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La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


Capítulo 20 — La primera llamada

El número era desconocido.

Eso, en la vida de Amparo, ya era una categoría.

Antes, lo desconocido era spam. Cobranza. Un courier.

Ahora lo desconocido era peligro.

El teléfono vibró a las 19:47, cuando ella estaba en la cocina, con una taza de té que no quería tomar. La casa estaba medio vacía: cajas apiladas, bolsas negras, el eco de un lugar que empezaba a perder su forma.

Amparo miró la pantalla.

Número privado.

No atendió.

Dejó vibrar.

El teléfono se calló.

Treinta segundos después, vibró otra vez.

Número privado.

Amparo respiró hondo y atendió, sin decir “hola” demasiado suave, sin decir “quién es” demasiado fuerte. La voz tenía que ser neutra.

—¿Sí?

Del otro lado hubo un silencio breve. Del tipo que se toma para escuchar tu respiración.

—Amparo Vidal —dijo una voz masculina.

No era pregunta.

Ella sintió un voltaje leve en la nuca.

—Sí —respondió.

—No te voy a sacar tiempo —dijo la voz—. Solo quiero confirmar algo.

Amparo apretó el celular con la mano. No tembló. Se obligó.

—¿Quién habla? —preguntó.

La voz rió apenas.

—Alguien que está mirando una cuenta que vos mirás.

Amparo tragó saliva.

—No entiendo.

—Entendés perfecto —dijo la voz—. Dos pagos. Pendientes. “Servicios”. Alto monto. Y un requisito nuevo de validación.

Amparo cerró los ojos un segundo.

El canal alternativo.

La grieta.

—¿Qué querés? —preguntó, manteniendo el tono lo más plano posible.

—Nada —dijo la voz—. Todavía nada. Solo saber si vos también los ves.

Amparo eligió el camino más seguro: lo laboral.

—Yo ejecuto pagos autorizados —dijo—. Si hay validación adicional, se gestiona con Dirección.

Silencio.

Después la voz dijo algo que no debería haber dicho alguien “de afuera”:

—Dirección está ocupada… sobreviviendo.

Amparo sintió el golpe en el pecho. Una palabra demasiado exacta.

—¿Sos… de la policía? —preguntó.

La voz rió otra vez, sin humor.

—No.

Amparo apretó los dientes.

—Entonces no tengo nada que hablar con vos.

—Sí tenés —dijo la voz, cálida de golpe—. Porque vos tenés llaves.

Amparo se quedó quieta.

Llaves.

Era una palabra inocente, pero en su boca sonó íntima.

—No sé de qué hablás —dijo Amparo.

La voz respiró.

—Yo sí —dijo—. Y por eso te llamo.

Amparo cambió de táctica.

—Mirá, si esto es una amenaza, la estoy grabando.

No estaba grabando. Pero decirlo era poner un borde.

La voz no se alteró.

—Grabá lo que quieras —dijo—. Es un martes cualquiera. A nadie le importa.

Amparo sintió rabia. Contenida.

—¿Quién sos? —preguntó otra vez.

Silencio.

Y entonces la voz dijo, por fin, algo que la dejó fría por dentro:

—Decime, Amparo… ¿cómo está el estudio?

La taza de té tembló levemente en su mano. Solo un milímetro. Pero fue suficiente.

Porque el estudio era una palabra de casa. De intimidad.

No de bancos.

No de empresa.

Amparo no contestó.

Del otro lado, la voz siguió, suave:

—¿Lo dejaste como estaba?

Amparo tragó saliva.

Podría cortar.

Podría gritar.

Podría acusar.

Hizo lo único que le quedaba: sostener la máscara.

—No sé quién sos —dijo—. Pero estás cruzando una línea.

La voz soltó un suspiro.

—Las líneas se cruzan cuando nadie mira —dijo—. Vos sabés eso mejor que nadie.

Amparo apretó el celular hasta que le dolió la mano.

—Si necesitás algo del banco, hablá con Gabriela —dijo, fría—. Yo no manejo esto.

Iba a cortar.

La voz la frenó con una frase simple:

—No toques esos pagos.

Amparo se quedó inmóvil.

—¿Qué?

—No los confirmes —repitió la voz—. No los canceles. No hagas nada.

Amparo sintió la trampa: si obedecía, estaba aceptando autoridad. Si desobedecía, estaba entrando en el juego.

—¿Por qué? —preguntó, y odió haberse permitido preguntar.

La voz tardó un segundo en responder.

—Porque si los tocás… te vas a delatar.

Amparo se quedó sin aire un instante.

Del otro lado, la voz agregó, casi amable:

—Dormí, Amparo. Mañana va a ser un día largo.

Cortó.

Amparo se quedó mirando la pantalla apagada del celular.

Número privado.

Sin posibilidad de devolver llamada.

La casa parecía más vacía que antes.

Amparo caminó hacia el estudio. Metió la llave. Abrió.

El cuarto estaba como siempre: lámpara, escritorio, estantería.

Pero ahora lo miraba como si fuera una escena.

Como si no fuera suya.

Como si alguien más estuviera en la habitación con ella, aunque no se viera.

Amparo abrió el cajón, revisó el papel doblado “Vault”. Seguía ahí.

Abrió el bolso, tocó el estuche del disco externo.

Lo sacó.

Lo miró.

No lo conectó.

Porque entendió lo que esa llamada significaba de verdad:

Erik estaba vivo.

Erik estaba mirando.

Y Erik ya no era el empresario cómodo.

Era un animal herido que no necesitaba gritar para lastimar.

Amparo apagó la luz del estudio, cerró con llave y apoyó la espalda contra la puerta.

Respiró.

Y por primera vez desde que empezó todo, sintió algo que no entraba en ninguna planilla:

miedo.

No un miedo histérico.

Un miedo fino.

El miedo del que entiende que dejó de estar sola en el tablero.

(Fin del Capítulo 20)

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