Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo
CAPÍTULO 2 — TRES LLAMADAS AL 911
La primera llamada fue por prudencia.
La segunda, por miedo.
La tercera… la tercera fue porque entendí que ya no estaba pidiendo ayuda: estaba dejando constancia de que me estaban cazando.
Después de la amenaza de Gabriel, la casa se me volvió un tablero. Cada puerta, cada pasillo, cada ventana tenía un valor nuevo. Yo seguía trabajando, sí, pero ya no trabajaba tranquilo. La tranquilidad es un lujo cuando sabés que alguien puede entrar a tu vida por el lado institucional.
Yo había aprendido a pelear con problemas reales: deudas, gente, calle, clientes, crisis. Pero esto era distinto. Esto era un problema que se presentaba con uniforme, con apellido y con sonrisas cortas.
La primera patrulla había pasado sin pena ni gloria. Miraron, preguntaron, se fueron. El tipo de visita que te deja peor, porque te confirma que el sistema no se mueve por vos.
Y entonces fue el estallido.
No fue un disparo. No fue un incendio. Pero el cuerpo lo sintió como si lo fuera.
Un golpe seco, metálico, violento, en el frente de la casa. El ruido entró por las paredes y quedó vibrando en el pecho. Por un segundo no entendí qué era, solo supe que era un mensaje.
Corrí al frente. Miré. Nada claro. Solo ese olor raro a pólvora, a “alguien pasó y dejó algo”.
Llamé al 911 por segunda vez.
Esta vez no podían hacerse los distraídos. Esta vez el aire estaba roto.
Cuando llegaron, pidieron permiso para entrar. Yo se los di. No tenía nada que esconder y, en ese momento, todavía creía que si yo colaboraba, me iban a cuidar. Esa ingenuidad se me iba a terminar de morir esa misma noche.
Revisaron. Hablaron entre ellos. Y ahí lo dijeron:
Había otra bomba de estruendo.
Dos.
Eso ya no era “un loco”. Eso era insistencia. Planificación. Escalada.
La casa se llenó de un movimiento nervioso: gente preguntando, gente mirando, gente opinando. Yo sentía que cada minuto sumaba riesgo. A veces el peligro no es lo que pasa: es el tiempo que le das a los otros para organizarse mejor.
Más tarde llegó personal de investigaciones.
No voy a decir cómo venían ni cuántos eran, porque ese tipo de detalles en el libro no suman y en la vida real te exponen. Lo importante es lo que se sintió: cuando entraron, entró otra energía. No la energía de “vamos a ayudar”. La energía de “vamos a controlar”.
Preguntaron lo básico. ¿Qué pasó? ¿Quién vive acá? ¿Quién entraba? ¿Qué conflicto tenés?
Yo estaba tenso, pero fui directo. Conté el robo. Conté la amenaza. Conté que el pibe se había escudado en el padre. Conté lo que tenía que contar, porque yo necesitaba que quedara escrito en algún lado que yo no me estaba inventando nada.
Y entonces llegó la pregunta que lo movió todo:
—¿Nombre?
Yo respondí.
—Gabriel.
No fue la palabra “Gabriel” lo que cambió el aire. Fue lo que vino pegado a ese nombre. Fue el eco del apellido, del rango, del “hijo de”.
Vi cómo se miraron. Vi el microsegundo en el que el gesto se endurece. Vi cómo una conversación interna, silenciosa, pasó entre ellos sin necesidad de palabras.
Ahí entendí una cosa horrible: hay nombres que funcionan como un freno.
Como si yo hubiera apretado un botón y el sistema hubiera cambiado de modo.
De pronto ya no estaban preguntando para entender. Estaban preguntando para ubicarme. Para medir qué sabía. Para decidir qué hacer conmigo.
En ese momento, yo todavía no hablaba de “Operación Silencio”. Todavía no tenía el concepto armado. Pero el concepto me estaba tocando la espalda como una sombra.
Silencio es cuando nadie te cree.
Silencio es cuando te creen, pero no se meten.
Silencio es cuando te creen y se meten… pero del lado que no esperabas.
Cuando se fueron, la casa quedó extraña. No por lo que habían encontrado, sino por lo que no habían hecho. Yo me quedé con una sensación limpia y dura: el apellido había pesado más que los estallidos.
Volví para adentro y la vi.
A Luciana.
No estaba llorando. No estaba asustada. Estaba… conectada. Con el teléfono en la mano, escribiendo y borrando mensajes como quien espera (o coordina) algo.
La miré y ella me miró.
Hay miradas que no insultan, pero delatan.
Le pedí el celular. Dijo que no. Yo no discuto mucho cuando el clima se pone mortal.
Se lo saqué.
Y lo que vi me alcanzó para entender la película completa: mensajes con Gabriel. Movimiento. Coordinación. La palabra exacta no importa. Importa la sensación: ella estaba de su lado.
Ahí hice algo que no me enorgullece, pero que en mi lugar hubiera hecho cualquiera que estuviera intentando seguir vivo:
Le rompí el teléfono.
No le pegué. No la lastimé. No me ensañé. Rompí el canal. Corté la línea.
Después la encerré en una habitación. Sin violencia. Solo para que no saliera corriendo a avisar. Y llamé a su padre para que la viniera a buscar. En mi cabeza era simple: “Que se la lleven, que se termine”.
Pero lo simple no existía más.
El padre llegó y, en vez de preguntar qué pasaba, llegó a dominar. Llegó con la violencia lista. Con amenazas que no eran de conversación: eran de película mala.
Dijo que me iba a cagar a tiros. Que tenía amigos. Que iba a llamar gente.
Y ahí hice la tercera llamada al 911.
Cuando llegaron los policías, yo pensé: “Listo. Ahora sí. Ahora van a ver la escena completa”.
Lo que pasó fue al revés.
Vieron la escena y la interpretaron como quisieron.
No había flagrancia. No había orden. No había testigos neutrales. Pero entraron igual. Y no entraron para calmar. Entraron con armas desenfundadas, con apuro, con una decisión tomada de antemano.
En ese segundo, mi instinto me gritó algo que todavía me retumba:
No te quedes. Si te quedás, te borran.
No lo pensé. No hice un discurso. No negocié.
Me fui por los techos.
Sentí las chapas bajo las zapatillas, el aire frío en la cara, el corazón golpeando como si quisiera salirse. Salté a lo del vecino como un animal que escapa del fuego.
Escuché gritos. Órdenes. Pasos.
No estaba escapando de la justicia.
Estaba escapando de una muerte posible.
Aun así me alcanzaron.
Me apretaron. Me redujeron. Me cargaron como se carga un problema.
Y en los minutos siguientes —antes del hospital, antes de la comisaría, antes de todo— escuché frases que ningún ciudadano debería escuchar de alguien con uniforme. Frases que te acomodan el alma en un solo lugar: la supervivencia.
Me dijeron que me iban a matar y tirar al río.
No lo dijeron como chiste.
Lo dijeron como aviso.
Ahí supe con claridad lo que era “Operación Silencio”: no se trataba de que yo hablara o no hablara.
Se trataba de que yo no existiera.
Y todavía faltaba lo peor: el patrullero, la ciudad, la comisaría, y el guion que ya estaban escribiendo para mí.