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La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


Capítulo 38 — La torre se rompe

La mañana del miércoles, el sol salió como si no supiera nada.

Amparo lo vio desde la ventana con una taza tibia entre las manos y una sensación nueva: ya no era miedo. Era espera.

La espera es peor cuando sabés la hora.

A las 08:47, su padre llegó con el saco puesto y los ojos secos.

—Hoy —dijo.

Amparo asintió.

No preguntó “qué”.

Porque ya lo sabía: hoy venía el golpe final.

No el financiero.

No el mediático.

El humano.

A las 09:22, entraron al edificio que no era Pronexo.

Otra vez oficinas blancas.

Otra vez aire acondicionado.

Otra vez una sala con mesa gris.

Pero algo era distinto: esta vez había una tercera silla ocupada.

Un hombre grande, vendado en el hombro, más flaco que en su recuerdo.

Barba crecida. Ojeras. La cara de alguien que ya no duerme por elección, no por dolor.

Erik.

Amparo sintió la punzada en el pecho, vieja, automática.

Diez años de vínculo no se borran con un expediente.

Pero el vínculo no estaba en él.

Erik levantó la vista y la miró como se mira un objeto que finalmente llega a destino.

Sin odio.

Sin ternura.

Sin sorpresa.

La mujer de credencial habló primero.

—Señor Erik, gracias por presentarse. Vamos a registrar su declaración complementaria.

Erik asintió.

—Sí.

Amparo lo miró. Buscó en su cara algo humano: un temblor, una rabia, una grieta.

No encontró nada.

Su padre tocó el brazo de Amparo por debajo de la mesa. Un gesto mínimo: “no”.

Erik habló con calma, como si describiera un negocio:

—Después del ataque pensé en dos cosas: quién se beneficiaba y quién tenía acceso. —Pausa—. La primera lista era larga. La segunda era corta.

La mujer anotó.

—¿Quién integraba esa lista corta?

Erik ni la dudó.

—Amparo.

Amparo sintió un calor subirle al cuello. No habló.

Erik siguió:

—No lo digo por resentimiento. Lo digo por estructura. Ella conocía rutinas, cuentas, claves operativas, y tenía ya… motivos personales.

La palabra “motivos” le dio asco a Amparo. Sonaba a manual.

La mujer miró a Amparo.

—¿Desea responder?

El padre habló:

—Mi clienta niega cualquier participación en un ataque. Y el señor Erik está mezclando suposiciones con hechos.

Erik no se enojó.

—Entonces hablemos de hechos —dijo.

Sacó una carpeta.

La apoyó sobre la mesa como quien deja una piedra.

—Esto es registro de acceso a cuentas. Timestamps. Direcciones IP. Dispositivos. —Pausa—. Esto es el rastreo del dispositivo “Vault”. Movimientos físicos. Fechas. Lugar.

Amparo sintió que el aire se volvía más denso.

Erik la miró por primera vez directo a los ojos.

—¿Te acordás cuando me decías que yo era paranoico? —preguntó.

Amparo no respondió.

Erik asentó como si la respuesta fuera obvia.

—Eso me salvó.

La mujer de credencial tomó la carpeta, la revisó, asintió a alguien fuera de cámara.

—Se incorpora —dijo.

Amparo se mantuvo quieta, pero por dentro algo se quebró: no era que Erik tuviera “un dato”. Era que tenía un sistema.

Y contra un sistema, las emociones son ruido.

El padre intervino:

—Señor Erik, ¿usted puede afirmar que Amparo ejecutó transferencias sin autorización?

Erik miró un papel.

—Puedo afirmar que las transferencias se prepararon desde su usuario y se intentaron validar. Puedo afirmar que hubo movimientos compatibles con ocultamiento. —Pausa—. Y puedo afirmar que gente de la empresa recibió instrucciones de mantener silencio.

La mujer miró a Amparo otra vez.

—¿La señora Vidal quiere declarar algo ahora?

Amparo tragó saliva.

Todo su cuerpo quería decir “yo no”.

Pero su mente entendió algo más frío: el silencio también se interpreta.

Amparo habló, por primera vez en mucho tiempo sin máscara completa:

—Erik… —dijo.

El nombre sonó raro en una sala oficial. Como si estuviera fuera de lugar.

Erik no se movió.

Amparo continuó:

—Vos me dejaste ahí.

Erik parpadeó una vez.

—Te dejé trabajando —corrigió—. No te dejé robando.

El golpe fue seco por lo cierto.

Amparo sintió que su orgullo se defendía solo.

—Yo sostuve tu empresa mientras vos viajabas —dijo—. Yo te cuidé.

Erik inclinó la cabeza, casi con pena.

—Eso es lo que te contás para dormir —dijo—. Pero cuando alguien cuida, no vacía cuentas. Y cuando alguien ama, no paga para que lo maten.

Amparo sintió la cara arder.

Su padre tocó su brazo otra vez.

“no”.

Amparo tragó saliva y bajó la mirada.

No podía discutir la frase “paga para que lo maten” en una sala con credenciales.

Ahí la torre terminaba de romperse: cuando la discusión deja de ser pareja y se vuelve expediente.

Erik siguió, sin levantar la voz:

—Yo no quiero espectáculo —dijo—. Quiero cierre. Quiero recuperar lo que se pueda y que los responsables tengan consecuencias.

La mujer de credencial asintió.

—Señor Erik, ¿está dispuesto a ratificar esto ante el tribunal?

—Sí —dijo Erik.

La mujer miró a Amparo.

—Señora Vidal, a partir de esta declaración y la evidencia incorporada, se formaliza la imputación y se solicitan medidas cautelares adicionales. Su abogado recibirá el detalle.

Amparo sintió el cuerpo volverse liviano, como si la gravedad hubiera cambiado.

Imputación.

La palabra cayó como un sello sobre su nombre.

El padre apretó la mandíbula y tomó el folder.

—Entendido —dijo, sin emoción.

La mujer se levantó.

—Terminamos por hoy.

Erik se levantó también.

Amparo lo miró, esperando —aunque fuera ridículo— una última mirada humana.

Erik la miró un segundo.

No había odio.

Había algo peor: distancia.

Y antes de irse, dijo una sola frase, baja, casi como un comentario:

—La libertad no era tuya cuando la agarraste. Por eso se te cayó.

Se fue.

Amparo se quedó sentada.

La sala blanca volvió a ser sala blanca.

El aire acondicionado siguió igual.

Pero adentro, en algún lugar donde antes había una narrativa de control, ahora había una realidad sin historia:

había consecuencias.

Su padre le tocó el hombro.

—Nos vamos.

Amparo se puso de pie.

Caminó hacia la puerta como quien camina dentro de un sueño que no eligió.

La torre, finalmente, se había roto.

No con explosión.

Con una frase y un folder.

Con el método.

Con la frialdad de lo registrable.

Y mientras caminaba por el pasillo, Amparo entendió que lo que venía ya no era trama.

Era caída.

(Fin del Capítulo 38)

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