Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo
CAPÍTULO 4 — BAIGORRIA
En la comisaría el tiempo no corre igual. Se espesa.
Cada minuto es una negociación silenciosa entre lo que vos sos… y lo que ellos deciden que sos.
Me sentaron en el suelo como si yo fuera un mueble incómodo. Tenía las muñecas ardiendo, la cabeza caliente, la ropa pegada al cuerpo. Me dolía todo, pero no era el dolor lo que me mantenía despierto: era el instinto.
Los de Rosario se movían como si ya hubieran ensayado. No preguntaban. Afirmaban.
—Este tenía un arma.
—Tenemos testigos.
—Hay que hacer las actas.
Yo los miraba y pensaba: ¿De qué arma hablan? Yo no tengo arma. Yo nunca tuve arma.
Pero ellos no hablaban de un objeto. Hablaban de una llave. Una palabra que abre puertas: “arma” te convierte en amenaza. Y una amenaza justifica lo que sea.
El guion era simple: si yo era peligroso, entonces todo lo que me hicieran después quedaba “explicado”.
Los oficiales locales los miraban con cara rara. Esa cara de “esto se está yendo de rosca” que aparece cuando alguien llega con demasiada confianza. Yo me agarré de esa incomodidad como si fuera un clavo en la pared.
Los de Rosario instalaron literalmente un mini “centro de operaciones” adentro de la comisaría. Papeles. Teléfonos. Idas y vueltas. Comentarios en voz baja que se abrían en risas cortas. Como si mi vida fuera un caso divertido.
En un momento escuché una frase que me confirmó lo peor:
—Los videos no van a estar.
No dijeron “vamos a pedirlos”. No dijeron “vamos a revisarlos”. Dijeron “no van a estar”. Como si ya hubieran hablado con alguien. Como si ya hubiera un acuerdo afuera.
Yo tenía alarma y cámaras, sí. Y ellos daban por hecho que esas imágenes iban a desaparecer.
Ahí fue cuando entendí el valor real de una prueba: no es la cámara. Es dónde cae la grabación.
Porque si la grabación queda “en un aparato en tu casa”, la casa se abre y la grabación se apaga.
Pero si la grabación ya está afuera, en la nube, ya no depende del miedo de nadie.
Yo tenía dos cámaras privadas. Discretas. Mías. Grababan y subían online.
No era un lujo. Era una manera de estar vivo en un país donde a veces la oscuridad tiene escritorio.
Me acerqué a uno de los oficiales locales y le hablé sin gritar. No quería hacerme el héroe. Quería que alguien, aunque sea uno, entendiera el peligro.
—No me pueden sacar de acá —le dije—. Si me sacan, me matan o me arman algo peor. Yo tengo cámaras propias que están grabando online. Si me pasa algo, eso queda.
El tipo me miró como si hubiera visto un fantasma. No por mí. Por lo que yo estaba diciendo. Porque sabía, en el fondo, que eso podía comprometerlos a todos.
Los de Rosario se enteraron rápido. En lugares así, la información corre más rápido que la sangre.
El clima cambió.
Ya no era “vamos a hacer lo que queremos”. Era “tenemos que manejar esto sin quedar pegados”.
Uno se me acercó y me habló con veneno controlado:
—¿Ah, sí? ¿Tenés cámaras?
Yo asentí.
—Dos. Suben online. No se pueden borrar acá.
Se quedaron duros un segundo. Fue hermoso y aterrador al mismo tiempo. Hermoso, porque por primera vez yo los vi perder el control. Aterrador, porque el animal herido es más peligroso.
Ahí empezaron con el plan B: el plan de presionarme.
—Dale, decí dónde están.
—Dale, pasá las claves.
—Dale, dejate de joder.
Yo no dije nada.
La verdad es que las claves eran mi vida. Si yo les entregaba eso, me quedaba sin nada: ni empresa, ni prueba, ni defensa. Y yo ya había sentido el patrullero. Ya había oído el “río”. No iba a regalarles mi última herramienta.
En un momento mencionaron al fiscal de turno.
Y ahí apareció la parte que nunca se ve en las películas: la burocracia no siempre es mala. A veces, la burocracia es lo único que frena a los violentos.
Los de Rosario querían sacarme de esa comisaría. Querían moverme. Llevarme a “su” territorio. Donde los testigos aparecen. Donde los papeles se firman sin preguntar. Donde el guion se cierra.
Pero el fiscal —por el motivo que sea, por prudencia, por cansancio, por decencia mínima— determinó algo que, en ese momento, me salvó:
Que yo quedara en Baigorria.
Eso a los de Rosario los irritó. Se los veía en la mandíbula, en los pasos, en la manera de cerrar puertas.
No se fueron contentos. Se fueron mirando hacia atrás, como quien promete “esto no termina”.
Antes de irse, uno de ellos me miró fijo, no como policía, como otra cosa. Como alguien que ya había tomado una decisión y solo necesitaba confirmarla.
Sentí que me estaban marcando.
Como se marca a un objetivo.
Cuando por fin se fueron, yo no sentí alivio. Sentí vacío. Y cansancio. Y un miedo que no era pánico: era un miedo inteligente, un miedo que ya estaba escribiendo una estrategia.
Me metieron en una celda.
Y ahí apareció lo más raro de todo.
Me dejaron con dos tipos que no encajaban. No eran “detenidos” comunes. Tenían otro aire. Otro cuerpo. Esa mirada que escanea. Esa calma de quien está acostumbrado a sobrevivir.
Yo pensé: listo, acá termina.
Pero la vida, a veces, te sorprende con humanidad en el lugar equivocado.
Se me acercaron despacio. Me hablaron normal. Me preguntaron cómo estaba. Me ofrecieron algo de agua. Me trataron como persona.
No me pidieron nada. No me amenazaron.
Con el tiempo —mucho después— entendí que esos dos, aunque venían de un mundo oscuro, me iban a ayudar. No por bondad. Por código. Porque yo, cuando tuve poder, también traté de ayudar.
Esa noche, sin embargo, yo solo sabía una cosa: había sobrevivido a un intento de traslado.
Pero el precio era alto.
Porque cuando la maquinaria no te puede mover, busca otra cosa: quebrarte.
Y ahí empezó la parte de la historia que no se cuenta en voz alta, la que se oculta detrás de palabras prolijas como “procedimiento”.
Las esposas volvieron. Más apretadas.
Los golpes volvieron. Más precisos.
La humillación volvió. Más fría.
Y al final, después de horas, me hicieron lo que más les convenía:
Me soltaron… pero me dejaron una causa.
No era libertad. Era marca.
Una marca para que cualquiera que me viera después, viera primero el papel.
Una marca para que mi palabra valiera menos.
Una marca para que, si yo denunciaba, pudieran decir: “este está loco”, “este es violento”, “este es peligroso”.
Operación Silencio no solo intenta matarte.
A veces intenta algo peor:
hacer que, aunque estés vivo, nadie te crea.
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