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La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


Capítulo 31 — La trampa

La oficina olía a lunes aunque era miércoles.

Ese olor, mezcla de café recalentado y aire acondicionado, siempre le había dado a Amparo una sensación de control. Ahora le daba otra cosa: certeza de que estaba entrando a un lugar donde el control ya no era suyo.

Llegó a las 09:18 con su padre.

El abogado.

El escudo formal.

Su padre caminaba recto, impecable, con una carpeta bajo el brazo y esa cara de “nadie me va a correr con papeles”.

En recepción, el guardia dudó.

—Buen día… ¿Amparo?

—Buen día —dijo ella.

—Tengo instrucciones…

El padre se adelantó, suave pero firme.

—Soy su abogado. Venimos a retirar documentación personal y laboral. Sin acceso a sistemas. Sin alterar nada. Todo por escrito si quieren.

El guardia miró hacia la oficina de arriba como si la decisión estuviera allá arriba, como si en un edificio las decisiones siempre estuvieran “arriba”.

—Un segundo.

Llamó. Esperó. Asintió.

—Pueden subir. Sala chica, por favor.

Amparo tragó saliva.

Sala chica.

No escritorio. No “pasá y sacá tus cosas”.

Sala chica: lugar controlado.

Cuando subieron, Gabriela los esperaba en el pasillo. No sonrió.

—Gracias por venir así —dijo, mirando al padre y no a Amparo.

—Venimos a evitar malos entendidos —respondió el padre.

Gabriela asintió y señaló la sala chica.

—Ahí —dijo—. Ya está todo preparado.

Preparado.

Amparo entró.

La sala tenía una mesa, tres sillas y una cámara en una esquina, discreta pero visible si sabías mirar.

Sobre la mesa había una caja de cartón, cerrada con cinta, con una etiqueta:

“Efectos personales — Amparo Vidal”

Su padre la miró.

—Bien —dijo—. Todo ordenado.

Amparo no tocó la caja.

Miró alrededor.

Había alguien más.

Un hombre de traje sobrio, sin expresión, parado junto a la ventana. No se presentó. Gabriela sí lo presentó con un gesto mínimo, como quien sabe que la formalidad no cambia el hecho.

—Él es… de auditoría externa —dijo.

Amparo sintió el mismo frío que en la sala grande: el hombre sin nombre.

El padre extendió la mano.

—Soy el doctor Vidal. Represento a mi hija.

El hombre estrechó la mano sin fuerza.

—Entendido —dijo—. Esto es un procedimiento de preservación. Nada personal.

“ Nada personal.”

Esa frase era una mentira elegante.

Todo era personal.

Amparo se sentó. El padre se sentó. Gabriela quedó de pie, incómoda.

El hombre de auditoría habló con calma:

—La señora Vidal solicitó retirar documentación. Se le permitirá retirar únicamente papeles impresos, cuadernos personales y efectos sin acceso a sistemas. Todo lo que salga se registra.

El padre asintió.

—Correcto.

El hombre señaló la caja.

—Eso es lo que estaba en su escritorio. Se levantó con testigos. Si falta algo, queda asentado. Si sobra algo, queda asentado.

Amparo miró la caja.

Erik te preparó esto, pensó.

Su padre cortó la cinta con una pequeña navaja. Abrió.

Dentro había:

  • un cuaderno

  • una taza

  • lapiceras

  • papeles impresos

  • un sobre

  • un pendrive

Amparo sintió un latido en la garganta.

Un pendrive.

Eso no debería estar ahí.

PLANILLA_MADRE.

Pero ella nunca dejó el pendrive en el escritorio. Lo llevaba consigo.

Ese pendrive era otro. O una copia. O una trampa.

Amparo respiró y no lo tocó.

Su padre, sin darse cuenta, estiró la mano.

Amparo le tocó el brazo, suave.

—Ese no —dijo, bajísimo.

El padre la miró.

—¿Por?

Amparo eligió la frase más aséptica:

—No es mío.

El hombre de auditoría levantó la vista.

—Consta en inventario como “hallado en cajón” —dijo—. Si no es suyo, queda y se preserva.

Amparo asintió.

Bien.

No tocar.

No dejar huella.

El padre siguió revisando. El sobre tenía letras impresas, sin remitente:

“Confío en vos”

Amparo sintió una punzada irónica.

El padre abrió el sobre y sacó una hoja impresa: un mail de Erik, ese mismo.

“Gracias por sostener la operación. Sos clave.”

El padre miró a Amparo.

—Esto te favorece —dijo, como abogado.

Amparo no respondió.

El hombre de auditoría intervino:

—Puede retirarlo. Está impreso. No es evidencia digital.

Amparo lo tomó, por primera vez. Sus dedos no temblaron. Pero el papel le pareció más pesado de lo que era.

Gabriela, que seguía de pie, no podía mirarla a los ojos.

—¿Algo más? —preguntó el padre.

Amparo revisó la caja. Todo parecía inofensivo.

Y ahí vio el cuaderno.

El cuaderno era negro, de tapa dura.

No era el suyo.

Ella usaba uno rojo.

Esa diferencia era una señal.

Amparo lo tocó con la punta de los dedos, sin abrirlo.

—¿Ese cuaderno estaba en mi escritorio? —preguntó, neutra.

El hombre de auditoría asintió.

—Cajón superior.

Amparo sintió una presión en el pecho.

Cajón superior.

Donde ella guardaba cosas “ordenadas”.

Donde nadie debería haber puesto nada nuevo.

Su padre lo abrió, curioso.

La primera página tenía una frase escrita a mano, prolija, en tinta azul:

“REGISTRO DE ACCESOS — TESORERÍA”

El padre frunció el ceño.

—Esto no es tuyo —dijo.

Amparo sintió el frío real, el de comprender.

El cuaderno era un cebo.

Un espejo.

Una cosa puesta para que ella reaccionara.

Y la reacción, en una sala con cámara, era lo que buscaban.

El hombre de auditoría miró a Amparo.

—¿Reconoce ese cuaderno?

Amparo sostuvo la mirada y eligió el único camino:

la negación lenta.

—No —dijo—. No lo reconozco.

—¿Entonces por qué estaba en su cajón? —preguntó el hombre.

Amparo respiró.

—Porque alguien lo puso —dijo.

Silencio.

Esa frase, aunque lógica, era peligrosa: insinuaba manipulación.

El padre intervino:

—Lo que mi clienta dice es que no es de su autoría. El origen deberá determinarse con peritaje.

El hombre asintió, como si le diera igual.

—Se preserva —dijo.

Gabriela tragó saliva.

Y entonces, cuando Amparo creyó que había sorteado la sala, el hombre dijo la frase que cerró la trampa:

—Necesitamos también su consentimiento para revisar su teléfono, por accesos 2FA.

El padre se enderezó.

—No hay consentimiento —dijo.

El hombre no se alteró.

—Entonces queda asentado que se negó.

El padre sostuvo la mirada.

—Asentá lo que quieras.

El hombre asintió y, como quien marca un casillero, escribió algo en un formulario.

Amparo entendió el movimiento completo:

No buscaban su teléfono.

Buscaban su reacción a la presión.

Cualquier cosa que dijera de más quedaba registrada.

El padre cerró la caja. Selló.

—Nos llevamos esto —dijo.

El hombre indicó:

—Solo los elementos autorizados. El pendrive y el cuaderno quedan.

El padre asintió.

Amparo se llevó la taza, el cuaderno rojo que sí era suyo (estaba en el fondo) y el mail impreso “Confío”.

Salieron.

En el pasillo, Gabriela se acercó, por fin, con los ojos húmedos.

—Amparo… yo no…

Amparo la miró.

—No me expliques —dijo, suave—. Estás sobreviviendo.

Gabriela tragó saliva.

—Erik… —empezó.

Amparo la cortó.

—No me digas nada.

Se fue.

En el ascensor, el padre la miró de lado.

—¿Qué fue ese pendrive? —preguntó.

Amparo respiró.

—Una trampa —dijo.

El padre frunció el ceño.

—¿De quién?

Amparo miró el reflejo de las puertas.

—Del que está vivo.

El padre quedó en silencio.

Cuando salieron del edificio, Amparo sintió algo que no había sentido antes:

no era miedo.

Era certeza.

Erik ya no estaba jugando a “descubrir”.

Estaba jugando a probar.

Y ella acababa de entrar en una sala con cámara donde todo estaba puesto para que fallara.

La caza había cambiado de nombre.

Ahora se llamaba:

trampa.

(Fin del Capítulo 31)

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