La Tesorera Sombra
Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
Capítulo 33 — La noche antes
Esa tarde, Amparo no recibió una citación.
Recibió silencios.
Gabriela no respondió.
Nicolás clavó el visto y no escribió nada.
Su padre mandó un “llamame” sin signos.
Y cuando el mundo deja de contestarte, no es casualidad: es un acuerdo tácito de que vas a caer sola.
Amparo se sentó en el borde de la cama con el celular en la mano.
El mensaje del número privado seguía en pantalla:
“Así se cae una red.”
No era amenaza.
Era informe.
Amparo se levantó y caminó por la casa sin rumbo, como hacen las personas que intentan convencer al cuerpo de que todavía hay opciones.
En la cocina, sirvió un vaso de agua y no lo tomó.
En el living, miró las cajas apiladas y pensó: podría irme ahora mismo.
Pero irse era un movimiento demasiado grande.
Y los movimientos grandes hacen ruido.
El ruido, ahora, era lo que la mataba.
A las 20:26, el teléfono vibró.
Número desconocido.
Amparo atendió.
—¿Sí?
La voz del otro lado no se presentó.
No hacía falta.
—Hoy hablaron —dijo Erik.
Amparo apretó el celular.
—¿Quién sos? —preguntó, por orgullo.
Erik soltó un aire, como una risa sin humor.
—Todavía insistís con eso.
Amparo cerró los ojos.
—¿Qué querés? —dijo.
Erik no levantó la voz.
—Quiero que entiendas algo simple —dijo—. Mañana a las nueve, tu vida cambia de dueño.
Amparo sintió que el estómago se le hundía.
—¿Estás amenazándome?
—No —dijo Erik—. Te estoy informando.
Silencio.
Amparo buscó aire.
—¿Qué va a pasar mañana?
Erik tardó un segundo.
—Van a llegar —dijo—. Y vos vas a creer que podés hablar. Que podés negociar. Que tu apellido te protege.
Amparo apretó los dientes.
—No sabés nada de mi apellido.
Erik respondió con frialdad exacta:
—Ya filtré lo suficiente como para que tu apellido se cuide solo.
Amparo se quedó helada.
—¿Qué hiciste?
—Lo que vos hiciste conmigo —dijo Erik—. Usé tus llaves.
Amparo sintió una rabia caliente subirle al pecho.
—¡No metas a mi familia!
Erik no se inmutó.
—Tu familia ya está afuera —dijo—. Te lo dije: una red se cae así.
Amparo respiró fuerte.
—¿Qué querés de mí? —repitió, ahora con un tono más humano, más roto.
Erik bajó la voz, casi íntimo.
—Quiero que no hagas nada estúpido esta noche.
Amparo tragó saliva.
—¿Por qué te importaría?
Erik tardó. Y cuando habló, su frase fue más cruel por lo simple:
—Porque si destruís algo, me obligás a salvarte.
Amparo se quedó quieta.
Salvarla no era “humanidad”. Era control. Era método: si ella rompía evidencia, él perdía su cierre perfecto. Él quería un final limpio.
—Vos no me vas a salvar —susurró Amparo.
—No —dijo Erik—. Vos ya tomaste decisiones. Yo solo cierro puertas.
Silencio.
Amparo miró el reloj en la pared.
20:32.
Faltaban doce horas y media.
—¿Quiénes van a llegar? —preguntó.
Erik contestó sin dramatismo:
—Policía federal. Auditoría. Banco. Lo que haga falta. —Pausa—. A las 09:00, Amparo. Puntual.
Amparo sintió un escalofrío.
—¿Y vos dónde estás? —preguntó.
Erik respiró.
—Donde no me encontraste cuando me buscaste.
Amparo apretó el celular con fuerza.
—¿Por qué estás haciendo esto? —preguntó, y se odió por pedir explicación.
Erik tardó.
—Porque sobreviví —dijo—. Y porque no sos una víctima, Amparo. Sos una autora.
Esa palabra le pegó.
Autora.
Como si Erik estuviera escribiendo su sentencia con vocabulario.
Erik siguió:
—Te queda una noche. Usala para mirarte sin mentirte.
Cortó.
Amparo quedó con el teléfono en la oreja escuchando el silencio.
La casa era demasiado grande para una sola persona.
Fue al estudio.
Abrió la puerta.
Se sentó en la silla de Erik.
Abrió el cajón.
No estaba el papel del “Vault”. Lo había devuelto. Pero ahora ese cajón parecía un lugar que contenía todas las versiones de su vida.
Amparo respiró.
Pensó en el disco.
En el estuche.
En el depósito.
Pensó en ir a buscarlo y destruirlo.
Pensó en incendiar.
Pensó en borrar.
Pensó en lo que haría una culpable desesperada.
Entonces se detuvo.
Porque entendió la trampa final:
Erik quería que ella hiciera algo irreversible.
Quería un gesto que, ante cualquier juez, fuera “conciencia de culpa”.
Amparo se quedó quieta.
Y por primera vez, no actuó.
No porque fuera “buena”.
Porque estaba cansada.
A las 23:40, le escribió a su padre:
“Mañana 9. Van a venir. No sé quiénes. No quiero sorpresas. Vení.”
Su padre respondió a los dos minutos:
“Estoy.”
A las 00:15, Amparo apagó las luces.
Se metió en la cama sin sacar el celular del velador.
No durmió.
Miró el techo.
Y entendió la peor verdad: que esa noche no era “la última noche de libertad”.
Era la última noche en la que todavía podía sostener la idea de que ella controlaba algo.
Afuera, a lo lejos, un avión cruzó el cielo.
Amparo lo siguió con la mirada hasta que desapareció.
Y sintió que, con ese punto de luz, se iba también la versión de ella que todavía se creía intocable.
(Fin del Capítulo 33)
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