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La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


Capítulo 29 — Exposición

La primera filtración no llegó como una bomba.

Llegó como una pregunta.

A las 08:12 del jueves, el padre de Amparo estaba en su estudio, con la puerta cerrada y el celular boca abajo, como si incluso las pantallas pudieran escuchar.

Amparo se sentó frente a él con una carpeta prolija sobre las rodillas.

Su padre no la miró enseguida.

Leyó un papel impreso, arrugado en una esquina. Después, recién después, levantó la vista.

—¿Conocés a este periodista? —preguntó.

Amparo sintió un vacío pequeño y frío.

—No.

El padre empujó el papel hacia ella.

Era un mail. Impreso. Sin remitente claro. Con un asunto que parecía normal y sin embargo olía a amenaza:

“Consulta — caso Pronexo / posible conflicto de intereses”

El cuerpo del mail era breve, cortante:

“Estamos investigando posibles irregularidades vinculadas a Pronexo y queremos confirmar si la jueza Clara V. (apellido) tiene relación familiar directa con una empleada del área de Tesorería. También nos interesa corroborar si el abogado J. V. representa a la misma empleada o a la empresa.”

Amparo leyó hasta el final sin mover la cara.

Periodista. Jueza. Abogado. Tesorería.

Familia.

El padre le sacó el papel de las manos con suavidad, como si fuera peligroso tocarlo.

—Esto ya no es solo banco —dijo—. Esto es exposición.

Amparo respiró lento.

—¿Quién mandó eso? —preguntó.

El padre negó con la cabeza.

—No sé. Pero está bien escrito. Y sabe demasiado.

Amparo quiso decir “Erik”.

No lo dijo.

Decir el nombre era aceptar la guerra como personal.

El padre se inclinó.

—Amparo, decime la verdad —dijo.

Amparo sostuvo la mirada.

—Hice mi trabajo. Y ahora me están usando de chivo expiatorio.

El padre no reaccionó como un padre.

Reaccionó como un abogado: midiendo la consistencia del relato.

—¿Tenés pruebas? —preguntó.

Amparo abrió la carpeta. Sacó copias: mails, reportes, el “Confío”, procedimientos, la nota anónima.

El padre miró, rápido.

—Esto sirve para mostrar orden —dijo—. No para explicar el agujero.

Amparo se quedó quieta.

El padre dejó la carpeta y por primera vez su voz cambió de registro: dejó de ser profesional y se volvió seca.

—¿Vos tocaste plata que no debías, Amparo?

Silencio.

Amparo no respondió enseguida.

No por culpa.

Por cálculo.

—No —dijo al fin.

El padre sostuvo la mirada.

—Bien —dijo, pero no sonó aliviado. Sonó decidido—. Entonces alguien quiere ensuciar a Clara y a mí contigo.

Amparo tragó saliva.

—¿Vos creés que es Erik?

El padre no contestó directo.

—Es alguien con recursos —dijo—. Y con paciencia. —Pausa—. Y que entiende que la reputación es el verdadero dinero.

Ahí estaba.

Erik estaba atacando el punto débil.

No la plata.

La red.

Amparo miró el mail de nuevo y entendió el movimiento completo:

Si la tía jueza quedaba pegada a un caso de fraude, la familia se iba a proteger alejándose de ella.

El escudo se volvía cuchillo.

En el mismo momento, en otra ciudad, Erik enviaba otro mail.

No con su nombre.

No con su firma.

Un mail anónimo con adjuntos mínimos y suficientes: un organigrama, un vínculo familiar, un recorte viejo de una nota judicial.

No inventaba.

Solo iluminaba conexiones.

Erik entendía algo que Amparo no había querido aceptar:

cuando el dinero está en juego, nadie cuida a nadie.

Solo se cuidan a sí mismos.

Y el sistema familiar, como cualquier sistema, se protege primero.

El mail fue a tres destinatarios:

  • Un periodista

  • Un fiscal

  • Un estudio legal que olía a ambición

Erik no pidió nada.

Solo dejó información.

El tipo de información que obliga al otro a moverse.

Y cuando el otro se mueve, deja huella.

Ese mismo jueves, a las 13:30, la tía Clara citó a Amparo en un bar discreto. No en un juzgado. No en su casa. En un bar.

Lugar neutral.

Protección.

Clara llegó impecable: pelo perfecto, postura de acero. Pero los ojos… los ojos mostraban algo que a Amparo le dio un escalofrío.

Distancia.

—Sentate —dijo Clara.

Amparo se sentó.

Clara no pidió café. Miró la mesa como si la mesa fuera un expediente.

—Me llegó una consulta —dijo Clara sin rodeos—. Sobre vos. Y sobre mí.

Amparo tragó saliva.

—¿De quién?

Clara la miró.

—No importa. Importa que llegó.

Silencio.

Amparo intentó sonar firme.

—Tía, me están usando. Me sacaron de la empresa. Me están investigando.

Clara no cambió la cara.

—Amparo —dijo—. Escuchame bien. En este momento, yo no soy tu tía. Soy una jueza.

Amparo sintió un vacío en el pecho.

Clara continuó:

—Y como jueza, lo único que puedo decirte es esto: si hay una investigación externa seria, tu apellido me perjudica.

Amparo apretó los dedos debajo de la mesa.

—¿Me estás pidiendo que…?

—Que no me nombres —cortó Clara—. Que no me involucres. Que no uses mi nombre como paraguas.

Amparo sintió rabia.

—Yo no te pedí nada todavía.

Clara la miró con frialdad.

—Y sin embargo, acá estás.

Amparo se quedó sin palabras.

Clara bajó la voz, por primera vez con un mínimo de humanidad:

—Si sos inocente, se demuestra con papeles y tiempo. No con familia. ¿Entendiste?

Amparo asintió, rígida.

Clara se levantó.

—Cuídate —dijo, y sonó como una despedida.

Se fue.

Amparo se quedó mirando la silla vacía.

Ahí estaba el efecto real de la exposición:

No era que la iban a meter presa mañana.

Era que le estaban sacando el aire social hoy.

El padre abogado se volvió prudente.

La tía jueza se volvió distancia.

Los contactos se volvieron silencios.

La red que ella creyó escudo se estaba transformando en un mecanismo de autodefensa… contra ella.

Amparo salió del bar y sintió que la ciudad era más grande y más hostil.

En el celular tenía un mensaje nuevo.

Número privado.

Solo dos palabras:

“Qué sola.”

Amparo apretó el teléfono.

No respondió.

Porque si respondía, le daba el gusto.

Miró el cielo.

Un avión cruzó, pequeño.

Libertad.

Y por primera vez, esa imagen dejó de ser un símbolo lindo.

Se volvió un recordatorio cruel:

la libertad no se roba.

Se pierde.

(Fin del Capítulo 29)


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