La Tesorera Sombra
Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
Capítulo 35 — Glacial
No la dejaron ver el teléfono.
Ni el suyo, ni ninguno.
En una investigación real, los teléfonos son puertas. Y cuando alguien quiere puertas cerradas, te quita las llaves.
Amparo estaba sentada en una sala blanca con una mesa gris, una silla incómoda y una botella de agua sin abrir. El aire acondicionado estaba más frío de lo necesario, como si el edificio entero estuviera diseñado para que el cuerpo se rinda antes que la mente.
Su padre estaba a su lado, callado, con el folder abierto y un bolígrafo en la mano.
Del otro lado, la mujer de credencial —la que dirigía— acomodó papeles como quien ordena un altar.
—Señora Vidal —dijo—. Vamos a empezar por algo simple.
Amparo sostuvo la mirada.
—¿Reconoce el dispositivo llamado “VAULT”?
Su padre levantó una mano.
—Mi clienta no responde hasta conocer el alcance de las preguntas y la evidencia.
La mujer asintió.
—Perfecto. —Miró un papel—. Tenemos registro de conexión del dispositivo a una computadora fuera del entorno corporativo, en fechas específicas. Y tenemos movimiento físico del mismo dispositivo a una unidad de depósito. Con trazabilidad.
Amparo no reaccionó por fuera. Por dentro, cada palabra era un clavo.
Registro. Movimiento. Depósito.
La mujer levantó otra hoja.
—También tenemos comunicaciones entre personal interno y terceros vinculados a pagos “servicios”, y declaraciones internas que mencionan presión para ejecutar operaciones. —Pausa—. Y tenemos un hecho violento: la tentativa de homicidio del señor Erik.
La palabra homicidio volvió a caer, pesada, como si la pusieran sobre la mesa para aplastarle el aire.
Amparo apretó la mandíbula.
La mujer miró a su padre.
—¿Desea que formulamos cargos hoy o colaboran con una declaración ordenada?
El padre respiró.
—Colaboramos dentro de marco legal —dijo—. Pero mi clienta no va a aventurar hipótesis.
La mujer asintió, profesional.
—Bien. —Miró a Amparo—. Entonces solo necesito hechos: ¿usted tuvo acceso físico a pertenencias del señor Erik luego de la separación?
Amparo sintió el impulso de mentir rápido.
No lo hizo.
Miró a su padre.
El padre le sostuvo la mirada, una orden silenciosa: cuidá cada palabra.
—Acceso físico… a la casa donde vivíamos —dijo Amparo—. Sí. Por temas pendientes de mudanza.
La mujer anotó.
—¿Usted retiró algún dispositivo de esa casa?
Silencio.
El padre intervino:
—No va a responder a eso sin revisar evidencia.
La mujer asintió, como si lo esperara.
—Perfecto.
Se levantó. Salió. Volvió con una carpeta más gruesa.
Y ahí apareció lo que le dio el tono definitivo a todo:
un papel con sello bancario.
Una hoja con un formato que Amparo reconocía mejor que cualquier rostro.
La mujer lo apoyó sobre la mesa.
—Solicitud internacional de congelamiento y preservación de registros —leyó—, vinculada a transferencias sospechosas, fraude interno y acceso indebido.
El padre lo miró y entendió el peso del papel al instante.
No era un mail.
No era un rumor.
Era institución.
Amparo sintió que el mundo dejaba de ser “empresa” y se volvía “Estado”.
La mujer siguió:
—Su nombre está en la cadena de acceso.
Amparo tragó saliva.
Su padre tocó el documento con cuidado, como si quemara.
—¿Quién inició esto? —preguntó él.
La mujer lo miró.
—El titular de las cuentas, con representación legal.
El titular.
Erik.
Ahí estaba su presencia sin cuerpo.
Amparo se quedó mirando la hoja.
No sintió odio.
Sintió algo peor: la sensación de haber sido comprendida.
Erik no había tenido que gritar “ella fue”.
Había armado un camino para que el sistema dijera “ella estuvo”.
La mujer cerró la carpeta, controlando el ritmo como si dirigiera una orquesta.
—Vamos a hacer una pausa —dijo—. Ustedes pueden hablar cinco minutos. Luego volvemos.
Salió.
La puerta se cerró.
Amparo y su padre quedaron solos.
El padre se reclinó apenas, exhaló.
—Esto es serio de verdad —dijo, sin dramatismo. Como un médico.
Amparo miró la botella de agua.
—Ya lo sé.
El padre la miró fijo.
—Decime la verdad —dijo—. ¿Vos tocaste ese dispositivo?
Amparo sintió una punzada en el pecho.
La verdad completa era una bomba.
La mentira completa era una condena.
—Lo vi —dijo, eligiendo la verdad mínima—. Y lo moví.
El padre cerró los ojos un segundo.
—¿Lo usaste?
Amparo no contestó.
Ese silencio fue respuesta suficiente.
El padre apretó la mandíbula.
—Amparo… —dijo, y la palabra salió con cansancio—. Te estaban esperando.
Amparo tragó saliva.
—Sí.
El padre juntó papeles, ordenó, se ajustó el saco. La dignidad del abogado: sostener una pared aunque la casa se caiga.
En ese instante, el sonido inesperado fue un teléfono vibrando.
No el de Amparo.
No el del padre.
Uno del otro lado de la puerta.
Vibración breve.
Después otra.
Un guardia habló afuera, en voz baja.
La puerta se abrió unos centímetros y una mano asomó.
—Doctor, es para usted —dijo el guardia—. Dicen que es importante.
El padre tomó el teléfono, lo miró, dudó. Después atendió.
—¿Sí?
Amparo no escuchó la voz del otro lado, pero vio cómo la cara de su padre cambiaba milímetros, como si le hubieran dicho una verdad incómoda.
—Entiendo —dijo el padre—. Sí. Gracias.
Cortó.
Amparo lo miró.
—¿Quién era?
El padre se quedó quieto un segundo, como midiendo si decirlo ayudaba o lastimaba.
—Erik —dijo.
Amparo sintió que el aire se le iba por una rendija.
—¿Qué quería?
El padre tragó saliva.
—Nada —dijo—. Solo… dejar un mensaje.
Amparo apretó los dedos sobre la silla.
—¿Cuál?
El padre la miró, y lo que dijo no fue una cita textual. Fue el contenido, filtrado por un hombre que no quería repetir veneno.
—Dijo que… todo está registrado. Que no intentes inventar. —Pausa—. Y que mañana, a primera hora, esto se formaliza.
Amparo cerró los ojos.
El “mañana” era casi irrelevante. Ya estaba.
Erik no necesitaba humillarla.
Solo necesitaba que ella supiera que no había escapatoria limpia.
El padre apoyó el teléfono sobre la mesa como si pesara.
—Te está matando en hielo —dijo, sin metáfora exagerada. Una constatación.
Amparo abrió los ojos.
—Siempre fue así —susurró.
El padre la miró como si descubriera una parte de su hija que nunca quiso ver.
La puerta se abrió.
La mujer de credencial volvió a entrar con el mismo rostro.
—Continuamos —dijo.
Amparo respiró hondo.
Erik ya había dicho lo que tenía que decir, incluso sin hablarle a ella.
Porque el mensaje final no era una amenaza.
Era un calendario.
Y cuando el Estado te pone fecha, ya no estás en una historia de amor roto.
Estás en otra cosa.
Una donde el frío manda.
(Fin del Capítulo 35)
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