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La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


Capítulo 34 — Las 09:00

A las 08:12, Amparo ya estaba vestida.

No porque hubiera dormido.

Porque no quería que la encontraran en pijama.

Hay humillaciones pequeñas que pesan más que las grandes.

Se puso una camisa gris, pantalón oscuro, pelo tirante. El mismo uniforme con el que había sobrevivido años en Tesorería: el uniforme de “yo no me rompo”.

En la mesa del comedor dejó tres cosas alineadas:

  • Su DNI

  • Una carpeta con papeles “ordenados”

  • El celular, boca arriba, como un animal quieto

A las 08:34 llegó su padre.

Entró sin saludar mucho, como si los saludos fueran una pérdida de tiempo ante algo inevitable.

—¿Estás lista? —preguntó.

—Estoy —dijo Amparo.

El padre miró la carpeta.

—¿Qué hay ahí?

—Mails. Procedimientos. Lo de Ledesma. —Pausa—. Todo lo que me hace “empleada”.

El padre asintió.

—Bien. No hables sin mí.

Amparo no discutió.

A las 08:58, el timbre sonó.

No fue un timbre largo.

Fue un timbre profesional: corto, exacto, como si ya supieran que estaban siendo esperados.

Amparo miró el reloj.

08:58.

Dos minutos antes.

Eso también era método.

Su padre fue a abrir.

En la puerta había cuatro personas.

Dos de traje sobrio, carpeta en mano.

Uno con uniforme.

Y una mujer con una credencial colgando del cuello, mirada fría, tapado oscuro.

La mujer habló primero.

—¿Amparo Vidal? —preguntó.

Amparo se acercó, sostuvo la mirada.

—Sí.

La mujer mostró la credencial sin estirarla de más.

—Estamos con una diligencia vinculada a una investigación por fraude financiero y posible tentativa de homicidio. Necesitamos que nos acompañe.

La palabra homicidio quedó flotando como una nube negra.

El padre dio un paso adelante.

—Soy su abogado —dijo—. Quiero ver la orden y saber el alcance.

El hombre de traje (no el auditor; otro, con pintura de Estado en la voz) extendió un papel.

—Acá tiene. —Pausa—. Y le recomiendo que colabore.

Amparo miró el papel sin leerlo completo. Le bastó ver sellos y nombres.

Su padre lo leyó en silencio, rápido.

Su cara no cambió, pero los ojos sí: el ojo del abogado cuando entiende que el poder en la sala no es negociable.

—Entiendo —dijo el padre.

La mujer miró a Amparo.

—Necesitamos su teléfono.

Amparo sintió el impulso de decir “no”.

No dijo nada.

Miró a su padre.

El padre apretó la mandíbula, calculó y habló:

—Lo entregamos, pero queda asentado que se preserve cadena de custodia y que se respete defensa técnica.

La mujer asintió, casi aburrida.

—Eso se hace siempre.

Amparo entregó el teléfono.

Sentirlo salir de su mano fue como perder una capa de piel.

El hombre de uniforme miró alrededor.

—¿Hay alguien más en la vivienda?

—No —dijo el padre.

—¿Tiene dispositivos electrónicos adicionales? —preguntó la mujer.

Amparo sintió el disco “Vault” como si estuviera en la habitación, aunque estuviera en el depósito.

Su padre contestó:

—Los que haya, se informarán con asesoramiento. No vamos a ocultar nada.

La mujer lo miró como si la frase le pareciera bonita pero irrelevante.

—Vamos —dijo.

En el ascensor del edificio, Amparo sintió por primera vez un temblor real.

No en el cuerpo.

En el mundo.

Porque el ascensor bajaba y ella no podía decidir nada: ni el piso, ni la puerta, ni el ritmo.

Ese era el castigo verdadero: convertir tu vida en procedimiento.

En la calle, el aire estaba frío.

La subieron a un auto sin sirena.

Sin espectáculo.

Eso también era método.

Su padre se subió en otro auto, detrás, con su carpeta.

Amparo miró por la ventana mientras el barrio pasaba como una película sin sonido.

No lloró.

No rogó.

No porque fuera fuerte.

Porque ya no tenía utilidad.

En Pronexo, a las 09:17, la sala grande estaba cerrada.

Rodrigo no sabía dónde poner las manos.

Nicolás no hablaba.

Gabriela miraba el piso como si el piso pudiera tragarla.

Dos oficiales y un auditor externo entraron con listas.

—Vamos a preservar equipos y documentación —dijo el auditor—. Nadie toca nada.

Nadie toca nada.

La frase que mata cualquier versión.

Rodrigo intentó hablar.

—Yo puedo ayudar con los accesos…

—No —cortó el auditor—. Usted se sienta. Y espera.

Rodrigo se sentó.

El auditor abrió una caja y sacó sobres antiestáticos, etiquetas, guantes.

Empezaron a levantar:

  • notebooks

  • tokens

  • discos

  • backups

  • el pendrive “hallado”

  • el cuaderno negro “registro”

  • impresiones de mails

Cada objeto iba a un sobre. Cada sobre, a una bolsa. Cada bolsa, a una lista.

La empresa entera se volvió inventario.

En el depósito, a las 09:41, el guardia vio entrar a dos personas con credenciales.

—Buscamos una unidad —dijeron.

El guardia miró la pantalla.

—¿Nombre?

Dieron un nombre.

No era Amparo.

Era una razón social.

El guardia abrió la puerta.

Los dejó pasar.

Nadie entra al depósito gritando. En un depósito, todo parece logística.

Pero adentro, una mano con guante abrió la caja “DONACIÓN 3”.

Sacó el estuche.

Lo puso en una bolsa.

Pusieron una etiqueta.

VAULT — resguardado

Amparo llegó a una oficina blanca.

La sentaron en una silla.

Le ofrecieron agua.

Ese gesto era lo más cruel: tratarte como humana mientras te desmontan.

La mujer de la credencial abrió un folder.

—Señora Vidal —dijo—, le vamos a hacer unas preguntas. Su abogado puede estar presente.

Amparo miró a su padre. Él asintió.

—Sí —dijo Amparo.

La mujer puso sobre la mesa una hoja impresa.

Un registro.

Dos columnas.

Fechas y acciones.

En el medio, una línea subrayada.

“Dispositivo VAULT — actividad — conexión detectada.”

Amparo miró la hoja.

Sintió un vacío en el pecho.

No porque la atraparan.

Porque el objeto que ella creyó herramienta había sido, desde el inicio, el lugar donde Erik la estaba esperando.

La mujer preguntó, suave, como quien dice “buen día”:

—¿Reconoce este dispositivo?

Amparo miró a su padre.

El padre miró a Amparo.

Y en ese segundo, sin decirlo, ambos entendieron lo mismo:

la historia ya no se contaba con palabras.

Se contaba con registro.

(Fin del Capítulo 34)

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