La Tesorera Sombra
Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
Capítulo 16 — Objeto personal
La computadora de Erik no era una computadora.
Era un hábito.
Amparo lo entendió el jueves cuando Gabriela dejó caer, como quien comenta el clima, una frase frente a la máquina de café.
—Erik está paranoico con la seguridad —dijo Gabriela—. Ahora viaja con dos equipos.
Amparo no reaccionó.
—¿Dos? —preguntó Paula, chusma profesional.
—Sí —dijo Gabriela—. La notebook de siempre y otra “de respaldo”. Y encima un drive con cosas importantes, por si pasa algo.
Amparo tomó el café sin apuro.
Por dentro, esa frase le golpeó como una notificación.
Drive con cosas importantes.
Las empresas guardan su alma en lugares ridículos.
Un pendrive. Un cuaderno. Un mail reenviado. Una clave anotada en un papel.
Una vida entera en un objeto que entra en un bolsillo.
Paula siguió hablando, pero Amparo ya no escuchaba. Su cabeza estaba en otra parte: en el estudio de la casa, en la llave que aún tenía, en los cajones que conocía de memoria.
Esa noche, al volver, Amparo entró a la casa como siempre.
Todo estaba igual.
Y eso era lo más peligroso.
La casa no parecía “de una ex pareja”. Parecía un lugar pausado, como si Erik fuera a volver en cualquier momento a dejar la valija en el pasillo y preguntarle si había llegado algún mail del banco.
Amparo dejó el bolso, se sacó los zapatos y caminó hasta el estudio.
La llave giró suave.
Adentro olía a madera y a perfume viejo. El mismo perfume de Erik en cosas que él ya no tocaba. Una estantería con libros de negocios, una lámpara cara, una caja con tarjetas de embarque.
El escritorio estaba limpio. Erik era obsesivo con eso.
Pero había algo nuevo.
Un estuche negro, fino, apoyado contra la pared. Como si alguien lo hubiera dejado ahí apurado. Como si aquello, por alguna razón, no debiera estar “a la vista”… pero quedó.
Amparo lo miró desde la puerta.
No se acercó enseguida.
Porque el cerebro hace una cosa rara cuando ve un objeto que puede cambiarlo todo: intenta convencerse de que no lo vio.
Amparo cerró la puerta detrás de ella.
Se acercó al escritorio y tocó el estuche con una sola mano. Liviano. Demasiado liviano para la importancia que tenía.
Lo abrió.
Adentro había un disco externo.
Pequeño. Metálico. Sin etiqueta.
Amparo lo sostuvo en la palma como si pesara mucho más. La superficie estaba tibia, como si hubiera sido usado hace poco.
No era “una cosa”.
Era una extensión de él.
Amparo volvió a guardarlo en el estuche y lo dejó donde estaba. Trató de respirar normal. No lo logró del todo.
Fue a la cocina, se sirvió un vaso de agua. Tomó un sorbo. Otro. Miró el celular. Ningún mensaje nuevo.
En el living, la tele apagada parecía un ojo cerrado.
Amparo volvió al estudio con el vaso en la mano, como si el agua le diera permiso para existir.
Se sentó en la silla del escritorio.
Abrió el cajón superior.
No debería conocer ese cajón. Pero lo conocía. Diez años te enseñan más que cualquier auditoría.
Había papeles viejos, un lapicero, una libreta.
Y un papel doblado en cuatro, escondido bajo la libreta.
Amparo lo agarró.
Lo abrió.
Eran solo dos líneas:
Clave WiFi hotel
“Backup: Vault”
Amparo se quedó quieta, mirando la palabra “Vault” como si fuera un chiste malo.
Vault. Bóveda.
Erik siempre necesitaba sentir que todo estaba en una bóveda, aunque la bóveda fuera una nube o un disco externo o un papel doblado.
Amparo dobló el papel como estaba y lo dejó exactamente donde estaba.
No quería desordenar.
El desorden deja evidencia.
Amparo guardó el estuche en su bolso, abajo de todo, entre papeles sin valor. Volvió a cerrar el estudio con llave.
Y recién entonces apareció la culpa.
No una culpa moral. Una culpa técnica.
Estoy cruzando una línea.
Pero la línea era vieja. La habían dibujado juntos sin darse cuenta el día en que él le dijo “cuidá mis cosas”.
Amparo se acostó y tardó horas en dormirse.
No por miedo.
Por imaginación.
Se preguntó qué había en ese disco. Negocios, cuentas, listas, contactos, archivos. Se preguntó si Erik lo había dejado sin querer o si era una prueba.
Y se preguntó otra cosa, la más peligrosa:
¿Y si es el corazón de todo?
A la mañana siguiente, Amparo llegó a Pronexo con el estuche escondido en el bolso y con una cara que nadie hubiera podido leer.
Se sentó.
Abrió el correo.
Y encontró una invitación a reunión que le heló un poco la sangre:
“Seguridad — revisión dispositivos”
Participan: Sistemas / Control / Tesorería
Hora: 11:00
Amparo miró la pantalla sin pestañear.
Sistemas. Control. Tesorería.
Rodrigo y Nicolás.
La palabra “dispositivos” parecía inocente, pero no lo era. Era el tipo de palabra que se usa para no decir “computadoras” o “drives” o “cosas que desaparecen”.
A las 10:07 le escribió a Nicolás:
“¿Sabés de qué va lo de seguridad 11:00?”
Nicolás respondió:
“Rodrigo dijo que Dirección quiere inventario de equipos ‘sensibles’. No sé más.”
Inventario.
Inventario era otra palabra preciosa: suena a administración, pero en realidad significa búsqueda.
Amparo apoyó los dedos en el escritorio. Pensó rápido.
No podía aparecer nerviosa. Si aparecía nerviosa, se convertía en sospecha.
Así que hizo lo que siempre hacía cuando algo la preocupaba:
se volvió impecable.
A las 10:30, llamó a Rodrigo.
—Rodrigo, hola —dijo Amparo—. Sobre la reunión de seguridad… ¿qué necesitan de Tesorería?
Rodrigo sonó cansado.
—Nada grave. Solo chequear que los accesos estén bien y que los dispositivos registrados sean los que tienen que ser.
Amparo respiró.
—Ok —dijo—. ¿Hay que llevar algo?
Rodrigo dudó.
—Eh… no. Bah, si querés traé el celular por lo del 2FA.
—Perfecto —dijo Amparo—. Gracias.
Cortó.
Era una buena noticia y una mala.
Buena porque no estaban buscando “un disco externo”.
Mala porque estaban instalando cultura de control. Y cuando instalan cultura de control, las ventanas se cierran.
En la reunión, a las 11:03, Rodrigo habló de actualizaciones, de tokens, de listas de dispositivos autorizados. Nicolás asentía, serio, como si todo fuera un trámite aburrido.
Amparo participó con frases cortas y útiles.
—Sí, validación ok.
—Sí, doble factor activo.
—Sí, portal espejo se usó por mantenimiento.
Nadie sospechó nada.
Porque ella era lo que siempre había sido: eficiencia.
Al final, Rodrigo dijo:
—Ah, una cosa más. Erik quiere que cualquier “backup” físico quede resguardado en caja. Nada de llevar y traer.
Amparo mantuvo la cara quieta.
Backup físico.
Ok. Esa frase no era casual. Era una señal.
No sabían del disco… pero alguien había pensado en el riesgo de un disco.
Cuando terminó la reunión, Nicolás se le acercó.
—Amparo —dijo bajo—. Te lo digo sin vueltas: se viene ajuste.
Amparo lo miró.
—¿Ajuste de qué?
Nicolás bajó la voz más.
—De controles. De permisos. De gente. Erik está en modo “familia”. Eso cambia todo.
Amparo asintió, como si fuera un dato de mercado.
—Gracias.
Nicolás se alejó.
Amparo volvió a su escritorio, abrió el cajón y tocó el estuche dentro del bolso.
El metal estaba frío ahora.
Y entonces lo supo: ese objeto no era solo una herramienta.
Era un reloj.
Una cuenta regresiva.
Esa noche, en su casa, Amparo volvió a entrar al estudio. Cerró la puerta. Sacó el disco del estuche y lo miró bajo la luz de la lámpara.
No lo conectó.
No todavía.
Porque entendió algo fundamental: su error no podía ser técnico.
Su error iba a ser emocional.
Creer que ese objeto la hacía poderosa.
Cuando en realidad, lo único que la hacía poderosa era lo mismo de siempre:
el acceso silencioso.
Los patrones.
La confianza ajena.
Amparo guardó el disco de nuevo.
Y, por primera vez, sintió una sombra de duda.
No por Erik.
Por ella.
Porque acababa de sostener en la mano algo que parecía la llave de una bóveda.
Y las bóvedas, cuando las tocás, tienen una costumbre fea:
te devuelven el golpe.
(Fin del Capítulo 16)
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