Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo
CAPÍTULO 3 — EL PATRULLERO
Cuando me esposaron, tuve una certeza que me dio frío por dentro: no me estaban deteniendo. Me estaban conduciendo.
Hay una diferencia enorme entre una detención y un traslado. La detención, en teoría, tiene reglas. El traslado, cuando está sucio, es una tierra sin testigos.
Me empujaron contra el patrullero. Sentí el metal en la cara, el olor a transpiración vieja, a tapizado caliente. Uno me apretó el brazo con fuerza, como si yo fuera un bulto. Otro me habló al oído.
—Te vas a hacer el loco y terminás en el río.
No lo dijo con bronca. Lo dijo con tranquilidad. Y eso fue lo más aterrador.
Me subieron.
Las esposas estaban apretadas de entrada, pero todavía no era lo peor. Lo peor era el sonido: la puerta cerrándose con ese “clac” que te separa del mundo, como si la realidad se hubiera quedado afuera y adentro quedara solo la voluntad de ellos.
Arrancaron.
En el camino seguían hablando. No entre ellos: conmigo. Como si necesitaran que yo entendiera que acá no había negociación.
—No tenés a quién llamar.
—No te va a creer nadie.
—Vos te metiste con quien no tenías que meterte.
Yo miraba el vidrio, las luces, las calles pasar como si fueran de otra vida. Mostraban el mundo normal, el mundo de gente que va a comprar pan, que vuelve del trabajo, que vive sin saber que a veces la muerte puede venir con uniforme.
Dijeron que me llevaban a un hospital.
Cuando escuchás “hospital” pensás en salud, en médicos, en algún tipo de neutralidad. Yo lo pensé también. Por un segundo creí que ahí iba a tener un respiro, que iba a poder pedir una llamada, que alguien iba a escuchar.
Llegamos. Me bajaron con esa mezcla de prisa y control. Todo era rápido: pasillos, miradas, preguntas cortas. Me hicieron un control, lo mínimo. Y mientras tanto, yo intentaba lo único importante para mí:
—Necesito hacer una llamada.
No pedía un favor. Pedía un derecho. Pedía un salvavidas.
Se lo dije a un médico. Después a una enfermera. Después a otra persona que pasaba y parecía tener autoridad.
Nadie quiso.
No era que no podían. Era que no querían meterse.
Ahí entendí otra capa del silencio: el silencio por terror. El silencio por “no te metas”. El silencio por saber que el uniforme pesa más que la verdad.
En un momento miré a uno de los policías y le dije algo que me salió desde lo más animal de mí:
—Ustedes no me pueden hacer desaparecer.
Se rió.
—¿Querés probar?
No sé si fue esa risa o el cansancio, pero algo en mí se quebró. No el miedo. Se quebró la obediencia.
Yo sabía que, si me quedaba sometido, me llevaban directo a un lugar sin cámaras y sin registro. Yo había visto demasiado. Había dicho nombres. Había hablado de bombas. Había señalado a “un protegido”. Y ahora yo era el problema.
Entonces hice lo que nunca imaginé hacer: me resistí.
No para lastimar a nadie. No para escapar como un delincuente. Me resistí para seguir vivo.
Forcejeé. Me moví. Busqué un ángulo, un segundo de error. Ellos me golpearon fuerte. Me doblaron, me empujaron, me apretaron las esposas más.
Sentí el metal clavarse en la piel.
Después me cargaron otra vez al patrullero.
Y ahí empezó el viaje que más me marcó.
Dijeron que iban hacia Rosario.
No importa el nombre de la ciudad en el libro, importa lo que significa: “te vamos a sacar de tu zona, te vamos a mover a donde nosotros mandamos”. Donde los contactos funcionan. Donde el apellido pesa más. Donde un expediente nace muerto y ya viene con sentencia.
En el patrullero seguían.
—Allá no te salva nadie.
—Allá te acomodamos.
—Allá terminás.
Yo respiraba como podía. Las manos me ardían. Tenía la cara caliente por los golpes. Pero lo que más me quemaba era la idea de no poder avisarle a nadie. De que mi historia quedara en manos de los mismos que querían escribirme una causa.
En un momento, no sé de dónde saqué fuerza, pero la saqué.
Empecé a mover las manos. Las esposas estaban apretadas, pero no están hechas para el que se rinde. Están hechas para el que obedece. Yo ese día no estaba obedeciendo.
Me retorcí. Puse el pulgar como palanca. Busqué un hueco mínimo, un error de ajuste.
Y pasó.
Sentí un alivio brutal: una muñeca se liberó.
No fue magia. Fue desesperación.
Ellos se dieron cuenta tarde. Se alteraron. Uno gritó. El otro quiso agarrarme, pero en un patrullero, con el auto en movimiento, la fuerza no es limpia.
Yo no quería pelear. Yo quería impedir que me llevaran a un lugar sin retorno.
Fue una lucha dentro de un espacio mínimo: rodillas, codos, gritos, golpes. Un caos breve y salvaje.
Y entonces ocurrió algo inesperado: cambiaron el plan.
Yo escuché que uno dijo algo como: “No podemos con este tipo así”. No sé si lo dijeron por mi fuerza o por el miedo de que, si llegábamos lejos, todo se descontrolara. Pero esa frase les cambió el rumbo.
En vez de Rosario, giraron.
Me llevaron a una comisaría local, en Granadero Baigorria.
No lo sentí como victoria. Lo sentí como pausa.
Porque una pausa también es una oportunidad para que el otro arme mejor el guion.
Llegamos.
Me sacaron con violencia. Me ajustaron de nuevo. Me empujaron por un pasillo. Me sentaron.
Y ahí vi algo que me heló el estómago: los de Rosario venían con hambre. No hambre de justicia. Hambre de control.
En esa comisaría, delante de gente que trabajaba ahí, empezaron a hablar como si yo no existiera:
—Este tenía un arma.
—Tenemos testigos.
—Hay que armar la causa.
Yo los escuchaba y sentía como si alguien estuviera escribiendo mi vida con una birome que no era mía.
Cuando uno de ellos dijo “arma”, me di cuenta de que ya no era un conflicto. Era un montaje.
Me miré las manos, marcadas, hinchadas. Miré el piso, frío, manchado, de oficina vieja. Y pensé:
Si me sacan de acá, me matan.
O peor: me desaparecen dentro de un expediente.
Entonces me aferré a lo único que tenía para equilibrar la balanza:
La prueba.
Yo tenía cámaras. No las de ninguna empresa. Cámaras mías. Dos ojos privados que grababan y subían por internet.
Ellos todavía no lo sabían.
Y yo todavía no sabía hasta dónde estaban dispuestos a llegar para que esas imágenes no existieran.
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