La Tesorera Sombra
Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
Capítulo 25 — Domingo
El domingo era el día que antes se usaba para descansar.
Ahora era el día que se usaba para fingir que todavía existía una vida normal.
Amparo se despertó tarde, se hizo tostadas, tomó café mirando por la ventana como si estuviera esperando que algo pasara… y al mismo tiempo, rogando que no pasara nada.
En la calle, una pareja discutía por una bolsa. Un perro ladraba. Un delivery se equivocaba de timbre.
El mundo seguía.
Eso era lo más insultante del miedo: que el resto del planeta no se enterara.
Amparo abrió el celular y revisó mensajes.
Nada de Gabriela.
Nada de Nicolás.
Nada de números privados.
Silencio.
Y el silencio, por un rato, se sintió como un premio.
En el living, sobre el sofá, tenía una carpeta con papeles: contratos, comprobantes, nombres. No “evidencia”, no “delito”. Papeles. La materia prima con la que se construyen relatos.
Amparo se obligó a ordenar.
Como si ordenar el papel ordenara el destino.
Armó tres pilas nuevas:
Lo que sirve para sostener (procedimientos, mails “Confío”, reportes)
Lo que puede volverse en contra (Bruno, STC, firmas flojas)
Lo que se usa para negociar (contactos, detalles, iniciales)
Cerró la tercera pila con cuidado.
Negociar era una palabra fea. Pero era real.
A media tarde fue al depósito y miró las cajas una por una. Ropa, objetos, recuerdos. La casa vacía ya no parecía una ruptura: parecía una escena preparada.
Cuando terminó, se quedó un rato en el auto, con el volante entre las manos.
Pensó en irse.
Pensó en tomar un vuelo. Un micro. Cualquier cosa que la pusiera lejos del ruido.
Pero irse era admitir.
Y ella todavía quería creer que podía ganar tiempo.
Volvió a casa. Se bañó. Se maquilló apenas. Se puso una camisa blanca.
La camisa blanca era su uniforme de “no pasa nada”.
A las 20:11, el celular vibró.
Gabriela.
Amparo atendió al primer tono.
—¿Hola?
La voz de Gabriela era distinta: más baja, más dura.
—Amparo… tenemos un problema más grande.
Amparo apoyó el codo en la mesa.
—Decime.
Gabriela tragó saliva.
—Erik pidió… que congelen todo. Todo lo que puedan. —Pausa—. Llamó a bancos, habló con abogados… no sé. Pero hoy a la tarde llegaron notificaciones de retención preventiva. De varios lados.
Amparo cerró los ojos un segundo.
—¿Todo? —preguntó.
—Todo —repitió Gabriela—. Y además… me pidió una cosa.
Amparo sintió el filo.
—¿Qué?
Gabriela bajó la voz.
—Me pidió que te saque del circuito. Que “por prevención” no ejecutes más nada hasta nuevo aviso.
Amparo dejó el aire en la garganta.
Eso era más que control.
Era señalamiento.
—¿Te lo dijo así? —preguntó.
—Dijo: “Amparo no toca nada sin mí.” —Gabriela hizo una pausa—. Y Amparo… me preguntó si vos seguías teniendo llave de la casa.
El mundo se achicó.
La llave.
El estudio.
El disco.
Amparo escuchó, a lo lejos, su propio pulso.
—¿Qué le dijiste? —preguntó.
Gabriela respiró.
—Le dije que no sé. Que es tu vida personal. —Pausa—. Pero… Amparo… ¿vos tenés llave?
Amparo contestó con la única verdad útil:
—No es tema de la empresa.
Gabriela se quedó en silencio.
—Te está apuntando —dijo al fin, sin vueltas.
Amparo no respondió. No podía gastar palabras en una verdad obvia.
Gabriela agregó:
—Y… Ledesma me vino a ver hoy. Desesperado. Me dijo que vos lo querés “ensuciar”. Que vos estás armando una causa.
Amparo sintió un pequeño asco.
—¿Y vos qué le dijiste?
—Que se vaya —dijo Gabriela—. Pero… Amparo… esto se va a poner feo.
Amparo miró la ventana. Afuera, un avión pasó como un bichito de luz en la noche.
Libertad.
Ironía perfecta.
—Gabriela —dijo Amparo—. Mañana voy a ir igual. Necesito ver qué está pasando.
Gabriela suspiró.
—Andá. Pero cuidate.
Cortaron.
Amparo dejó el teléfono sobre la mesa.
Se quedó quieta un minuto.
Dos.
Tres.
Después se levantó y fue al estudio.
Sacó el estuche negro y el disco externo. Lo apoyó sobre la mesa como si fuera una prueba en un juicio.
No lo conectó.
Solo lo miró.
Porque entendió algo que cambiaba todo:
Erik ya no estaba reaccionando.
Erik estaba comandando.
Y cuando él comanda, la empresa se alinea. Los bancos se alinean. Los miedos se alinean.
Amparo abrió el cajón donde guardaba la carpeta “ordenada”. Sacó el mail impreso: “Confío en vos”.
Lo sostuvo en la mano como si fuera un papel sagrado.
Y entonces se rió.
Una risa corta.
Sin alegría.
Porque “confío” ya no importaba.
La confianza había cumplido su función y ahora era humo.
Amparo agarró la hoja, la dobló con prolijidad, la guardó en el bolso junto al token.
Token y “confío”. Herramientas y símbolos. Todo en el mismo compartimento.
Se acostó, pero no durmió.
Su mente era una oficina.
A las 03:12, vibró el celular.
Número privado.
Amparo atendió sin decir nada.
La voz del otro lado sonó más clara que la primera vez.
Más cerca.
—Mañana no vayas —dijo.
Amparo apretó la sábana con la mano.
—¿Quién sos? —preguntó otra vez, aunque ya lo sabía.
Silencio.
—Te lo digo por única vez: mañana no vayas.
Amparo tragó saliva.
—¿Por qué?
La voz respondió con una calma que daba miedo:
—Porque mañana empieza la parte donde ya no decidís vos.
Cortó.
Amparo quedó mirando el techo oscuro.
Afuera, otro avión pasó a lo lejos.
Y en ese instante entendió que el domingo había terminado.
No por el reloj.
Por el clima.
El aire había cambiado.
Y cuando el aire cambia así, no es un aviso.
Es un inicio.
(Fin del Capítulo 25)
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