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La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


Capítulo 27 — Aislamiento

Amparo entregó el token ese mismo día.

No porque quisiera.

Porque el edificio había cambiado el aire y cuando el aire cambia así, los objetos se vuelven evidencia aunque no lo sean.

Se lo dio a Rodrigo con una frase neutra:

—Acá está. Es el que usé en mantenimiento.

Rodrigo lo tomó como quien recibe una llave ajena: sin mirarla mucho, con prisa, como si no quisiera ser parte del asunto.

—Gracias —dijo.

La palabra “gracias” sonó ridícula.

Amparo volvió a su escritorio con el bolso más liviano y el cuerpo más pesado.

A las 14:10, Gabriela le escribió:

“Erik pidió que te vayas a tu casa. No es suspensión, dice… ‘por prevención’. Te aviso porque ya están con accesos.”

Amparo leyó la frase dos veces.

Que te vayas a tu casa.

Ese era el primer gesto real de aislamiento: sacarte del lugar donde sos funcional para que, afuera, seas solo persona.

Y una persona sola es más fácil de romper.

Amparo se paró.

No protestó. No pidió reuniones. No lloró.

Juntó su taza, su cuaderno, un par de papeles sin valor. Dejó el escritorio impecable, casi como una ofensa.

En la puerta, Nicolás la miró desde su oficina.

No la llamó. No se acercó.

Solo la miró con esa cara de “yo no quiero estar en tu lugar”.

Amparo salió.

En el ascensor, se miró al reflejo. No parecía culpable. Parecía cansada.

Y pensó algo que la irritó:

Erik me está sacando del tablero donde yo sé jugar.

En un departamento prestado, Erik miraba un mapa diferente.

No un mapa de calles.

Un mapa de comportamientos.

En su pantalla había una lista de acciones: accesos, intentos, pedidos de restablecer contraseña, consultas a reportes, movimientos “pendientes”.

Erik tenía el hombro vendado, pero el ojo intacto.

Y ese ojo estaba en el lugar correcto: donde el miedo se equivoca.

Su teléfono vibró.

Mensaje del banco: “Credenciales actualizadas. Accesos restringidos.”

Bien.

Su abogado le mandó otro mensaje, más formal:

“Reporte inicial presentado. Solicitud de preservación de registros.”

Erik apoyó el teléfono.

No era venganza todavía.

Era construcción.

El contraataque no empezaba con golpes.

Empezaba con puertas cerradas.

Erik abrió otra ventana en la notebook.

Un panel simple: “ubicación última conocida del dispositivo”.

Un puntito.

No decía “Amparo”. No decía “culpable”.

Solo decía: el objeto se movió.

El disco externo “Vault” llevaba un rastreador antiguo, mínimo. No era sofisticado; era suficiente.

Esa clase de sistema no te da justicia.

Te da momento.

Erik sonrió, casi imperceptible.

Porque el puntito había cambiado de lugar dos días antes.

Y ese lugar no era su casa.

Era un barrio donde él no vivía.

Un barrio donde alguien guardaba cosas.

Depósito, pensó.

Erik respiró.

No canceló nada. No llamó a nadie. No apuró.

Dejó que el puntito existiera, como una sombra.

Y escribió una sola frase en un cuaderno:

“Ella mueve objetos cuando siente cerco.”

Amparo llegó a su casa y lo primero que hizo fue cerrar todas las cortinas.

No por paranoia.

Por reflejo.

La casa se sentía más chica cuando el mundo afuera podía mirar.

Abrió la notebook personal.

Intentó entrar al banco corporativo.

Acceso denegado.

Intentó el portal espejo.

Credenciales inválidas.

Intentó el sistema interno.

Sesión restringida. Contacte a administrador.

Amparo se quedó mirando la pantalla, sin pestañear.

Así se siente el aislamiento: cuando tu poder —que era rutina— se vuelve un error de login.

El teléfono vibró.

Damián.

Te sacaron.

Amparo no respondió.

Damián insistió:

Si te sacan de adentro, te queda lo de afuera. ¿Entendés?

Amparo apretó la mandíbula.

Lo de afuera: contactos, favores, familia.

El escudo.

El problema era que, si lo usaba, confirmaba conflicto.

Pero el conflicto ya estaba confirmado. La habían mandado a su casa.

Amparo se obligó a pensar en frío.

Si Erik cerraba puertas bancarias, ella necesitaba abrir puertas humanas.

Agarró el celular y abrió el chat de su padre.

No escribió “me están investigando”. No escribió “fraude”. No escribió nada dramático.

Escribió una frase de hija prolija:

“Pa, necesito hablar hoy. Tema laboral. Importante.”

Envió.

Luego escribió a su tía Clara, con la misma higiene:

“Tía, ¿tenés un minuto hoy? Me surgió una consulta.”

Envió.

Se quedó mirando el teléfono.

Era lo último que quería hacer: llevar el asunto a la familia.

Pero en esa familia, la sangre no era cariño.

Era infraestructura.

A las 18:30, su padre la llamó.

—¿Qué pasó? —preguntó, directo.

Amparo respondió con un guion limpio.

—En la empresa están con auditoría externa. Por el ataque a Erik, están revisando accesos y pagos. Me sacaron “por prevención”.

Su padre respiró.

—¿Hay algo que te pueda comprometer?

Amparo respondió sin titubear.

—Hice mi trabajo.

El padre guardó silencio, el tipo de silencio que usa un abogado cuando decide qué creer.

—¿Tenés todo documentado? —preguntó.

Amparo miró su carpeta “ordenada”.

—Sí.

—Bien —dijo él—. No hables con nadie más. No mandes mails. No borres nada. Y si te citan, vas conmigo.

Amparo apretó el teléfono fuerte.

—Ok.

—Amparo —dijo el padre, y la voz se le endureció—. Si Erik quiere guerra, no la gana solo. Pero vos no te tenés que mover como culpable. ¿Entendiste?

Amparo tragó saliva.

—Sí.

Cortó.

A las 19:20, su tía Clara envió un audio. Corto.

—Amparo, te escucho. Pero sin detalles por teléfono. Vení mañana a la mañana.

Sin detalles por teléfono.

Eso era una orden.

Y también era una señal peligrosa: Clara ya entendía que había un cerco “de afuera”.

Amparo dejó el celular sobre la mesa y respiró.

Estaba aislada del sistema financiero.

Pero todavía tenía un sistema paralelo: familia, contactos, favores.

El problema era que ese sistema también tenía costo: cada llamado era una marca.

Amparo se levantó y fue al estudio.

Abrió el estuche.

Sacó el disco “Vault”.

Lo sostuvo con una mano y se permitió una idea por primera vez:

Si Erik me sigue, este disco me delata.

Entonces hizo algo que le pareció inteligente en el momento.

Algo que parecía “limpio”.

Agarró las llaves del auto.

Fue al depósito.

En el depósito, movió el disco a otra caja. No a una obvia. No a una con su nombre. A una caja de ropa donada, mezclado entre telas.

Como si esconderlo entre cosas comunes lo hiciera invisible.

Volvió a casa.

Ese movimiento, ese traslado pequeño, era exactamente lo que Erik estaba esperando.

En el departamento prestado, el puntito en el mapa se movió.

Erik lo vio.

Nada más.

No se excitó.

No sonrió grande.

Solo anotó con la misma calma:

“Se mueve. Se asusta. Miente con acciones.”

Y por primera vez desde el ataque, Erik sintió algo parecido a alivio.

No porque quisiera verla caer.

Sino porque ya podía verla.

Aislarla era eso:

cortar accesos para que, en la desesperación, ella hiciera movimiento.

Y el movimiento siempre deja huella.

(Fin del Capítulo 27)

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