La Tesorera Sombra
Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
Capítulo 36 — La torre de cristal
La torre no se cayó con un estruendo.
Se rajó.
Y cuando una torre de cristal se raja, el sonido no es fuerte: es constante. Un crujido fino que se mete en todo.
Amparo volvió a su casa entrada la noche, con una notificación en el bolsillo —papel sellado— y una frase en la cabeza que no se podía sacar con agua:
“Todo está registrado.”
Su padre se fue sin quedarse a cenar.
No por falta de amor.
Por supervivencia.
En la puerta solo dijo:
—Te llamo mañana. Y no hagas nada.
Amparo asintió.
La puerta se cerró.
Se quedó mirando la cerradura como si fuera un símbolo: una cosa mínima que separa “adentro” de “afuera”.
Esa noche durmió dos horas.
A las 06:17 despertó con el instinto de alarma, como si el cuerpo supiera lo que el calendario ya tenía marcado.
El celular ya no era suyo. El mail ya no era privado. La calle, de golpe, parecía un pasillo.
A las 08:03, llegó el primer mensaje de Gabriela.
No por WhatsApp. Por SMS. Como si WhatsApp fuera demasiado íntimo para una tragedia.
“Amparo, lo siento. Hoy vienen a la empresa. Están levantando todo. Yo no puedo hablar. Guardate.”
“Guardate.”
Esa palabra fue peor que un insulto.
Porque “guardate” no significa “te cuido”.
Significa: no me mezcles.
A las 08:20, Nicolás escribió:
“Ya declararon dos. Se están matando entre ellos. Cuidate.”
Amparo leyó “dos” y sintió el comienzo del derrumbe.
Los cuatro.
Siempre caen de a dos primero: uno por miedo, otro por resentimiento.
A las 09:10, su padre la llamó.
—No salgas —dijo apenas atendió—. Ya está en medios. Ya está caminando.
—¿Qué está caminando? —preguntó Amparo, seca.
—Una nota —dijo él—. No completa. Pero existe. Hablan de fraude, de pagos internacionales, de “circuito interno”. Y nombran al juez… a Clara. No como culpable, pero la nombran.
Amparo cerró los ojos.
—¿Qué dijo Clara?
El padre hizo una pausa.
—Clara se despegó.
Amparo sintió un vacío.
—¿Cómo?
El padre bajó la voz, cansado.
—Como se despega gente importante cuando huele incendio: con distancia formal. Dijo que jamás intervino, que no tiene vínculo institucional con Pronexo, y que cualquier intento de asociarla es “malicioso”.
Amparo apretó la mandíbula.
—Pero es mi tía.
—Para los papeles, ahora no —dijo el padre.
Silencio.
Amparo miró la pared.
La familia ya había hecho lo que Erik sabía que haría: cortar.
El escudo se volvió vidrio.
A las 09:35, sonó el timbre.
Amparo se quedó quieta.
No abrió.
El timbre sonó otra vez.
Y una voz, detrás de la puerta, dijo:
—Señora Vidal. Notificación.
Amparo miró por la mirilla.
Un hombre con carpeta. No era policía. Era peor: era trámite.
Amparo abrió con cuidado.
Firmó.
Leyó el encabezado:
“Medida cautelar / inhibición general de bienes.”
Bienes.
Esa palabra era abstracta hasta que te toca.
Amparo se quedó con el papel en la mano, como si fuera una piedra.
Cerró la puerta.
Se sentó.
Pensó en el departamento. En el auto. En el depósito. En cualquier cosa que pudiera estar a su nombre.
Inhibición general.
Eso era el modo elegante de decir: te sacamos el futuro antes de juzgarte.
A las 10:20, otro golpe.
Una notificación bancaria, ahora sí, directa:
“Cuenta restringida / operaciones limitadas.”
La torre se rajaba piso por piso.
En Pronexo, el derrumbe era visible.
La gente hablaba en susurros. Nadie quería ser “el próximo”.
En una sala cerrada, Ledesma gritaba.
—¡Yo no hice nada solo! ¡Ella ejecutaba! ¡Ella tenía acceso!
Martín lloraba, repitiendo:
—Yo solo mandaba mails, yo solo mandaba mails…
Mariela no hablaba.
Ese era el detalle más negro: la que no habla, sabe.
Y Rodrigo, de Sistemas, miraba sus manos como si sus manos hubieran firmado algo sin querer.
Los auditores levantaban todo.
Los de afuera preguntaban lo mismo con palabras distintas.
Y cuando alguien pregunta lo mismo tres veces, no busca información: busca contradicción.
A las 12:05, Amparo recibió una llamada del padre.
Su voz era más fría que ayer.
No por enojo.
Por necesidad de separarse de lo que se hunde.
—Te van a citar —dijo—. A declarar formalmente. Yo voy a estar. Pero necesito que entiendas algo: no te puedo cubrir con magia. Esto no es local.
Amparo tragó saliva.
—Lo sé.
El padre respiró.
—Y otra cosa… —dijo, dudando un segundo—. El estudio donde guardás cosas… ¿hay algo a tu nombre?
Amparo miró el vacío.
—Hay un depósito.
El padre apretó la voz.
—¿Qué hay en ese depósito, Amparo?
Silencio.
Ese silencio era una confesión sin palabras.
—Amparo —dijo el padre, ahora sí con un filo—. Si hay un dispositivo, un disco, lo que sea… eso te mata. ¿Entendiste?
Amparo cerró los ojos.
—Ya lo sé.
El padre soltó un aire, derrotado.
—Entonces decime dónde está —dijo—. Necesito anticiparme.
Amparo sintió el vértigo.
Decirlo era entregar.
No decirlo era caer peor.
La torre de cristal se rompe así: no por un golpe externo, sino por un dilema interno que te obliga a elegir quién sos.
Amparo habló.
—Está en Donación 3 —dijo, casi sin voz.
Al otro lado, el padre quedó en silencio.
—Ok —dijo al fin—. No lo toques. No vayas. No hagas nada. Yo me encargo.
Cortó.
Amparo se quedó mirando el papel de la inhibición general de bienes.
Afuera, un avión cruzó el cielo.
El mismo símbolo de siempre.
Pero ahora, la imagen era distinta: ya no era libertad.
Era distancia.
La distancia entre ella y todo lo que creyó controlar.
Amparo se levantó y fue a la ventana.
Miró la calle.
La gente seguía caminando con bolsas, con perros, con vida.
Y ahí entendió el verdadero significado de la torre de cristal:
Que desde adentro se ve el mundo como propio.
Pero desde afuera, el cristal solo refleja.
Y ahora, por primera vez, Amparo se veía a sí misma desde afuera.
No como la tesorera impecable.
No como la ex.
Sino como lo que el sistema había decidido que era:
un caso.
(Fin del Capítulo 36)