya estaba en otro mundo.
El mundo donde te persiguen por un nombre.
El mundo donde te siguen por un chip.
El mundo donde el Estado puede ser un enemigo.
Agarré lo necesario. Salí.
Y en la puerta, antes de cerrar, entendí que lo que venía ya no era “huir un rato”.
Lo que venía era la cacería.
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