Ir al contenido

Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
 Me quisieron borrar. No sabían que yo iba a escribir.

Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo






CAPÍTULO 1 — EL PROTEGIDO

Lo primero que aprendí de la calle es que la mayoría de los peligros no se anuncian con un cartel.

Se filtran.

Un objeto que cambia de lugar.

Un cajón que queda apenas abierto.

Una herramienta que “ayer estaba”.

Un ruido raro cuando volvés a casa.

Al principio lo justificás. Pensás que sos vos, que estás cansado, que te equivocaste. Y ahí es donde el problema gana terreno: cuando tu cabeza empieza a dudar de lo que ven tus ojos.

En mi casa —que ya era casa y oficina— circulaba gente. Yo había tomado una decisión que en papel suena noble y en la vida real te rompe la espalda: abrir puertas. Dar techo, comida, un cuarto, una oportunidad. A veces era para alguien en situación de calle. Otras veces para alguien que venía golpeado por la droga. Otras, para alguien que solo necesitaba un lugar para recomponerse.

Yo no lo hacía por marketing. No lo hacía para contarlo. Lo hacía porque no sabía vivir de otra manera: si yo podía ayudar, ayudaba.

Pero ayudar no te vuelve intocable. Te vuelve accesible.

Los primeros robos fueron chiquitos.

Cosas que no te cambian el mes, pero te cambian la calma.

Un día faltó plata.

Otro día faltó una herramienta.

Otro día faltó algo que yo sabía que estaba.

No dije nada. Observé.

Cuando uno crece sin red, aprende a observar. No por desconfianza: por necesidad.

Y ahí lo vi.

Gabriel.

No era el típico pibe que entra y baja la cabeza. Tenía una seguridad extraña. Caminaba como si la casa fuera suya. Hablaba como si siempre hubiese alguien dispuesto a cubrirle la espalda. Ni siquiera era soberbia: era costumbre.

Lo vi mirando cosas que no debía mirar.

Lo vi haciendo preguntas que no tenían sentido.

Y lo vi cruzando límites con una naturalidad que me prendió una alarma.

La vez que lo descubrí no hubo escena de película. No hubo sirenas ni gritos. Hubo simplemente un momento en que las piezas se acomodaron solas.

Yo estaba seguro.

Lo llamé aparte. Le hablé directo, sin insulto, sin show.

—Sé que estás robando. Te vi. Sé lo que falta. Y si vuelve a pasar, te denuncio.

Esperaba cualquier reacción menos la que tuve enfrente.

No se achicó.

No pidió disculpas.

No explicó nada.

Me miró fijo, como si yo estuviera probando algo que no me correspondía: poner un límite.

Y me dijo, tranquilo, como quien te advierte del clima:

—Si me denunciás, te va a salir caro. Mi viejo es comisario. Tiene contactos. Y yo voy con mi gente.

Ese fue el momento exacto en que dejé de ver a un ladrón y empecé a ver un sistema.

Porque un ladrón común te niega. Te miente. Se va. Se esconde.

Este no.

Este se plantó sobre un apellido.

No lo dijo como amenaza de pelea. Lo dijo como garantía de impunidad.

Me quedé un segundo en silencio. Me acuerdo hasta el sonido del aire acondicionado, un zumbido constante, como si el lugar se hubiera vuelto una oficina de trámite. Un trámite donde el papel era mi vida.

Yo no soy de asustarme rápido. En la vida me hicieron de todo. Pero esa frase me tocó un punto que no es valentía ni cobardía: es supervivencia.

Porque cuando alguien invoca “contactos” no te está hablando de él. Te está hablando de lo que te puede venir encima.

Esa tarde vivía conmigo Luciana.

Luciana era… complicado. Con el tiempo entendí que había cosas que yo no sabía. Que había capas. Que había lealtades ajenas. Pero esa tarde yo todavía creía la mitad de las cosas.

Le dije a Luciana lo mínimo. Le dije que estaba pasando algo. Que yo necesitaba estar atento.

Ella me miró raro. Como si ya supiera. Como si estuviera midiendo cuánto yo sabía.

Yo había visto muchas caras en la vida. Y hay una cara que no se olvida: la de quien está adentro de un plan y está tratando de parecer inocente.

No pasó mucho hasta que el teléfono de ella empezó a vibrar más de lo normal.

Yo no dije nada. Me moví por la casa. Ordené. Revisé. Me quedé cerca. Esperé.

Y en ese día —que después se convirtió en una cadena— tomé una decisión que no me gusta, pero que tenía que tomar:

Llamé al 911.

No por drama. Por registro. Por dejar un rastro afuera de mi casa. Yo no sabía quién era quién, pero sabía que, si el apellido era real, yo necesitaba testigos oficiales de que yo estaba pidiendo ayuda antes de que me inventaran una historia.

Atendieron. Me hicieron preguntas. Contesté.

Llegó la policía.

Miraron. Preguntaron. Anotaron.

No hicieron mucho.

Ese “no hicieron mucho” fue el primer golpe.

Porque cuando vos pedís ayuda en serio y el otro te escucha como si fuera un problema menor, te deja en la intemperie. Y la intemperie, cuando hay gente que se cree intocable, es territorio enemigo.

Esa tarde siguió. Pero yo ya estaba distinto. Yo ya no estaba trabajando normal. Yo ya no estaba pensando en clientes, ni en proyectos, ni en resultados.

Yo ya estaba midiendo puertas.

Ruidos.

Sombras.

Y el pibe, Gabriel, se fue de la casa como si nada.

Sin apuro.

Sin miedo.

Como si supiera algo que yo todavía no sabía.

Esa noche, mientras el sol bajaba y el barrio empezaba a apagarse, yo me quedé con una certeza que no me dio paz, pero me dio dirección:

Si esto escalaba, no iba a ser una pelea justa.

Y cuando una pelea no es justa, el que quiere vivir tiene que aprender otra cosa: estrategia.

No pasó mucho hasta que la estrategia se volvió obligación.

Porque lo que vino después no fue una amenaza.

Fue un estallido.

Y con ese estallido, mi casa dejó de ser casa.

Se convirtió en escenario.

Índice | <Prólogo | Capítulo 2>