La Tesorera Sombra
Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
Capítulo 19 — La casa vacía
La casa no lloraba.
La casa esperaba.
Amparo lo sintió el martes a la noche cuando entró y el silencio le devolvió un eco que no era acústico: era moral. Esa casa había sido de los dos. Ahora era de nadie. Eso era lo que más le molestaba: que el lugar donde había vivido diez años pudiera convertirse en un espacio neutral, como un hotel.
Amparo dejó las llaves sobre la mesa.
Miró el living. El sillón. La alfombra. La pared donde Erik había colgado una foto de un fiordo y había dicho “algún día volvemos”.
El “algún día” ya no existía.
Amparo caminó hasta el estudio y abrió con su llave. Esa llave, sola, era un recordatorio de que lo íntimo y lo práctico nunca se separan del todo.
Se sentó.
Sacó el pendrive.
Abrió la PLANILLA_MADRE.
Y en una hoja nueva escribió:
DESVALIJAMIENTO
No robos. No saqueo. No violencia.
“Desvalijamiento” como símbolo: quitarle al lugar su última mentira.
Amparo anotó una lista con precisión:
Ropa de Erik (guardar / donar / vender)
Cuadros y objetos “de viaje”
Documentación vieja (clasificar)
Equipos (revisar cuáles son de la empresa / cuáles personales)
Llaves duplicadas (contar)
La lista era orden. Y el orden era una forma de anestesia.
En el celular, el mensaje de Damián seguía clavado en la cabeza aunque ella hubiera apagado la pantalla:
“Mariela habló de más.”
Amparo no iba a llamar a Mariela. Llamar era regalar urgencia.
Primero iba a vaciar la casa.
Hacer movimiento. Hacer ruido controlado. Hacer que el mundo tuviera otra explicación para cualquier cosa que pasara: “está ordenando, está cerrando, está sacando cosas”.
Eso era una coartada estética.
A las 22:30, Amparo abrió el vestidor y empezó por lo fácil: ropa.
Sacó camisas, trajes, zapatos. Todo lo que olía a Erik. Algunas cosas tenían todavía tickets guardados en bolsillos, como si el dinero fuera un papel que él no necesitaba mirar.
Amparo armó tres pilas:
Donar
Guardar
Vender
La pila “guardar” era pequeña. La pila “vender” crecía.
No por plata.
Por mensaje.
A la medianoche, bajó cajas al auto y las llevó a un depósito que había alquilado hacía días, a nombre de otra persona. Un trámite simple. Un favor simple. Una puerta simple.
El guardia del depósito casi no la miró. Firmó. Le dio un ticket. “Que tenga buena noche.”
Amparo volvió a la casa.
A las 01:10, entró otra vez al estudio. Consultó el cajón donde había encontrado el papel con “Vault”.
Estaba intacto. Nadie había entrado. Nadie había movido nada.
Y sin embargo, Amparo se sintió observada.
Se obligó a ignorar esa sensación.
La sensación era enemiga del método.
Mientras tanto, en un cuarto de hospital con luz artificial, Erik también vivía una noche distinta.
No dormía.
No podía.
Tenía el cuerpo lleno de dolor y la cabeza llena de una palabra que no decía en voz alta: traición.
El médico había dicho “está fuera de peligro”. Erik sabía que “fuera de peligro” era una mentira amable. Si alguien quiso matarte una vez, el peligro cambia de forma. Se esconde.
En la mesa de luz tenía el teléfono y una tablet. Su mano temblaba cuando tocaba la pantalla, no por miedo: por bronca contenida.
Entró a su banca online.
No a la principal.
A una secundaria. Una que había abierto “por si acaso”.
Tocó la sección de alertas.
Vio la configuración: cualquier transferencia por encima del umbral generaba un aviso a un correo alternativo.
Erik tecleó el correo.
Lo miró.
No era de Amparo.
No era de la empresa.
Era un correo que ni siquiera estaba en su memoria reciente.
¿Cuándo activé esto? pensó.
Y entonces recordó: el día del ataque, alguien lo había ayudado a configurar cosas “por seguridad”. Una enfermera, un asistente, Gabriela, alguien. Todo era niebla.
El correo alternativo, sin embargo, tenía una lógica: era suyo.
Un correo viejo.
Uno que casi no usaba.
Pero era una puerta fuera del edificio.
Erik abrió ese correo.
Y vio la primera notificación.
No era de hoy.
Era de días atrás.
“Transferencia en proceso — cuenta internacional.”
Erik sintió un latigazo.
Transferencia.
Internacional.
Proceso.
Puso el dedo sobre el historial.
En el registro aparecían dos operaciones pendientes. Dos montos altos. Dos destinatarios con nombre genérico: “servicios”.
Y un detalle: el usuario que lo había dejado “pendiente”.
Erik leyó el nombre del usuario y sintió que el cuarto se achicaba.
AMPARO.
Se quedó quieto.
No porque no lo esperara.
Porque, al verlo escrito, se volvió real.
Erik respiró lento. Trató de pensar frío.
Decime quién más podría.
Tesorería.
Acceso operativo.
Rutinas.
Casa.
Llaves.
Y una separación que él había intentado manejar como trámite.
Erik apretó la mandíbula.
Ahí estaba la frase que le vino sin esfuerzo, inevitable:
—Solo Amparo podía saber todo esto.
El monitor siguió mostrando los dos pagos pendientes como dos ojos abiertos.
Erik no se apuró a tocarlos. No los canceló. No los confirmó.
Los miró como se mira una carnada.
Porque entendió algo que lo calmó un poco:
si ella dejó esos pagos pendientes, es porque esperaba volver a tocarlos.
Y si ella esperaba volver a tocarlos… él podía esperarla a ella.
A la mañana siguiente, Amparo entró a la oficina con ojeras leves y una calma perfecta.
Encendió la computadora.
Fue directo al lote.
Vio los dos pagos pendientes y sintió un microsegundo de satisfacción: seguían ahí.
El sistema seguía ciego.
Y entonces, en la bandeja de entrada, apareció un mail que no venía de Gabriela, ni de Martín, ni de Compras.
Venía de un banco.
Asunto:
“Alerta — Validación adicional requerida”
Amparo frunció el ceño.
Abrió.
“Por cambios recientes en la configuración de alertas, esta operación requiere confirmación del titular o del correo alternativo registrado.”
Amparo se quedó quieta.
Correo alternativo registrado.
El canal que ella no controlaba.
La grieta se había abierto más rápido de lo que esperaba.
Sintió, por primera vez, un impulso real: apretar “cancelar” y borrar todo.
No lo hizo.
Cancelar era admitir que había algo que ocultar.
Respiró.
Cerró el mail.
Se quedó mirando los dos pagos pendientes.
Y en su cabeza aparecieron dos frases, juntas, como una sentencia:
La casa se puede vaciar.
Pero las huellas no.
Amparo abrió el cajón y tocó su carpeta “ordenada”.
Dentro estaba el primer mail de Erik: “Confío”.
Afuera, el edificio seguía funcionando.
Pero ahora, en algún lugar fuera del edificio, alguien estaba mirando los mismos números.
Alguien vivo.
Alguien herido.
Alguien que ya había entendido el patrón.
(Fin del Capítulo 19)