La Tesorera Sombra
Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
Capítulo 32 — El delator
Martín no quería ser héroe.
Quería “zafar”.
Y esa palabra, en la boca de alguien asustado, se transforma en una confesión antes de ser una estrategia.
Lo llamaron a las 10:07, apenas cuarenta minutos después de que Amparo saliera de la oficina con su padre.
El número era conocido: interno de Pronexo.
Eso lo tranquilizó un segundo.
El segundo siguiente lo arruinó.
—Martín —dijo la voz de Gabriela—. Necesito que subas a Sala B. Ahora.
Martín se quedó helado.
—¿Qué pasó?
—Ahora —repitió Gabriela, y cortó.
Martín miró el techo de Operaciones como si el techo pudiera decidir por él.
Después caminó.
No corrió, porque correr hace ruido.
Pero caminó rápido, como quien intenta ganarle al miedo sin admitirlo.
Cuando llegó a Sala B, el aire era distinto.
Había tres personas:
Gabriela, con cara de “esto me supera”.
Nicolás, sentado rígido, como testigo obligado.
El hombre de traje sobrio que nunca se presentaba.
El hombre sin nombre.
Martín tragó saliva.
—¿Qué…? —empezó.
—Sentate —dijo el hombre.
No fue una invitación.
Fue una orden que parecía amable.
Martín se sentó.
El hombre apoyó un folder en la mesa.
—Martín, ¿usted participó en la gestión de pagos urgentes vinculados a logística y aduana? —preguntó.
Martín asintió, rápido.
—Sí, pero yo no autorizo nada. Yo solo mando facturas.
—¿A quién se las mandaba? —preguntó el hombre.
Martín miró a Gabriela. Gabriela no lo miró.
Miró a Nicolás. Nicolás tampoco lo miró.
El silencio, en una mesa, es una cuerda.
Martín eligió soltarla.
—A Tesorería —dijo—. A Amparo generalmente.
El hombre anotó.
—¿Recibió instrucciones de alguien para priorizar ciertos pagos? —preguntó.
Martín dudó.
Ese fue el instante exacto donde el miedo tomó el volante.
Martín se acordó del mensaje: “Yo te doy salida.”
Se acordó del “seguro”.
Y se acordó de sus hijos.
—Sí —dijo.
Gabriela cerró los ojos un segundo.
—¿De quién? —preguntó el hombre.
Martín respiró hondo.
—De Ledesma —dijo.
El hombre anotó.
—¿Y por qué Ledesma le pedía priorizar? —preguntó.
Martín tragó saliva.
—Decía que… era para destrabar contenedores. Que si no, perdíamos plata.
El hombre no levantó la voz.
—¿Le ofrecieron algo a cambio?
Martín negó, demasiado rápido.
—No. No, no.
El hombre lo miró un segundo largo.
—Martín —dijo—. Este es el momento de decir la verdad.
Martín sintió que el estómago se le caía.
—Yo… —empezó—. Yo no cobré.
Nicolás se movió en la silla, incómodo.
El hombre deslizó una hoja hacia Martín.
Era una captura impresa.
Un chat.
“Amparo lo ejecuta, quedate tranquilo.”
Martín sintió que se le aflojaban las piernas.
—¿Reconoce esto? —preguntó el hombre.
Martín miró el chat como si fuera una foto de un accidente.
—Sí… —susurró.
—¿Quién lo escribió? —preguntó el hombre.
Martín miró la captura. Abajo, el nombre:
Santi L.
Ledesma.
—Ledesma —dijo Martín.
El hombre asintió lento.
—¿Y usted contestó algo?
Martín tragó saliva.
—Sí.
—¿Qué contestó?
Martín abrió la boca… y ahí fue el error final.
Porque en vez de repetir el “guion seguro” que Erik le había dado, Martín dijo lo que realmente pasó, mezclando miedo con sinceridad:
—Yo le dije que Amparo ya estaba jodida con auditoría… que estaba nerviosa… que había sacado dos pagos del lote… y que… capaz lo estaba haciendo a propósito.
Gabriela levantó la vista, alarmada.
Nicolás parpadeó.
El hombre sin nombre se quedó totalmente quieto.
—Repita lo de “dos pagos” —dijo el hombre.
Martín sintió que acababa de meter la mano en una máquina.
—Dos pagos… —repitió—. Los de “servicios”. Los que quedaron pendientes.
—¿Cómo sabe usted que quedaron pendientes? —preguntó el hombre.
Martín se congeló.
Porque esa información no era de Operaciones.
Esa información era de Tesorería.
Martín miró a Gabriela como pidiendo rescate.
Gabriela no se movió.
Martín se quebró:
—Me lo dijo Ledesma —dijo—. Y… y yo lo comenté con Mariela porque ella estaba asustada.
El hombre anotó.
—¿Mariela de Contabilidad?
Martín asintió, llorando ya.
—Sí.
El hombre cerró el folder con suavidad.
—Bien —dijo—. Gracias, Martín.
“Gracias.”
La palabra sonó como un sello.
Como un “ya está”.
El hombre se levantó.
—Gabriela, por favor, coordine para que Martín no tenga acceso a sistemas sensibles por el momento —dijo.
Martín levantó la cabeza, desesperado.
—¿Me van a echar?
El hombre lo miró con una calma cruel.
—Eso no lo decido yo. Yo solo registro.
Registro.
Otra vez esa palabra.
Martín se paró con las manos temblando.
—Yo no quiero ir preso —dijo, llorando—. Yo no hice nada.
El hombre no respondió.
Gabriela lo acompañó a la puerta como quien acompaña a alguien a un velorio.
Cuando la puerta se cerró, Nicolás se quedó solo con el hombre sin nombre.
Nicolás habló bajito:
—¿Y ahora?
El hombre sin nombre agarró su teléfono.
—Ahora esto sale del edificio —dijo—. Con nombres. Con trazabilidad. Con cadena de custodia.
Nicolás tragó saliva.
—¿Es… federal? —preguntó, sin animarse a decir la palabra completa.
El hombre sin nombre no contestó directo.
—Es grande —dijo—. Y es serio.
En el departamento prestado, Erik recibió un mensaje.
No de Martín.
De su abogado.
“Tenemos declaración interna que vincula: Ledesma → Martín → Mariela + mención directa a Amparo y pagos pendientes ‘servicios’. Se preserva.”
Erik leyó, apoyó el teléfono y cerró los ojos un segundo.
No por emoción.
Por ajuste.
El cerco ya tenía la forma completa:
Un circuito interno
Un proveedor externo
Una tesorera con acceso
Huellas de presión
Y un objeto (Vault) que se movía donde no debía
Erik escribió un mensaje.
No al abogado.
A Amparo.
Número privado.
Solo una línea:
“Así se cae una red.”
Y lo dejó ahí.
Porque la última fase de una caza no es correr.
Es esperar que el otro entienda que ya no hay salida… y cometa el error de su propia desesperación.
(Fin del Capítulo 32)
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