La Tesorera Sombra
Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo
Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)
Capítulo 37 — Acusaciones
El lunes siguiente, Pronexo amaneció con una palabra pegada a las paredes aunque nadie la pronunciara en voz alta:
delación.
No era moral.
Era mecánica.
Cuando el agua entra, las ratas corren. Y cuando corren, se muerden entre ellas.
Amparo lo sintió sin estar ahí.
Lo sintió porque su teléfono —un reemplazo viejo que su padre le había dado— no paraba de vibrar con mensajes de terceros que, hasta hace una semana, la saludaban con cariño.
Ahora escribían como si tocarla fuera contagioso.
“Che… ¿es verdad lo de los pagos?”
“Dicen que hay detenidos.”
“Mejor no me llames por ahora.”
Amparo no respondió.
Aprendió, tarde, que el silencio no siempre es fortaleza. A veces es lo único que queda.
A las 10:11, su padre llegó a su casa con una carpeta nueva. Más gruesa. Más pesada. Más real.
Entró sin pedir permiso y dejó la carpeta sobre la mesa.
—Hoy declararon —dijo.
Amparo levantó la vista.
—¿Quién?
El padre soltó la lista como si fuera un parte médico:
—Martín. Ledesma. Y Mariela… a través de su abogado.
Amparo sintió el golpe en el pecho.
—¿Mariela habló?
El padre asintió.
—No “habló” como vos pensás. Confirmó cosas puntuales. Fechas. Accesos. “Rutinas”. —Pausa—. Lo que necesitaban para armar cronología.
Cronología.
La palabra que convierte actos sueltos en intención.
Amparo miró la carpeta.
—¿Qué dicen de mí?
El padre abrió y leyó como si leyera una acusación en voz alta para vacunarla.
—Ledesma dice que vos “sabías y ejecutabas”. Que eras “la que tenía llave”.
—Martín dice que vos eras “el canal normal”, que cuando había urgencias te escribían a vos.
—Mariela dice que vos “pedías que no quedara nada por chat” y que “ordenabas en persona”.
Amparo apretó los dientes.
—Eso es mentira.
El padre no discutió la palabra “mentira”. La palabra “mentira” sirve en casa. No sirve en tribunales.
—Es interpretado —dijo—. Y lo que importa es cómo se interpreta.
Amparo tragó saliva.
—¿Y Bruno?
El padre levantó una ceja.
—Bruno está desaparecido. —Pausa—. Y eso lo vuelve más interesante.
Amparo miró el piso.
Desaparecido significaba dos cosas: o huía… o lo escondían.
A las 12:30, llegó otra notificación.
Embargo preventivo sobre un vehículo.
Embargo preventivo sobre una cuenta.
Amparo sintió que la casa se achicaba otra vez.
Su padre la miró.
—Esto es el derrumbe por capas —dijo—. Primero reputación. Después dinero. Después libertad.
Amparo respiró.
—¿Y la familia?
El padre tardó un segundo.
—Clara pidió licencia —dijo al fin—. Por “razones personales”.
Amparo se quedó quieta.
Pedir licencia era salir de escena antes de que la empujen.
—¿Me va a ayudar? —preguntó Amparo.
El padre la miró con una mezcla rara: amor viejo y prudencia nueva.
—Te voy a defender —dijo—. Ayudarte es otra cosa.
No lo dijo con crueldad.
Lo dijo con honestidad.
Y la honestidad, cuando llega tarde, duele más.
En Pronexo, mientras tanto, la guerra interna era una carnicería suave: nadie gritaba, todos firmaban.
Ledesma entró a una sala con su abogado y una cara de odio puro.
—Yo no caigo solo —dijo—. Si caigo, cae Tesorería.
Martín entró después, llorando. El mismo llanto de siempre, pero ahora con abogado al lado, que lo traducía en frases aptas para expediente.
—Mi cliente colaboró desde el primer momento.
La palabra “colaboró” sonaba noble. Era cobardía con saco.
Rodrigo, de Sistemas, entregó logs.
No por maldad.
Por miedo.
Cuando el Estado te pide “logs”, no te pide un favor.
Te pide obediencia.
Y los logs decían lo que los cuerpos no podían negar: accesos, horarios, conexiones, dispositivos.
No decían “motivación”.
Pero la motivación era un lujo. El caso se construía con trazos.
A las 17:05, Amparo recibió un mensaje que no venía de un desconocido.
Venía de Gabriela.
Una sola línea:
“Erik volvió.”
Amparo sintió un escalofrío.
—¿Volvió a dónde? —preguntó en voz alta, a nadie.
Volvió a la ciudad, seguramente. Volvió a la empresa. Volvió al tablero.
Su padre leyó el mensaje y cerró la carpeta.
—Eso significa que empieza el último tramo —dijo.
Amparo lo miró.
—¿Qué tramo?
El padre tragó saliva.
—El tramo donde él deja de ser un nombre en papeles… y se vuelve testigo.
Amparo miró la ventana.
La luz de la tarde era linda, casi injusta.
Y en ese instante entendió que lo peor no era ir presa.
Lo peor era enfrentar a Erik y descubrir, en sus ojos, que ya no quedaba ningún vínculo humano. Ni amor, ni odio caliente.
Solo hielo y método.
Amparo apretó los dedos contra la mesa.
—¿Qué hago?
El padre respondió sin mirarla, como si le costara decirlo:
—No te muevas.
Amparo sonrió apenas.
Ya lo había oído antes.
Pero ahora la frase tenía otro sentido.
Antes era una estrategia.
Ahora era una sentencia.
(Fin del Capítulo 37)
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