La Tesorera Sombra
Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
Capítulo 17 — Ajuste de cuentas
El primer golpe no se sintió como dolor.
Se sintió como sorpresa.
Erik estaba bajando del auto con el teléfono en la mano, contestando un mensaje que no tenía ganas de contestar. Un edificio. Una vereda. Un horario cualquiera. La vida normal, esa ilusión que solo se rompe cuando alguien decide quebrarla.
Iba pensando en listas: vuelo, reunión, banco, mudanza, pañales. Una vida entera convertida en tareas.
Entonces escuchó un sonido seco.
No lo identificó.
Después escuchó el segundo.
Y el cuerpo —ese animal viejo— entendió antes que la cabeza: peligro.
Erik giró, instintivo. Tropieza. El aire se vuelve espeso. El mundo se achica al tamaño de un segundo.
Vio una sombra. Vio una mano. Vio un movimiento que no pertenecía a ese lugar.
El tercer golpe llegó con una fuerza que no parecía real.
Erik cayó contra algo duro. Sintió la boca llena de metal. Por un instante pensó: me robaron. Después pensó: me están matando.
Alguien gritó. No supo si fue él.
El suelo estaba demasiado cerca. El cielo demasiado lejos. Y en el medio, todo el ruido del mundo como un televisor mal sintonizado.
Trató de levantar una mano. No pudo.
Trató de hablar. No le salió.
La sombra se acercó. Hubo un murmullo. Una frase cortada por el miedo.
Y después, pasos.
La sombra se fue.
Erik quedó ahí, respirando como si el aire fuera un lujo.
Lo último que alcanzó a ver fue una figura en una ventana del edificio de enfrente. Un vecino. Un testigo. O alguien que solo miraba.
Y mientras el dolor empezaba a existir, con retraso, Erik pensó algo ridículo y exacto:
Esto no es un robo.
Esto es un mensaje.
Amparo se enteró por un correo.
No por la policía.
No por un llamado.
Por un correo interno que alguien mandó demasiado rápido y demasiado mal, sin darse cuenta de lo que implicaba.
“URGENTE — Erik — incidente”
Amparo lo abrió a las 09:12.
Leyó dos palabras claves:
Ataque.
Hospital.
No decía “vive”. No decía “muere”. No decía nada que pudiera calmar o incendiar.
Solo informaba lo suficiente para activar el pánico.
Amparo parpadeó una vez.
En su escritorio, el monitor seguía mostrando el sistema de pagos. Lotes. Montos. Fechas. La vida que seguía funcionando aunque su dueño estuviera sangrando en un lugar blanco.
Paula apareció a su lado en dos segundos, como si hubiera estado esperando un motivo para acercarse.
—¿Viste? —susurró Paula, con los ojos enormes—. A Erik…
Amparo levantó la vista, calma.
—Lo vi —dijo.
—Dicen que fue un ajuste de cuentas —dijo Paula, encantada con la tragedia ajena.
Amparo no reaccionó.
—No digas pavadas —respondió, suave.
Paula se quedó tensa.
—Bueno, yo digo lo que dicen…
Amparo sostuvo la mirada un segundo más de lo cómodo.
—Andá a trabajar, Paula.
Paula se fue.
Amparo volvió al correo. Lo releyó. Buscó el remitente: Martín, Operaciones. El tipo del pánico.
Así que el rumor ya camina, pensó.
A los cinco minutos, Gabriela apareció.
Traía la cara de una mujer que intenta sostener paredes con las manos.
—Amparo —dijo, bajando la voz—. Erik está… complicado.
Amparo inclinó la cabeza.
—¿Sabés algo más?
Gabriela tragó saliva.
—No mucho. Está en el hospital. La policía preguntó cosas. —Pausa—. Necesitamos mantener esto en orden. Que la empresa no se frene.
Amparo asintió.
—¿Qué necesitás de mí?
Gabriela la miró con una gratitud casi infantil. Amparo siempre respondía igual: funcional, precisa. En un día como ese, eso parecía heroico.
—Que controles pagos —dijo Gabriela—. Que no se caiga nada. Que nadie se mande cagadas.
Amparo sostuvo la mirada.
—Ok.
Gabriela respiró como si alguien le hubiera dado agua.
—Y… —agregó, dudando— …si te llaman, si te preguntan… vos decís lo mismo: no sabés nada. ¿Sí?
Amparo asintió.
—No sé nada.
Gabriela la tocó en el brazo, un gesto mínimo, humano y desesperado.
—Gracias —dijo.
Y se fue corriendo, como si el pasillo fuera una emergencia.
Amparo se quedó sola.
Abrió la PLANILLA_MADRE en el pendrive. Fue a la hoja “VENTANA DEL GOLPE” y miró sus propias líneas.
Erik en vuelo. Controles flojos. Ventanas.
Ahora había otra línea, nueva, que no estaba escrita pero se imponía por sí sola:
Erik herido = caos = oportunidad.
Amparo cerró la planilla.
No era el momento de escribir. Era el momento de existir sin dejar marca.
A las 10:30 sonó el teléfono interno.
—Tesorería —dijo Amparo.
Del otro lado, una voz masculina, seria.
—¿Amparo Vidal?
Amparo se enderezó.
—Sí.
—Soy de la comisaría. Estamos recabando información sobre rutinas y contactos del señor Erik— (la voz eligió “señor” como distancia)—. ¿Usted trabaja con él?
Amparo respiró.
—Trabajo en Tesorería —dijo—. Manejo pagos y finanzas.
—¿Tenía una relación personal con él?
Silencio.
Esa pregunta no era policial. Era humana. Era veneno.
Amparo contestó con la verdad más útil.
—Fuimos pareja hace tiempo. Ahora, laboral.
—¿Alguna persona que pudiera tener motivos? —preguntó la voz.
Amparo miró su monitor. Los números seguían. La vida seguía.
—No lo sé —dijo—. Erik tiene muchos negocios. Muchos contactos. No manejo eso.
La voz hizo un sonido breve, como un “ok” anotado.
—¿Usted tiene acceso a sus cuentas?
Amparo no dudó.
—Acceso operativo, sí. Por mi trabajo.
—¿Alguien más tiene acceso?
Amparo pensó en Nicolás, en tokens, en portales espejo. Pensó en Mariela contando billetes. Pensó en Ledesma corriendo por los pagos de Bruno.
Y respondió con algo que no era mentira y tampoco era todo.
—Hay niveles de acceso —dijo—. Tesorería ejecuta. Dirección autoriza.
La voz asintió del otro lado, se notó.
—Si recordara algo, ¿nos llamaría?
—Sí —dijo Amparo—. Sí, claro.
Cortaron.
Amparo dejó el teléfono en su lugar exacto.
No sudaba. No temblaba. No lloraba.
Eso era lo más monstruoso: su cuerpo seguía siendo profesional.
A las 12:00, la noticia ya era oficial dentro de la empresa; y extraoficial en todos lados.
En el pasillo se escuchaba:
—Fue mafia.
—Fue un ajuste.
—Fue por plata.
—Fue por la familia.
—Fue por una mujer.
Amparo caminó hacia el baño y se encerró.
Apoyó las manos en el lavamanos. Se miró al espejo.
Por un segundo, su cara se le hizo desconocida.
No por culpa.
Por claridad.
Están contando historias para no mirar la verdad: que cualquiera puede ser el origen.
Amparo salió del baño y volvió a su escritorio.
A las 15:40 recibió un mensaje de Erik.
Un mensaje cortísimo. Del tipo que se manda con una mano temblando o con ayuda de alguien.
Estoy vivo.
Amparo lo leyó.
No sintió alivio.
Sintió una grieta.
Porque “vivo” significaba una cosa simple y peligrosa:
todavía piensa.
Y si todavía piensa, eventualmente va a llegar a la única conclusión posible.
Amparo borró la notificación. No por eliminar evidencia: por eliminar el temblor que esa frase podía dejarle en la cara.
A las 17:10, cuando la gente empezaba a irse, Amparo se quedó sola en Tesorería.
El piso se vació. Las luces zumbaban. La impresora se calló.
Amparo abrió el cajón y tocó el estuche negro que guardaba en su bolso.
El disco externo.
El objeto personal.
La “bóveda”.
Lo sostuvo un segundo.
Y entendió algo con una certeza helada:
si Erik vive, el golpe cambia de forma.
Deja de ser robo.
Se vuelve guerra.
Amparo guardó el disco.
Apagó el monitor.
Y salió de la oficina con el paso tranquilo de siempre, como si no cargara nada más pesado que un bolso.
Pero afuera, en la calle, el aire era distinto.
Porque había ocurrido lo único que no podía controlarse con planillas:
la historia ya había empezado a caminar sola.
Y ahora, cualquiera que tocara esa historia iba a quedar marcado.
(Fin del Capítulo 17)
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