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La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


Capítulo 23 — Ruido

El ruido empezó como empieza todo lo grave: con correos.

No sirenas.

No patrulleros.

Correos.

Ese viernes, a las 08:41, Amparo tenía tres mensajes sin leer con el mismo tono: formal, frío, innegociable.

  1. Banco USA — “Solicitud de documentación KYC/AML”

  2. Banco local — “Verificación de beneficiarios finales”

  3. Plataforma internacional — “Actividad inusual: revisión preventiva”

Siglas. Formularios. “Preventivo”.

La burocracia no gritaba, pero cuando se activaba era porque alguien, en algún lugar, había apretado un botón que ya no se des-apretaba.

Amparo abrió el mail del banco USA.

Pedían: origen de fondos, soporte de transferencias, contratos de servicios, justificación de pagos repetidos, confirmación de personas autorizadas.

No era “un control”.

Era un cerco.

Amparo no mostró pánico. Lo archivó en una carpeta nueva:

AUDITORÍA

Y marcó todo como “pendiente”.

A las 09:10, Gabriela llegó con el celular en la mano y la cara de una mujer que ya no duerme.

—Amparo —dijo—. Llamó el banco.

Amparo inclinó la cabeza.

—¿Qué dijeron?

Gabriela tragó saliva.

—Que van a frenar movimientos si no mandamos documentación hoy. —Pausa—. Erik está… imposible. Está con médicos, abogados, todo. Y encima está paranoico.

Amparo asintió.

—Ok.

Gabriela se inclinó hacia ella.

—Necesito que me armes un paquete de soporte ya. Lo que sea que sirva. Para que no nos congelen todo.

Amparo miró su pantalla.

“Lo que sea que sirva” era exactamente la frase que usaba el sistema cuando estaba acostumbrado a improvisar.

—Te lo armo —dijo.

Gabriela exhaló, aliviada y desesperada a la vez.

Cuando Gabriela se fue, Amparo abrió la carpeta de STC.

Abrió la documentación de Bruno.

Vio sellos, firmas, formatos parecidos, el mismo humo.

Esto no sirve, pensó.

Y lo peor: si lo mando, me incrimino. Si no lo mando, se congela todo y me miran igual.

Amparo abrió su PLANILLA_MADRE. Fue a una hoja nueva:

SALIDAS

Y escribió:

  • Mandar soporte = riesgo directo (huellas)

  • No mandar soporte = congelamiento (alarma)

  • Tercera opción: descargar responsabilidad en “proceso” / “pendiente dirección”

Guardó.

Iba a hacer lo que mejor sabía: convertir el problema en procedimiento.

A las 10:02, Nicolás la llamó.

Esto era raro. Nicolás siempre escribía. Llamar era pánico.

—Amparo —dijo, susurrando—. Están revisando Control. Me pidieron logs. Y… alguien preguntó por tus accesos.

Amparo se quedó quieta.

—¿Quién? —preguntó.

Nicolás tragó.

—No sé. Pero no es de acá. Hablan distinto. —Bajó más la voz—. Y te digo otra cosa: Ledesma está como loco. Anda diciendo que esto se va a “arreglar” con plata.

Amparo cerró los ojos un segundo.

“Hablan distinto” era una forma elegante de decir: no son los de siempre.

Amparo respondió con calma.

—Nicolás, vos mantené lo técnico. Si te preguntan, decís: “yo no ejecuto pagos. Yo controlo reportes”. Punto.

Nicolás exhaló.

—Sí. Sí. —Pausa—. Amparo… ¿qué está pasando?

Amparo miró el monitor como si los números pudieran responder.

—Está pasando que alguien miró —dijo, simple.

Cortó.

A las 11:15, Ledesma apareció.

Tenía ojeras y una sonrisa rota. Se sentó sin permiso como si ya no existieran protocolos.

—Esto se fue a la mierda —dijo, directo.

Amparo lo miró.

—¿Qué pasó? —preguntó, y su voz salió increíblemente normal.

Ledesma se pasó una mano por la cara.

—Los bancos están preguntando. —Pausa—. Y Bruno está nervioso.

Amparo inclinó la cabeza.

—¿Bruno?

Ledesma la miró como si necesitara una aliada urgente.

—Sí. Bruno dice que alguien lo llamó. Que le preguntaron por pagos. Por “servicios”. Por cuentas.

Amparo no mostró nada.

—¿Quién lo llamó?

Ledesma se encogió de hombros.

—No sé… “gente”. —La palabra le salió fea—. Pero si Bruno cae, cae todo.

Amparo sostuvo la mirada.

—¿Todo qué? —preguntó.

Ledesma se quedó quieto, atrapado en su propia frase.

—No seas ingenua —dijo, y casi se rió—. ¿Vos te pensás que yo inventé esto solo?

Amparo lo miró.

—Yo no pienso nada —dijo—. Vos hablás.

Ledesma apretó los labios. Después soltó:

—Hay cuatro tipos adentro que bancaron esto. —Se inclinó—. Y ahora uno se está por cagar y va a señalar.

Amparo sintió un hielo fino en la espalda.

Los cuatro.

Ahí estaba el número.

—¿Quién? —preguntó, suave.

Ledesma miró a los costados.

—El gordo de Operaciones. —Bajó la voz—. Martín.

Amparo apretó el lápiz.

Martín, pánico. Era obvio. El miedo siempre traiciona primero.

—Martín está hablando —dijo Amparo.

No era pregunta. Era conclusión.

Ledesma asintió.

—Lo están apretando. Y viste cómo es. —Se le quebró la voz de rabia—. Ese te vende por un café.

Amparo se recostó en su silla.

—¿Y vos qué querés de mí, Santi? —preguntó.

Ledesma tragó saliva.

—Que te quedes quieta —dijo—. Y que si te llaman… no me nombres.

Amparo lo miró, casi divertida.

—¿Por qué te nombraría?

Ledesma la miró con desesperación.

—Porque vos sos Tesorería. Sin vos, no hay nada.

Amparo inclinó la cabeza.

—Exacto —dijo—. Sin mí, no hay nada.

Ledesma no entendió si eso era amenaza o confesión.

—Amparo, posta… esto se arregla con guita. Con un abogado. Con tu tía, con tu viejo, con lo que sea. Pero no con bancos de afuera.

Amparo sintió que la frase le mostraba el tamaño real del problema.

“No con bancos de afuera.”

Ese era el punto: el cerco ya no era local.

No era comisaría.

No era charla de pasillo.

Era otra cosa.

Y esa otra cosa no negociaba con tíos jueces.

A las 12:40, Amparo fue al baño.

Se encerró.

Se lavó las manos más de una vez, como si el agua fuera capaz de sacar lo invisible.

Miró el celular. Ningún mensaje.

Hasta que apareció uno.

Número privado.

“Te lo dije.”

Amparo sintió el impulso de responder. No lo hizo.

El mensaje siguiente llegó solo:

“No es la policía. Es el dinero.”

Amparo cerró los ojos.

Ese era el tipo de frase que Erik diría. No por poesía. Por precisión.

Volvió a su escritorio.

A las 13:30, el banco local mandó otro mail:

“Aviso: retención preventiva de transferencias salientes.”

Retención.

Congelamiento.

La empresa empezaba a quedarse quieta.

Y cuando el dinero se queda quieto, la gente se desespera.

A las 15:00, Martín pasó por Tesorería.

No la miró a los ojos.

—Amparo… ¿tenés un minuto? —dijo, con voz chiquita.

Amparo lo miró como se mira a un animal herido.

—Decime.

Martín tragó saliva.

—Me llamaron. Me preguntaron cosas. Yo… yo dije que yo no manejo nada, que vos… —se frenó.

Amparo no se movió.

—Que yo… ¿qué? —preguntó.

Martín se puso blanco.

—Que vos tenés acceso —dijo—. Pero es verdad, Amparo. Yo no inventé nada.

Amparo sostuvo el silencio, dejándolo hundirse.

Martín empezó a llorar. Un tipo adulto, llorando en una oficina.

—Yo no quiero caer —dijo—. Tengo hijos.

Amparo lo miró. Fría, pero no inhumana.

—Entonces callate —dijo—. Y hacé tu trabajo.

Martín asintió, derrotado, y se fue.

Amparo se quedó mirando el monitor.

El ruido ya no era rumor.

Era sistema.

Era bancario, era internacional, era inevitable.

Abrió la PLANILLA_MADRE y escribió, como quien escribe la fecha de una muerte:

“El cerco no viene de adentro. Viene de afuera. Y afuera no perdona.”

Guardó.

Y entendió, con una claridad helada, que la falsa victoria había terminado.

Ahora tocaba otra parte del libro.

No el golpe perfecto.

El colapso perfecto.

(Fin del Capítulo 23)


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