La Tesorera Sombra
Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
Capítulo 22 — La grieta
El error no fue grande.
Los errores grandes pasan en películas.
En la vida real, el colapso empieza con una torpeza mínima: un mensaje fuera de horario, un retiro apurado, una frase dicha al oído equivocado.
Y esa noche, la torpeza tuvo nombre.
Mariela.
O mejor dicho: el miedo de Mariela.
A las 19:03 del jueves, Amparo estaba en su casa, ordenando papeles sobre la mesa del comedor, cuando le llegó un audio por WhatsApp.
Número conocido.
Mariela.
Amparo lo miró dos segundos sin abrirlo.
Las personas que mandan audios cuando están nerviosas siempre dicen más de lo que deberían.
Amparo lo abrió.
La voz de Mariela salió temblorosa, rápida:
—Amparo, me vino a ver un tipo… no sé si es de la empresa o de afuera… dice que es “abogado del banco” o algo así… me preguntó por STC, por Bruno, por esos pagos… yo le dije que no sé… pero me dejó una tarjeta… y me dijo que si yo “colaboro” me conviene… Amparo, yo no quiero quilombo, te juro… ¿qué hago?
Amparo se quedó quieta, escuchando el vacío después del audio.
“Abogado del banco” era una máscara absurda.
Los bancos no mandan abogados a hablarle a una empleada administrativa.
Eso era alguien armando un cerco.
O alguien simulando uno, para que Mariela se asuste.
Amparo contestó con texto. Siempre texto. El texto deja menos emoción.
“Tranquila. No hables con nadie. Si te buscan, decís: ‘yo no autorizo pagos, solo registro’. Guardá tarjeta. Mañana venís temprano.”
Mariela contestó al instante:
“Estoy temblando.”
Amparo no respondió de inmediato. Porque responder rápido era alimentar el pánico.
En vez de eso, abrió su PLANILLA_MADRE y escribió:
Intervención externa sobre Mariela (“abogado”) → presión
Riesgo: filtración por miedo
Acción: guion único / texto / documentar tarjeta
Guardó.
Volvió al chat.
“No te va a pasar nada si no inventás. Dormí.”
Mariela puso un emoji de manos juntas.
Amparo dejó el teléfono boca abajo.
Y siguió ordenando.
A las 21:12, volvió a vibrar.
Otro mensaje de Mariela.
“Perdón, Amparo. Acabo de borrar el audio. No quería que quede.”
Amparo sintió un frío limpio en el estómago.
Borrar.
Ese era el acto exacto que no tenía que hacer alguien inocente.
Borrar era la prueba de que tenías algo que esconder.
Y lo peor: Amparo no le había pedido que borrara nada.
Mariela lo había hecho por miedo… o por impulso… o porque alguien se lo había sugerido.
Amparo escribió:
“No borres nada. Si borrás, parece culpa.”
Mariela tardó en contestar.
Tardó un minuto.
Dos.
Tres.
Luego:
“Ya está. Perdón.”
Amparo cerró el chat.
No podía arreglar ese error. Solo podía abrir espacio para que el error se volviera “normal”.
Esa misma noche, en otro lugar, Erik miraba pantallas.
No desde la empresa.
No desde su casa.
Desde un departamento prestado que olía a pintura fresca y a paranoia.
Tenía el hombro vendado. El rostro con marcas. Pero los ojos limpios de cansancio: estaba despierto por el único combustible que no se agota rápido.
La desconfianza.
En su notebook —una distinta a la de siempre— tenía abiertas dos cosas:
El banco, con las operaciones pendientes
Su correo alternativo, con alertas
Erik no tocaba nada. Solo observaba.
Hasta que entró una alerta nueva.
No de banco.
De otra cosa.
Un mensaje breve de un servicio de seguridad digital que había activado “por si acaso” hacía años.
“Actividad inusual detectada: eliminación de mensajes vinculados a la cuenta corporativa.”
Erik se quedó quieto.
No por la alerta en sí. Por lo específico: “mensajes vinculados”.
No era magia.
Era un sistema tonto pero útil: había configurado que ciertos correos y ciertos nombres fueran “observados” en metadatos, y que cualquier borrado o movimiento raro generara un aviso.
No necesitaba leer el contenido. Le alcanzaba saber que alguien estaba tocando huellas.
Erik abrió el detalle.
El sistema no decía “Amparo”.
Decía el dispositivo donde se borró.
Decía la hora.
Y decía un nombre asociado al entorno corporativo.
MARIELA.
Erik exhaló, despacio.
Ahí estaba la grieta.
Amparo era prolija. Amparo no borraba.
Si alguien borraba, era porque Amparo había armado una red… y una parte de la red estaba asustada.
Erik se recostó en la silla y por primera vez sonrió sin alegría.
Porque supo algo simple: ya no tenía que “adivinar”.
Tenía que esperar el próximo error.
Al día siguiente, Mariela llegó temprano.
Demasiado temprano.
Amparo ya estaba en Tesorería, con una carpeta abierta y cara de rutina.
Mariela se asomó desde la puerta.
Tenía los ojos hinchados.
—¿Podemos hablar? —susurró.
Amparo le señaló una silla sin mirarla demasiado.
—Hablá.
Mariela se sentó y apretó las manos.
—Me llamaron —dijo.
Amparo levantó la vista.
—¿Quién?
Mariela tragó saliva.
—Un número privado. Me dijeron que si yo “coopero”, no me pasa nada. —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Amparo, yo no hice nada, te juro.
Amparo sostuvo una calma perfecta.
—¿Qué te preguntaron?
Mariela dudó.
—Por los pagos. Por los pendientes. Por Bruno. Por vos.
Amparo sintió un pulso en la sien.
—¿Y qué dijiste?
Mariela lloró en silencio.
—Que vos estás metida —dijo, casi sin voz.
Amparo se quedó quieta.
No explotó.
No gritó.
Solo sintió una cosa: la certeza de que el cerco ya estaba cerrado.
Porque el error que había cometido Mariela no era solo hablar.
Era hablar con miedo.
Y el miedo, a ojos de alguien inteligente, es la señal de que la puerta existe.
Amparo respiró despacio.
—Mariela —dijo—, mirame.
Mariela levantó los ojos, rota.
—A partir de ahora, no hablás con nadie. Con nadie. —Pausa—. Y si te vuelven a llamar, me lo decís en persona. No por mensajes. No por audios. ¿Entendiste?
Mariela asintió frenética.
—Sí.
Amparo se inclinó ligeramente.
—¿Quién te llamó, Mariela?
Mariela tragó.
—No sé. Número privado.
Amparo asintió, como si aceptara la mentira.
—Ok.
Mariela se levantó para irse, pero antes de salir dijo algo que terminó de romperlo todo:
—Amparo… perdón… me dijeron una cosa.
Amparo la miró.
—¿Qué?
Mariela bajó la voz.
—Que Erik está vivo… y que ya sabe.
Amparo no reaccionó por fuera.
Por dentro, el mundo se ajustó un milímetro: el tablero cambió de forma.
—Andá a tu puesto —dijo Amparo—. Y no hables con nadie.
Mariela se fue.
Amparo se quedó sola, mirando su monitor.
Los dos pagos pendientes seguían ahí, como siempre.
Pero ahora, ya no eran un anzuelo para Ledesma.
Eran un anzuelo para ella.
Amparo abrió su PLANILLA_MADRE y escribió una sola línea nueva, debajo de todo:
“El primer aliado que cae no es el más débil. Es el más humano.”
Guardó.
Cerró la computadora.
Y entendió, con una frialdad que la sorprendió:
ya no estaba en una fase de “control”.
Ahora estaba en una fase de supervivencia.
(Fin del Capítulo 22)
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