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Libro Operación Silencio - Cómo se fabrica un culpable
 Me quisieron borrar. No sabían que yo iba a escribir.

Novela basada en hechos reales
Autor: Juan Manuel De Castro - El Vikingo






PRÓLOGO — LA NOCHE DEL QUIEBRE

Esa noche no empezó con gritos.

Empezó con algo más chico y más peligroso: un detalle “técnico”.

Un acceso que falló.

Una contraseña que siempre había funcionado.

Un correo que, de golpe, me trató como si yo fuera un extraño.

Al principio pensé lo lógico: internet, sistema, un error cualquiera. Pero el cuerpo se me adelantó. Hay cosas que el cuerpo entiende antes que la cabeza, porque el cuerpo no necesita pruebas: necesita sobrevivir.

Volví a intentar. Una vez. Dos. Tres.

Nada.

Probé otra cuenta. Después el banco. Después el panel de control.

Y entonces sentí esa sensación exacta, la que no se confunde con nada: la de estar perdiendo algo sin verlo caer.

No era un apagón. Era un movimiento.

Me levanté de la silla y caminé por la casa en silencio. La casa era mi casa, sí, pero también era otra cosa: trabajo, refugio, oficinas, tránsito de gente. Yo había defendido esa idea durante años. Había creído que abrir una puerta podía cambiarle la vida a alguien. Y a veces la cambiaba. Otras veces, la puerta abierta era una invitación para que te conozcan… demasiado.

Fui al pasillo. Escuché respiraciones. Dormían personas a las que yo había ayudado. Dormía gente que había entrado con una promesa: ordenar su vida, salir de la droga, empezar de nuevo.

Y en ese mismo lugar —en mi casa— yo empecé a sentirme visitante.

Volví. Miré la pantalla. El “error” seguía ahí, quieto, frío, impersonal. Lo peor de la tecnología es que puede ser usada para que un crimen parezca administración. Para que el robo parezca un trámite. Para que el despojo parezca “procedimiento”.

Pegué un golpe con la palma sobre el escritorio. No de bronca: de confirmación. Como si con ese golpe le dijera a la realidad: ya te entendí.

Ese día venía cargado. Yo ya venía con tensión por lo que había pasado con alguien cercano a mi entorno de trabajo. Robos pequeños, faltantes, cosas que no cerraban. Cuando lo enfrenté, no se achicó. Me miró como si yo estuviera equivocado por ser dueño. Por tener límites.

Me dijo algo que todavía escucho nítido:

—Si me denunciás, te va a salir caro. Mi familia tiene contactos. Y yo voy con mi gente.

No fue una amenaza normal. Fue un aviso de sistema.

Como si me estuviera explicando cómo funciona el mundo cuando ciertos apellidos están protegidos.

Después vinieron las llamadas al 911, la sensación de que la policía miraba, anotaba… y dejaba todo igual. Y como si eso no alcanzara, vinieron los estallidos: bombas de estruendo contra mi casa, contra mi espacio, contra mi calma. No destruían paredes, pero destruían la idea de “hogar”. Te dejan claro que pueden tocarte cuando quieran.

Cuando te atacan así, por un segundo pensás que es para asustarte. Pero es peor: es para medir la distancia entre vos y el Estado. Para ver si el Estado te cuida… o si el Estado te entrega.

Esa noche, mientras el supuesto “error técnico” seguía pegado a la pantalla, entendí que las bombas no eran el centro. Las bombas eran el telón, el ruido, el teatro.

El centro era el silencio.

El silencio en las respuestas.

El silencio en los procedimientos.

El silencio en las miradas que se apartan.

El silencio es una forma de violencia porque te obliga a discutir con el aire. Te obliga a demostrar que el miedo es real. Y el miedo, cuando es real, no siempre tiene pruebas que puedan imprimirse.

Volví al pasillo otra vez y me quedé quieto, escuchando. Había algo que no pertenecía a la noche. Un roce mínimo. Una puerta que no sé si se movió o si mi cabeza la movió. La paranoia empieza así: no como locura, sino como exceso de atención. El cuerpo afilado porque sabe que lo están rodeando.

Pensé en mi vieja.

Pensé en cómo me miraba cuando yo era chico, como si yo fuera capaz de todo con tal de no rendirme. Pensé en que ya no estaba. Y me dolió con una pureza seca, como un golpe sin ruido.

Pensé en mi viejo, en su cabeza rota por los ACV, en cómo a veces decía una frase y al segundo ya era otro hombre. Pensé en mis hermanos y en lo lejos que se puede ir una familia sin moverse del mismo barrio.

Estaba solo.

Y, sin embargo, en ese mismo instante, sentí algo distinto. No sé cómo explicarlo sin que suene místico. No fue una voz. No fue un milagro. Fue una claridad.

Como si alguien me hubiera puesto una mano invisible en el hombro y me hubiera dicho: ahora no discutas, salí.

Me senté otra vez.

Abrí un cuaderno. Escribí una sola línea, casi con bronca:

“Si me borran, lo cuento.”

Esa fue mi manera de resistir en el momento en que todavía no tenía salida.

Porque la verdad es esta: cuando alguien decide destruirte, primero te corta los lugares donde vos existís. Tu correo. Tu banco. Tu llave. Tu nombre en un sistema. Te convierten en error.

Y cuando la violencia se disfraza de “procedimiento”, la gente normal no sabe qué hacer. Te dicen que “vayas por la vía correcta”. No entienden que la vía correcta, a veces, está ocupada.

Esa noche yo vi la maquinaria. La vi aunque todavía no pudiera probarla. La vi en los segundos perdidos, en las miradas tensas, en los nombres que no se pueden pronunciar sin que cambie el aire.

Me levanté. Fui hasta la ventana. Afuera no había nada, pero yo ya sabía que “nada” podía ser una trampa.

Guardé lo mínimo. No porque quisiera irme. Porque entendí que quedarme era peor.

Antes de apagar la luz, me quedé un segundo mirando la casa: la oficina, el refugio, el proyecto, el lugar donde yo había creído que el bien se construía a fuerza de voluntad.

Y fue ahí cuando lo nombré por primera vez, sin saber que ese nombre iba a convertirse en el título de mi vida:

Operación Silencio.

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